Breves notas sobre de la muerte de Dios
I
Diversos estudiosos y artistas se han valido del concepto de la muerte de Dios para referirse a las dinámicas religiosas que hemos experimentado en los últimos siglos. Sus interpretaciones no siempre han coincidido, pero parece ser mayoritario el convencimiento de que si se afirma que Dios ha muerto es porque los cristianos han tomado conciencia de que lo importante es serle fiel a la práctica supuestamente ejemplar de quien fuera el fundador de su religión, Jesús de Nazaret. Las enseñanzas de Jesús serían el centro del cristianismo y no la concepción de una divinidad más bien formal, fría y distante, originalmente fraguada en la antigua Grecia por pensadores atentos a asuntos ontológicos e interesados sobre todo en entender la lógica de la realidad, siglos antes de que se iniciara la era cristiana.A diferencia de los anteriores, hay quienes entienden la llamativa frase como testimonio de que se ha dado un proceso significativo de secularización que ha afectado el tiempo y los espacios en los que antes dominaban referencias y motivos cristianos. Otros insisten en que la muerte de Dios refleja un hecho histórico-sociológico. En tal caso el deicidio es visto como reflejo de la evidente reducción del número de creyentes tradicionales.
Entre los teólogos estadounidenses e ingleses, sobre todo protestantes, que serían identificados en los años sesenta y setenta del pasado siglo con la frase como si se tratara de una escuela de pensamiento, algunos se inclinaban a favorecer una nueva práctica cristiana liberada de la herencia metafísica occidental, mientras que otros insistían en que con la breve frase se reconocía que la sociedad contemporánea definitivamente se alejaba de sus referencias cristianas. Gabriel Vahanian, Thomas Altizer, Paul Van Buren, William Hamilton y John Robinson fueron algunos de los que tomaron parte en la discusión de aquella época y aportaron libros que llegaron a ser muy leídos.
Antes de los escritos de Friedrich Nietzsche sobre la muerte de Dios a finales del siglo diecinueve, también otros habían discurrido en torno a ello. Se pueden mencionar al poeta alemán Jean Paul, al poeta inglés William Blake, al filósofo alemán Hegel y al poeta también alemán Heinrich Heine[1]. En el pasado siglo Martín Heidegger le dedicó muchas páginas y en nuestra época más reciente filósofos, críticos literarios y teólogos como el italiano Gianni Vattimo, el estadounidense John D. Caputo, el inglés Terry Eagleton y el español Eugenio Trías se han valido de la muerte de Dios en sus discusiones sobre la posibilidad de que lo religioso continúe teniendo vigencia.
Sin embargo, es con el filósofo Friedrich Nietzsche con quien más se relaciona el concepto. Y quien lea el texto que redacta en una de sus obras más importantes, La gaya ciencia, podría llegar a pensar que la “muerte de Dios” fue para él personalmente una experiencia dolorosa y traumática[2]. Pero no fue necesariamente así. Desde luego se trata de un pasaje llamativo en el que el filósofo muerto en 1900 hace uso de llamativos recursos histriónicos al asignarle a un loco expresar la noticia de que Dios ha muerto. Este, con una linterna encendida, pero en pleno día, como Diógenes en tiempos de Alejandro, se va a la plaza y allí en medio de la muchedumbre grita que busca a Dios. Los que le escuchan, sobre todo un grupo que ya no creía en Dios según el pensador, se burlan de él y le preguntan si es que se ha perdido, si se ha extraviado como un niño, si se ha escondido, si se ha embarcado, o si ha emigrado. El loco les responde con mirada penetrante que “nosotros le hemos matado”. Todos le hemos matado; todos somos unos asesinos, dice el loco, e insiste en que él, como los que le escuchan, también ha participado del asesinato.
El loco entonces abundará sobre las implicaciones que tendrá la muerte de la divinidad. Parece haber recorrido la ciudad y lo que observa son iglesias vacías que habría de describir entonces como “tumbas y monumentos funerarios de Dios”. De acuerdo al loco, “nunca hubo un hecho mayor” pues la muerte de Dios implica que se ha vaciado el mar, que se borra completamente el horizonte, que se desencadena esta tierra de su sol, que nos precipitamos en una constante caída y que erramos como a través de una nada infinita[3]. Se trata por lo tanto de un evento de graves implicaciones que afectaría próximamente a los seres humanos.
