Casuísticas de la elección de Trump
La elección a la presidencia de los EEUU de Donald J. Trump ha tomado por sorpresa el establishment liberal-bien pensante de esta nación. En los bastiones del liberalismo norteamericano, indignación y ansiedad, miedo y pesadumbre, han imperado desde que presenciaron en la noche del martes 8 de noviembre de 2016 como todas las proyecciones y pronósticos se desvanecían y la restauración Clintoniana se evaporaba frente a los ojos desazonados de sus seguidores. Pero no solo los liberales y partidarios del Partido Demócrata han sucumbido a una suerte de duelo colectivo, especialmente en centros urbanos como la ciudad de Nueva York. El tono de la campaña electoral ha sido tal que muchos inmigrantes, así como otras comunidades tradicionalmente estigmatizadas en los Estados Unidos, se han sentido muy vulnerables y atemorizados por la elección y eventual asunción de Trump a la presidencia. Ansiedad y miedo que además de entendible resulta conmovedora, pues evidencia los grados de vulnerabilidad que definen a muchos ciudadanos y grupos marginados, excluidos e injuriados.
Este miedo, sin embargo, ha sido en gran medida fomentado por la forma en la que Hillary Clinton corrió una campaña principalmente anti-Trump, cuyo efecto neto ha sido adjudicar mayor coherencia a una cadena de aseveraciones, muchas ad hoc, que siempre fue sumamente errática y contradictoria. Indudablemente, la retórica violente de Trump durante la campaña, junto al elitismo liberal y su consabida propensión al moralismo y respuestas melodramáticas sobrecargadas de afecto, ha creado un clima de miedo y tensión que limita la posibilidad de un ajuste de cuentas sobrio y realista sobre las implicaciones posibles de este evento. Por el contrario, desde la perspectiva del liberalismo militante, persecución, violencia y autoritarismo se asumen ya como un resultado inevitable, como forgone conclusions; como consecuencias inmediatas e inherentes a lo que los sectores del establishment liberal han llamado una “nueva era.” Una “era” que consiste, según sus proponentes, en nada menos que la peor pesadilla hecha realidad: el advenimiento de un “populismo” proto-fascista al poder, y, por extensión, la inauguración de un verdadero nuevo orden en el cual la elección de Trump representa un nuevo Rubicón.
Pero al igual que la euforia e idealización de Obama resultó ser hiperbólica y virtualmente sin base alguna en la realidad, la pesadumbre apocalíptica e histérica sobre la presente elección es la otra cara de la versión liberal de la política despolitizada que caracteriza el universo ultra-capitalista de las democracias liberales del Atlántico Norte. Ante esto, se podría especular que el analfabetismo político inherente a la política despolitizada que impera en los EEUU, o una creencia tácita en la idea de progreso combinada con una forma igualmente tácita del amour propre estadounidense que ha sido históricamente constitutivo de distintas expresiones de la ideología del “excepcionalísimo americano,” explica la reacción impresionista por parte de muchos ciudadanos entre los cuales se encuentran muchos que han mostrado en innumerables ocasiones ser capaces de un análisis crítico, discerniente y mesurado.
Independientemente de si este es o no el caso, el resultado de la reciente elección crea interrogantes tanto analíticas como políticas que la reacción liberal, elitista y bien pensante, refleja pero que en su petulante impresionismo completamente distorsiona. Entre éstas quizás las más apremiantes son las siguientes: ¿Cuáles son las determinantes principales de esta elección? ¿Qué realmente significa la victoria de Trump y la derrota de Clinton desde una perspectiva que toma en consideración las oscilaciones del péndulo político norteamericanos desde los noventa? ¿Cuáles son, realistamente, las consecuencias previsibles de esta elección? Ante estas interrogantes, es necesario esbozar respuestas más allá del tono apocalíptico imperante y plantear como, desde la derrota, se puede confrontar sobriamente sus determinantes históricas, políticas y sociológicas. Es por lo tanto necesario poner la elección en una perspectiva equilibrada y realista. A continuación ofrezco unas anotaciones tomadas en el momento que, como tal, están sujetas a ser alteradas o tachadas.
