Caribe adentro
El sol pica, 90 grados Farenheit, pero hay brisa buena. El carro público queda en las calles del mercado donde cientos de puestos destartalados pero abundantes ofrecen anón, mangó, maracuyá (parcha), mamoncillo (quenepa), guamas, guanábanas, corazón, níspero, caimito, pitahaya, guineos, plátanos, carne de chivo, pescado, hamacas, textiles, sandalias, celulares, i-phones chinos clonados que la gente llama “i-chon”, en fin, se vende de todo. Completamos el cupo del carro, a 4,000 pesos cada pasajero. Dejamos atrás el gentío y el casco urbano. La carretera atraviesa un llano costero sin fin, con bosque seco de arbustos bajos; trupillo, dividivi, cactus, manzanillo, uvito, mangle, algún flamboyán. Una pasajera negra nos regala quenepas, nosotros le regalamos mangós. Todos comemos las frutas sin conversar. Una carreterita estrecha nos desvía hacia el poblado de casitas hechas de materiales mixtos, ladrillo, madera, zinc, hundidas en la arena y casi escondidas entre los arbustos. Otro camino sin pavimentar nos conduce a la playa. Mirando la orilla hay dos cobertizos de penca de palma, muy frescos, con mesas y sillas plegables. Son restaurantes. Tras la vegetación y los cenagales al fondo están las rancherías y comunidades wayuu. Cada ranchería alberga una familia extendida y se oculta de sus vecinas por la distancia y los arbustos. Kevin, el mesero, concierta con Arístides, el boga, para que después de comer nos lleve en su cayuco por la laguna. Kevin, ya divorciado, tiene 25 años y un hijo. Arístides tiene 20 y una hija. Mientras comemos se acercan Yeison y Lucía Fernanda. Él tiene 6 años, ella 4. Dicen que andan por ahí. Lucía Fernanda se sienta en la arena y con ella se dedica a taparse las piernas hasta la cintura. Yeison nos pide 1,000 pesos. Le decimos que no damos dinero. Los invitamos a compartir en nuestra mesa el arroz con camarones. Yeison dice que él no, que mejor coma Lucía Fernanda. Él sólo quiere una soda. No son parientes de Kevin ni de Arístides. Tampoco son hermanos. Nos cuentan que hablan español y wayuunaiki. Aseguran que asisten a la escuela por la mañana, claro, que no están faltando a clases. Las clases son en wayuunaiki y en español, pues claro, dicen. En un aparte, Kevin, el mesero, nos cuenta los problemas de Lucía Fernanda, usando palabras de trabajador social. Dice que la familia de ella vive ahí atrás en la ranchería más cercana al restaurante, por ahí entre los arbustos. Que la niña es wayuu porque la madre es wayuu y de la madre viene la identidad, claro; y que el padre es negro. Que es una familia “disfuncional”. No comentamos. Mientras tanto Lucía Fernanda ha terminado su plato.
Para llegar al cayuco seguimos a Arístides entre casitas de pescadores que dan a la ciénaga Navío Quebrado y a la Laguna Grande. Arístides nos dice que su canoa azul está hecha de una sola pieza, de un tronco enorme, de “una madera muy, muy buena” cuyo nombre de pronto se le olvida. El mástil es de caracolillo, recuerda. La vela está cosida con tela de costal o saco. La embarcación parece una piragua caribe. Navegamos por una laguna extensa donde sólo se escucha la brisa fuerte y los pájaros: pelícanos, ibis rojo, ibis rosado, garza blanca, rastrillo, pato buzo, tordo, flamenco y otros que Arístides nos va señalando y nombrando. En esa zona vivían los guanebucanes, pueblo de la familia arawak que se dedicaba a sembrar, pescar y navegar por las desembocaduras de los ríos y la orilla del mar. Las incursiones españolas los desplazaron hacia la Sierra Nevada de Santa Marta, donde se dice que se unieron a los kogui. Luego se establecieron los wayuu, quienes nunca fueron conquistados por los españoles. Allá lejos ruge el mar Caribe rompiendo contra el banco de arena que resguarda la laguna. Pronto nos alcanza otro cayuco más veloz. Es verde. Lleva dos pasajeras y lo conduce, como el nuestro, un joven boga de Camarones. Se arriman. Nos saludamos. Arístides y el otro boga conversan animadamente en voz alta, de embarcación a embarcación. Navegan apareados. Los pasajeros de uno y otro cayuco permanecemos callados, mirando. Los dos jóvenes bogas hablan en wayuunaiki. El wayuunaiki suena como el japonés. Están contentos de encontrarse. De pronto el otro boga dice en español bien claro y alto: “Esto sí que es lo real, hermano, un pedazo de realidad verdadera de verdad”. Y rompe a reírse junto a Arístides. No paran de reírse a carcajadas. Se doblan de la risa. No entendemos el chiste. Luego emprendemos el regreso. El viento infla las velas de tela de costal. Un cayuco azul sigue a otro cayuco verde.(El corregimiento de Camarones pertenece al municipio de Riohacha, capital de la Guajira colombiana, península del tamaño de Puerto Rico proyectada hacia el mismo centro del Caribe, donde habita una población indígena caribeña que nunca fue conquistada y hoy día forja una literatura.)