Lo que describe este dramático testimonio del loco del cual se ríen todos es la desaparición de una concepción de la realidad que en su día nos estructuraba la existencia en el orbe cristiano. Ausente la divinidad cristiana de nuestras sociedades occidentales, pues el planteamiento no pretendía referirse a todas las religiones que se han dado ni a todas las comunidades humanas, erramos confusos y carecemos de una brújula que nos oriente.
No se trata de un asunto que Nietzsche agotara en aquellas páginas de La gaya ciencia pues antes se había referido a ello y posteriormente volvería a hacerlo. En algunos escritos que Nietzsche incorpora posteriormente a esta obra el evento todavía se percibe como uno que afectará negativamente la historia de la humanidad, pero paulatinamente cierto optimismo va superando aquellas primeras notas de desesperación y se comenta más como una dinámica que amplía el horizonte de las posibilidades humanas. Igualmente impactará el desarrollo del pensamiento de Nietzsche, primero porque a partir de entonces se creerá obligado a dar con algo que substituyera al cristianismo y luego porque tomará conciencia de que el cristianismo —“platonismo para el ‘pueblo’, según lo describe en otra obra[4]— había marcado de tal modo la historia que no se podía sin más proponer un nuevo evangelio que substituyera al viejo. Aquel locuaz Zaratustra que el filósofo creara, combinación de predicador y legislador que presentaría una supuesta nueva tabla de valores, perdería importancia y cierto nihilismo, no necesariamente expresión de pesimismo, terminará siendo reconocido como el sentido de la historia.
II
Al pensar sobre el tema de la religión desde la perspectiva de la frase no debería extrañar que se quiera saber algo sobre el estado de situación de las religiones que existen en el globo terráqueo y la cantidad de creyentes que las sostienen. En términos generales, lo que las estadísticas nos dicen es que el ateísmo y el agnosticismo no son mayoritarios a través del mundo, si se exceptúa a países como Suecia, Vietnam, Noruega, Dinamarca y Japón, entre muy pocos otros[5]. La llamada desafiliación religiosa sí cuenta con más de un billón de seguidores, ocupando la tercera de las posiciones frente a lo religioso, tras el cristianismo y el Islam, que son las religiones más cultivadas[6]. Es cierto pues, que las mayorías se describen a sí mismas como religiosas, pero no se debe perder de vista que a este tercer sector de los desafiliados se le podrían añadir muchos que se presentan a sí mismos como pertenecientes a alguna religión, aunque guardan distancia de esta y se comportan como ateos prácticos.
Podemos suponer que la separación que se ha postulado entre Estado y religión en casi todas las sociedades occidentales, aunque en algunos países no trasciende el papel en el que se redacta, ha contribuido a un ambiente secularizado en el que las creencias religiosas de los ciudadanos, antes expresadas públicamente en ritos, pasan a ser parte de su vida privada. A otro nivel, no necesariamente más profundo, Max Weber ha sugerido que lo que ocurre es que el desencantamiento o desmagificación con el mundo se amplía[7]. Sea como sea, un porcentaje cada vez más pequeño es el que asiste a los cultos tradicionales y las iglesias en muchas ocasiones son comparables a tumbas que muy pocos visitan[8], según expresó el loco a quien Nietzsche le asigna revelar la nueva. Contrario a lo que este se imaginó que ocurriría, no se observan por ningún lado expresiones desesperadas sobre la ausencia divina. Los creyentes parecen haberse reconciliado con una fe liviana que no obliga a cumplir con doctrinas y ritos que en su día eran comunes, pero que hoy nos podrían alejar de una cotidianidad aparentemente laica en la que nos desempeñamos con concepciones de la realidad que nada tienen que ver con divinidades como las postuladas por el judaísmo, el cristianismo y el Islam.
Según adelantamos, el cristianismo es la religión con la que la mayor cantidad de personas se identifica. Le sigue el Islam, el cual llama la atención por la dinámica que experimenta en las últimas décadas, específicamente a partir de los años ochenta del siglo pasado. La secularización que hemos vivido en occidente en los últimos siglos allá en el oriente medio no se ha dado y en algunas sociedades de hecho se han establecido sistemas teocráticos que pocos vaticinaban que habrían de revivirse. Una vez más, parece que allí nadie se lamenta por la muerte de alguna divinidad. Igual que le ocurre al cristianismo, el Islam continúa creciendo a costas de religiones ligadas a cultos de la naturaleza. Aunque el cristianismo hoy tiene más seguidores (2.3 billones), se augura que el mahometismo (1.8 billones) le sobrepasará dentro de algunas décadas[9].