Dentro de las reacciones iniciales tanto en la prensa como en los medios sociales el racismo de una minoría blanca venida a menos ha sido la explicación preferida para dar cuenta del resultado de la elección: un revanchismo violento de parte de la clase media blanca-no-educada (o mal-educada) contra el multiculturalismo, así como un rechazo visceral a la idea de que una mujer ocupe la presidencia. Si bien es cierto que en una formación social con la particularidades históricas de la norteamericana, con orígenes en un colonialismo de asentamientos y su subsecuente desarrollo como sociedad esclavista, el racismo continua siendo amplio y común entre muchos sectores – no solo entre los blancos, pues hay racismo dentro de las minorías que se desplaza a través del espectro ideológico – adjudicarle la victoria de Trump al revanchismo de la clase media blanca resulta superficial y altamente presuntuoso a la luz de la evidencia existente.
Solo basta con considerar, a modo de ejemplo, el simple hecho que dentro de los swing states que le dieron la victoria a Trump, se encuentran estados– Iowa, Pennsylvania, Wisconsin –en donde Obama triunfó tanto en el 2008 como en el 2012. Más importante aun, no solo el número real de votantes entre 2012 y 2016 resulta básicamente comparable, sino que porcentualmente hubo mayor participación en el 2012 que en el 2016; y, finalmente, tanto real como porcentualmente ambas elecciones quedan decididamente por debajo de la participación electoral registrada en el 2008, año en el cual Obama fue electo en una elección que registró un mayor número de votantes que su vez constituyeron un 62% del electorado, un porcentaje significativamente más alto que el 57% de la presente elección. Finalmente, como registraron varias sondeos llevados a cabo el día de las elecciones (exit polls), muchos de aquellos que votaron por Trump votaron en el 2016 habían votado por Obama en el 2008 y el 2012. Obama cuya raza y origen, así como su nombre, ha sido consistentemente atacado por sectores racistas muy recalcitrantes, ganó ampliamente en estos estados.
Este cambio súbito, de un cuatrienio a otro, a todas luces responde a una consciencia rural de sectores de la población que han sido altamente vulnerables a las convulsiones causadas por la globalización y cuyos reclamos han sido ignorados por las elites neoliberales que han dominado el Partido Demócrata desde los noventa.[1] Ante esta realidad, discursos anti-establishment que reflejan sus reclamos – por ejemplo: mientras Obama empujaba el TPP a todo vapor, a pesar de la fuerte disidencia de Demócratas como Elizabeth Warren, Trump hablaba de eliminar NAFTA – tienen mayor tracción en este sector importante de la población norteamericana. Esta retorica de corte anti-neoliberal – crasamente insincera; una de sus múltiples instrumentalizaciones – junto a la manera en que Trump desafió y provocó las normas y dogmas del consenso bien pensante asociado con las elites liberales, tuvo resonancia en sectores que están lejos de compartir su retorica jingoísta, racista y xenofóbica. Y este sector es el que a todas luces resultó ser decisivo para su victoria.
2.
Por otra parte, si se reflexiona fuera de los parámetros elitistas que caracterizan el sector liberal estadounidense, y su tendencia a moralizar y caricaturizar a sus oponentes, resulta eminentemente inteligible que la derrota de Hillary Clinton ha sido el resultado de sus debilidades objetivas como candidata y de su récord como actor político en puestos y posiciones de poder, y no es resultado de una vena misógina que hace impensable elegir una mujer a la presidencia de los EEUU.[2] Pues no solo los sectores más recalcitrantes de los EEUU han contemplado la elección figuras como Sarah Palin al más alto cargo, sino que no hay evidencia convincente, cualitativa o cuantitativa, que valide esta contención. Que la misoginia y el sexismo existe en la formación social norteamericana es indudable, pero que esta haya sido una determinante crucial en el elección de Trump resulta ilusorio. Considerar esta variable como determinante en esta elección es el resultado de la auto-satisfacción tan característica del elitismo constitutivo del liberalismo norteamericano en sus versiones metropolitanas.
Asimismo, asumir que no fueron las debilidades reales y objetivamente constatables de Hillary Clinton como candidata, sino el ser mujer la razón de su derrota, tiene el efecto de revindicar su crasa instrumentalización del gender card. La naturaleza puramente instrumental y oportunista del feminismo faux de Clinton debería resultar tan evidente como su banal multiculturalismo, el cual ha sistemáticamente desplazado el lenguaje de la igualdad y, consecuentemente, sancionado la persistencia e intensificación de la desigualdad política, social y racial.[3] En ninguno de los casos – multiculturalismo y feminismo – su retórica se ha traducido en acción política concreta para transformar, aunque sea módicamente, las condiciones de existencia de las poblaciones y grupos que designa. Asimismo, validar la filfa que sostiene que la derrota de Clinton fue el resultado de la misoginia de la clase media blanca americana valida tácitamente una de las ideologías más vacuas del liberalismo norteamericano: la ideología del primero.