Habría que preguntarse si realmente en sociedades como la nuestra y en los Estados Unidos está creciendo significativamente el llamado fundamentalismo o si no se trata de comunidades que siempre han sostenido tales visiones, pero que ahora cuentan con mayor visibilidad a través de los medios de comunicación de nuestros días, lo que los ha llevado a ser cultivados por políticos conservadores que no necesariamente comparten sus concepciones. Según se sabe, las encuestas nos han revelado el peso clave que tuvieron en la elección de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos.
Tampoco se debe perder de vista a la hora de conversar sobre la supervivencia o desaparición de las religiones la importancia que tienen ya desde hace más de un siglo en occidente los acercamientos religiosos provenientes de oriente. Específicamente el budismo, que propiamente es una religión atea, es practicado por cada vez más personas en esta parte del globo; no así el hinduismo, profesado por 1.1 billón de seres humanos en aquella parte del mundo, ni el taoísmo practicado por 8 millones, ni el sintoísmo japonés[10], al que le son fieles tres millones.
El porcentaje de personas no identificadas con alguna religión llama la atención (1.2 billones). Representa un 16% de la población mundial, si bien parece estar destinado a la desaparición pues en este grupo mueren muchos más de los que nacen. En Europa, lugar al cual Nietzsche fundamentalmente se refería, entre el 2010 y el 2015 murieron seis millones más cristianos de los que nacieron, lo que también apunta a mediano plazo a la desaparición en Europa de esta religión y a la expansión y predominio del Islam, entre los cuales nacieron 2.3 millones más de posibles futuros creyentes que los que murieron. Si estos números permanecen todo indica que la creencia en la divinidad cristiana se reducirá significativamente, junto a los desafiliados, ateos y agnósticos que la han impugnado, pero la divinidad islámica se hará cada vez más importante[11].
III
Nada de lo que Nietzsche escribió sobre la muerte de Dios puede ser utilizado para plantear la veracidad o falsedad de alguna creencia o religión. Tampoco las cifras que hemos traído a colación muy someramente. Contrario a lo que se podría pensar, Nietzsche no se contradecía cuando por un lado escribía que si le mostraran a Dios, refiriéndose a la divinidad cristiana, creería menos en ella, mientras que por el otro se expresaba elogiosamente sobre ciertas creencias que él creía que fortalecían a aquellos que las postulaban. Dejándonos llevar por el modo en que maneja multiplicidad de asuntos, se podría inferir que al pensador alemán le interesaban sobre todo las condiciones materiales en las que, lo que fuera, pudiera medrar. Aborrecía la pequeñez, a menos que esta fuera una estrategia para llegar a ser más fuerte, pero también despreciaba la grandeza si esta no era el necesario desarrollo de quien la protagonizara. Criticaba con pasión el modo en que Saulo de Tarso había organizado el cristianismo (deus qualem Paulus creavit, dei negatio) porque le parecía que aquel Dios paulino deshonraba la sabiduría[12], mientras sostenía que “un pueblo que continúa creyendo en sí mismo continúa teniendo también su Dios propio”. “En él”, según Nietzsche, “venera las condiciones mediante las cuales se encumbra, sus virtudes, proyecta el placer que su propia realidad le produce, su sentimiento de poder, en un ser al que poder dar gracias por eso”[13]. Por lo mismo exclamaba: “¡Cuántos dioses no serán aún posibles”[14]!
IV
Las discusiones que hoy se dan sobre la existencia o no existencia de una divinidad lo hubieran dejado frío. El modo en que Richard Dawkins, el estudioso que ocupó la cátedra Charles Simonyi de Difusión de la Ciencia de la Universidad de Oxford y quizás el ateo más conocido a comienzos del siglo veintiuno, critica la religión y defiende el ateísmo no le hubiera agradado. Según este escribe, la religión está todavía respondiendo a interrogantes que le corresponden a las ciencias[15]. Esta apología de las ciencias naturales como mecanismo para dar con la verdad le hubiera parecido tan pretensiosa como insistir en la existencia de una divinidad a partir de la fe. Reconociendo que se valía de “un nuevo lenguaje” que le había llevado a “sonar extraño”, Nietzsche llega a plantear que “la falsedad de un juicio” no era para él “una objeción contra el mismo”[16]. Y sin embargo, en La gaya ciencia escribe sobre “la victoria del ateísmo científico”, describiéndolo como un “acontecimiento europeo global”[17]. Para esto, sin embargo, tiene una explicación, según veremos.
Desde El nacimiento de la tragedia, una de sus primeras obras, Nietzsche atiende lo religioso asumiendo ya la complejidad que caracterizará su reflexión en torno al asunto. Los griegos, según él, se habían inventado su religión para atender las terribles verdades que aquel maestro de Dionisio, Sileno, les recordaba. El sufrimiento y finalmente la muerte que acompaña toda vida llevaban a este a reiterarles que hubiera sido mejor no haber nacido. Los griegos, según Nietzsche, supieron sobreponerse a este pesimismo, pero no creando un paraíso al cual irían a descansar al final de sus vidas sino fraguándose unos dioses que le justificaban su existencia, fuera esta como fuera, “¡única teodicea satisfactoria”!, según exclamará[18].
La religión griega de la que brotaba, según él, una “indómita plenitud de agradecimiento” [19], le parecía que había llegado a su fin precisamente para la época en que Eurípides (480-406) y Sócrates (470-399) desempeñan roles importantísimos, uno como dramaturgo, el otro como filósofo, en el escenario cultural ateniense. La cultura que eventualmente prevalecerá, descrita como socrático alejandrina[20] por Nietzsche por razones evidentes, será resultado de sus respectivas aportaciones. La describe como fría y calculadora; a final de cuentas le parece irreligiosa. Ella se deshará de los mitos y naturalmente del arte mediante el cual estos se expresaban y de este modo viabilizará el desarrollo de un cristianismo que siempre le pareció a Nietzsche que no asumía la singular riqueza de lo religioso de la que se había valido la religión helena.
V
“Lo que venció al Dios cristiano”, o lo que llevó a la muerte del Dios cristiano, nos dirá Nietzsche, para la época en la que el loco la había proclamado, había sido lo que justamente también había terminado con los dioses olímpicos. Tras alabar la “honradez” del “ateísmo incondicional y sincero” de Arthur Schopenhauer, filósofo que influyó sobre todo en sus primeras obras, plantea que responsable de ello había sido “la propia moral cristiana, la noción de veracidad tomada en un sentido cada vez más riguroso, la sutileza de la conciencia cristiana…”[21]. Nietzsche, quien describirá al cristianismo como “negación de la voluntad de vida hecha religión” en la última de sus obras[22], no tiene problemas con reconocerle aportaciones que podrían describirse como valiosas. De hecho, describe a Jesús como un “anarquista santo”, “espíritu libre”, alguien que “ya no necesitaba, para su trato con Dios, fórmulas ni ritos”, que “sabe que únicamente con la práctica de la vida se siente uno ‘divino’, ‘bienaventurado’, ‘evangélico’, ‘hijo de Dios’ en todo tiempo”[23]. No se debe perder de vista, sin embargo, que su reflexión en torno a la muerte de Dios está en función de lo que él entiende que es la lógica interna del cristianismo, la cual, según su parecer, ha llevado la historia por un rumbo problemático, y que no toma en consideración la simpatía que en algunos de sus escritos, pero solo en algunos, expresa sobre Jesús.
La “verdad” que se podría identificar con el llamado a ser honesto de este “anarquista santo” sería responsable veinte siglos más tarde de la muerte de la concepción de lo divino que impulsó la Iglesia. Esta concepción también habría de impactar el anteriormente mencionado ateísmo científico. Este no se hubiera podido haber dado sin tal “noción de veracidad”. Que la Iglesia se construyera sobre “la antítesis de lo que fue el origen, el sentido, el derecho del Evangelio…” es descrito por Nietzsche como “una forma mayor de ironía histórico-universal”[24]. Pero llega a su fin cuando se da el ajuste de cuentas que Nietzsche cree que inicia con su propia reflexión. No es otra cosa lo que Heidegger pretende que ha llevado a cabo a través de su filosofía, con la diferencia, sin embargo, de que incluye a Nietzsche entre los que han reflexionado dentro de los linderos de la metafísica, en específico “dentro de la perspectiva de la idea de valor”. Es esta la razón por la cual “Nietzsche no alcanzó el centro propiamente dicho de la filosofía”, según Heidegger[25].