Esta ideología, tan americana como el apple pie, celebra el primero que rompe esta o aquella “barrera:” el primer negro en el beisbol; el primer negro en la Casa Blanca; la primera latina en la Corte Suprema, etc. Ideología cuya vacuidad debería de haber hecho evidente la elección de Obama: con ocho años en la presidencia, el JFK multicultural hizo muy poco – mucho menos que el tejano LBJ – por la comunidad negra y su presidencia no se traducido en mayor beneficio concreto para esta comunidad: bajo su presidencia, se estima de que 1 de cada 5 hombres negros han tenido que lidiar con algún tipo de encarcelación, mientras que los índices de pobreza y desempleo dentro de esta comunidad han continuado sin disminución significativa. Incluso cuando la violencia policiaca en contra de los negros se recrudeció bajo su administración, su respuesta ha sido una versión de restaurar un “tono moral” que en su desfallecida ingenuidad evoca las conocidas palabras de Rodney King – “Can we all just get along?” – lo cual simplemente acentúa lo poco que materialmente su presidencia ha significado para las condiciones concretas e inmediatas de las minorías raciales del país. A diferencia de Rodney, quien habló como ciudadano mascado e impotente, el tono moral de Obama, el Executioner-in-Chief, resulta afectado, perogrullesco.[4]
En su voluble percepción de cambio y progreso, esta ideología del primero ocluye la persistencia de discrimen y desigualdad, crea espejismos que validan el individualismo desafiliado neoliberal e invita a la aquiescencia con mitos de movilidad que perpetúan el status quo. En vez de celebración, esta ideología invita a parafrasear las palabras de Bertolt Brecht en Vida de Galileo: “pobre del país que necesita primeros.”
La mejor lección de cómo tomar las promesas de Trump es simplemente constatando el récord de Obama y las promesas de este último durante su campaña electoral en el 2008. A pesar de las promesas de cambio, lo que la gran mayoría de los afectados por la crisis del 2008 experimentaron fue menudo (short change). En la reciente elección, el rechazo a una élite liberal, cuya estirpe Hillary Clinton encarna a la perfección, se combinó con un hastío a un establishment político que consistentemente confabula con el poder corporativo en una economía capitalista definida por el régimen de acumulación neoliberal, típicamente amañada en favor de los ricos y poderosos.
La gran y triste ironía es que es un político como Trump, quien objetivamente es parte del problema y no la solución, capitalizó efectivamente sobre este descontento y prestó atención a sectores que las élites liberales han abandonado o cuyo apoyo han dado por sentado. Pero como varios intelectuales como E. P. Thompson, Sheldon S. Wolin y Fredric Jameson han señalado repetidamente: aunque de forma distorsionada, estos reclamos tienen un gran momento de verdad y es un error político fatal subestimarlos o desatenderlos. Su dimensión política real debe ser ponderada de forma sobria y crítica, sin vituperaciones o moralismos. Aunque ocasionalmente altamente miope y extremista, estos sectores rurales históricamente han sido críticos feroces de las transformaciones más deplorables del estado capitalista norteamericano. La demonización e injuria de este sector, el cual efectivamente constituyó la determinante decisiva de la victoria de Trump, y no los llamados Trumpistas del corazón del rollo, solo contribuye a confirmar el elitismo del liberalismo y así validar y recrudecer su sentido de enajenación.