El asunto podría ser mucho más complejo. Es innegable que Nietzsche tiene momentos en los que piensa dentro de la tradición metafísica, justamente cuando hace planteamientos en torno a los valores, el superhombre y la voluntad de poder, entre otros, o cuando se vale de Zaratustra como portavoz, pero este Nietzsche, en primer lugar, tiene poco que ver con el que diagnostica el nihilismo hacia el final de su vida, que es el mismo que ve en Jesús un “gran simbolista”[26], y en segundo lugar es quien primero se atreve a criticar “la fe en un valor metafísico, en un valor en sí de la verdad”[27]. Nietzsche admite que “nuestra fe en la ciencia”, y en lo que fuera, me atrevo a añadir, “reposa siempre sobre una fe metafísica”[28].
No podía haber sido de otra forma. La “verdad del cristianismo”, según lo ha expresado con precisión Santiago Zavala, en estos tiempos “es la disolución del mismo concepto metafísico de la verdad”[29]. Pero ello no solo le aplica al cristianismo. Las repercusiones de aquella concepción de la verdad trascienden lo religioso. Ciertamente, la verdad como respuesta única a nuestras interrogantes, la verdad como razón, como racionalidad, como esencia, queda superada en el proceso que auspicia el cristianismo de pensar la realidad, pero como nos advierte el mismo Nietzsche, llegan hasta la ciencia. Platón y Aristóteles y la ontología que impulsaron, descrita más frecuentemente como metafísica en nuestra época, comparten la muerte del cristianismo en la medida en que también asumen la verdad como valor[30]. Pero ¿no la compartirán también, por la misma razón, el arte, la política y otros ámbitos importantes de nuestra realidad?
VI
Según hemos visto, Nietzsche remite la situación precaria por la que atravesará la llamada verdad en nuestra época al cristianismo, pero habría que ver si la dinámica no culminó precisamente porque desde fuera del cristianismo una tradición heterodoxa que pensó desde los márgenes hizo contribuciones valiosas. Si los pensadores, teólogos y filósofos, que constituyen la tradición cristiana a partir de cierto momento se hicieron cada vez más rigurosos y exigentes, ¿por qué no se iban a desempeñar igual y hasta más rigurosamente los que diferían de ellos? Me refiero por ejemplo a los que no se sintieron a gusto en la Ilustración, aquellos que rechazaron las concepciones de la razón que circularían tras las aportaciones de René Descartes.
Pero, ¿qué le queda entonces al cristianismo en un mundo en el que la verdad y desde luego su verdad se hace añicos? Zabala trae a colación que en la modernidad tanto la Iglesia Católica, nos imaginamos que a partir de encíclicas decimonónicas que buscan estar presente en los debates puntuales de entonces, y la ciencia (science sin más) intentaron prevalecer como única fuente de verdad. Pero en nuestra época (postmodern condition), alega, ya esto no es posible. ¿Qué viene entonces de acuerdo a Zabala en un ambiente en el que la hermenéutica ha asumido un rol central en toda reflexión crítica, herencia igualmente nietzscheana? Su respuesta al final de su texto apunta hacia una práctica, hacia la esperanza de que “algún día la solidaridad, la caridad y la ironía se conviertan en la única ley”[31]. ¿Pero es esto lo que Nietzsche hubiera respondido?
Por su lado y en el mismo texto, el filósofo italiano Gianni Vattimo escribe que “la verdad del cristianismo actual es el nihilismo postmoderno[32]. Ciertamente esta expresión nos parece que describe más adecuadamente lo que el pensador alemán hubiera respondido a la interrogante. Desde luego, lo que Nietzsche escribe en su ensayo “Sobre verdad y mentira” nos debe alertar a no tomarle muy en serio. “Ser veraz,”, escribió allí, “es… utilizar las metáforas usuales”. Los seres humanos, nos dice, mentimos “de acuerdo con una convención firme… de acuerdo con un estilo vinculante para todos”[33].
¿Pero al aceptar que mentimos no se plantea un tipo de verdad? Si es así, quizás lo que convenga sea insistir en que en tiempos de la muerte de Dios ya la verdad no debería ser nuestra máxima preocupación. Es posible que no lo sea, desde que aquel loco anunció dramáticamente la muerte de Dios, evidenciando que ya de hecho se podía vivir sin ella. ¿Será esto lo que significa el nihilismo que Nietzsche diagnosticó y al que Vattimo hace referencia? ¿O, contrario a lo que Nietzsche parece habernos sugerido, todavía debemos seguir reflexionando sobre la verdad con la esperanza de finalmente dar con ella para de ese modo poner en su sitio a los que no están de acuerdo con lo que pensamos?
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[1] Ver Colomer, Eusebi, Dios no puede morir, una aproximación histórico-crítica a la teología radical, Barcelona: Editorial Nova Terra, 1970, p. 39 ss.
[2] Nietzsche, Friedrich, La gaya ciencia, Madrid: M.E. Editores, 1995, aforismo 125, p. 139.
[3] Ibid.
[4] Nietzsche, F., Más allá del bien y del mal, Madrid: Alianza, 1973, p. 19.
[5] http://www.atheistrepublic.com/tables/top-50-atheist-countries
[6] Ver http://www.pewresearch.org/fact-tank/2017/04/05/christians-remain-worlds-largest-religious-group-but-they-are-declining-in-europe/
[7] Weber, Max, El político y el científico, 3ra. edición, Madrid: Alianza, 1972, p. 200.
[8] Claro que hay excepciones: aquellas que están abarrotadas de turistas.
[9] Ver otra vez http://www.pewresearch.org/fact-tank/2017/04/05/christians-remain-worlds-largest-religious-group-but-they-are-declining-in-europe/
[10] http://www.pewforum.org/2012/12/18/global-religious-landscape-other/
[11] http://www.pewforum.org/2017/04/05/the-changing-global-religious-landscape/
[12] Nietzsche, F., El Anticristo, Madrid: Alianza, 1973, pp. 82 y 83, aforismo 47.
[13] Ibid., p. 40, aforismo 16.
[14] Nietzsche, F., La voluntad de poder, 6ta. edición, Madrid: EDAF, 2008, pp. 661 y 662, aforismo 1031.
[15] Dawkins, R., Silence in the Soul, London: Penguin Random House UK, Black Swan, 2018, p. 268.
[16] Nietzsche, F., Op. cit., p. 24.
[17] Nietzsche, F., La gaya ciencia, Op. cit., aforismo 356, p. 236.
[18] Nietzsche, F., El nacimiento de la tragedia, Madrid: Alianza, 1973, p. 53.
[19] Ibid., p. 77.
[20] Ibid., p. 163.
[21] Nietzsche, F., La gaya ciencia, Op. cit., aforismo 357, p.237.
[22] Nietzsche, F. Ecce homo, Madrid: Alianza, 1978, p. 118, aforismo 2.
[23] Nietzsche, F., El Anticristo, Maldición sobre el cristianismo, 2da. edición, Madrid: Alianza, 1975, aforismos 27- 32 y 33, pp. 55 – 67.
[24] Ibid., aforismo 36, p. 66.
[25] Heidegger, M., Introducción a la Metafísica, 3ra. edición, Buenos Aires: Editorial Nova, 1972, p. 234.
[26] Nietzsche, F., El Anticristo, Op. cit., p. 64, aforismo 34.
[27] Nietzsche, F., La genealogía de la moral, Madrid: Alianza, 1972, p. 174, aforismo 24.
[28] Ibid.
[29] Ver Zabala, Santiago, “A Religion Without Theists or Atheists” en Rorty, Richard y Vattimo, Gianni, The Future of Religion, Edited by Santiago Zabala, New York: Columbia University Press, 2005, p. 14.
[30] Nietzsche, F., La genealogía de la moral, Op. cit., p. 175, aforismo 24.
[31] Zabala, Santiago et al, Op. cit., p. 18.
[32] Ibid., p. 47.
[33] Nietzsche, F. y Vaihinger, Hans, Sobre verdad y mentira, Madrid: Tecnos, 1990, p. 25.