Igualmente, aunque es claro que en el corazón del rollo de su base política se encuentran racista y xenófobos, hay muy poca evidencia de que Trump haya envalentonado el racismo en los EEUU, sino que todo apunta a que su retórica hizo el racismo persistente en esta nación más visible en un discurso público que lo había desautorizado. Lejos de conjurar un racismo que ya casi no existía, o que estaba latente, la elección de Trump simplemente ha hecho visible y patente dinámicas, estructuras y discursos, que siempre han estado ahí pero que en la normalidad del status quo han sido invisibilizados. Además, tanto la invisibilidad previa como el llamado “resurgimiento” del racismo tienen mucho que ver con el abandono de los sectores liberales de centro e izquierda del compromiso con la igualdad racial y la sustitución de estos ideales por un discurso banal de la Diversidad (pues a diferencia de “igualdad” o “libertad,” “diversidad” es una categoría políticamente indeterminada). Solo si tácitamente se asume un ideario de progreso histórico, se puede asumir que el racismo ha sido derrotado de una vez por todas; y solo si también se asume que el problema es uno de “actitud” y “creencia,” y no de corte económico y estructural, se puede asumir que el reto es simplemente educativo y de lo que se trate es de vigilar y controlar su expresión sin atender su contenido estructural real.
Entendida dialécticamente, sin embargo, la “reaparición” del racismo en la esfera pública podría tener un efecto políticamente beneficioso. No porque su expresión publica sea políticamente saludable en si misma. Evidentemente, no lo es; sino en tanto y en cuanto la expresión de su persistencia crea la posibilidad de confrontarlo y derrotarlo más efectivamente. Pues su “reaparición” contribuye a desmontar la ilusión de que combatir el racismo consiste en silenciar su expresión en nombre de una concepción liberal de lo políticamente correcto, y a desacreditar la fatuidad de la ideología del primero. Políticamente, es preferible que el racismo sea frontalmente confrontado, debatido y derrotado sin moralismos y eufemismos. Una de las virtudes políticas de las batallas por igualdad y derechos civiles de la segunda mitad del siglo XX fue precisamente la confrontación abierta con el racismo, sin intento de meramente silenciarlo para que nuestros hijos e hijas no se enteren de las realidades del orden social en el que viven. Todo lo contario, porque lo confrontaron, y derrotaron a sus proponentes, se lograron reivindicaciones concretas que si mejoraron las condiciones sociales concretas de muchas mujeres y hombres históricamente considerados fuera de la blancura anglo-sajona.
4.
La retórica brutalmente jingoísta y reaccionaria de Trump tiene amplio precedente en el conservadurismo norteamericano. Y en todas las ocasiones los sectores bien pensantes han proclamado a sus portavoces como la personificación de un extremismo sin precedentes –Goldwater, Reagan, Gingrich. E invariablemente, como el caso de Reagan, quien gozó de un mandato electoral muy superior al de Trump, demuestra, la brecha entre retorica y acción es ancha. Brecha que históricamente ha significado que los puristas resulten decepcionados. Esto no quiere decir que las políticas no van a tener consecuencias series, inclusive nefastas, para muchos. De lo que se trata es de contextualizar el fenómeno Trump y así evitar la hipérbole que ocluye e incapacita una comprensión de las continuidades y discontinuidades en el campo político norteamericano.
Por consiguiente, lejos de representar un cambio estructural radical al orden político estadounidense, la elección de Trump consiste en una confirmación del movimiento hacia la derecha que caracteriza el periodo actual en el Atlántico Norte. Y no hay que recurrir a la hipérbole o al impresionismo para conjeturar sobre el posible impacto de esta elección. No solo es previsible que se repela el Obamacare, sino que se acentuará y profundizará un régimen de impuestos para beneficios de los ricos y del capital corporativo; ambos ítems típicos de la ideología del Partido Republicano.[5] Asimismo, es posible prever una consolidación de la militarización de la policía, especialmente dada la ominosa presencia de Rudy Giuliani en el círculo intimo de Trump. Y lo que resulta aun más alarmador a nivel estructural, es el previsible recrudecimiento del negacionismo frente al cambio climático. Resumidamente: es con respecto a Obamacare, recorte de impuestos y la promesa de la presente administración de adherirse a los acuerdos de Paris, en donde la agenda de Trump va a manifestarse inicialmente y de forma más contundente. Todos desarrollos deplorables desde un punto de vista de izquierda; pero todos sumamente típicos de la derecha norteamericana. Más allá de estos ítems, Trump es una figura enigmática aunque comparable con Berlusconi y Sarkozy. Como Reagan, un recipiente vacío cuyo contenido oscila dependiendo el momento; y esto es una navaja de doble filo, como el Reganismo demostró.
Pero si hay algo que resulta inequívoco es como, al igual que todos sus predecesores, Trump va a confrontar los imperativos institucionales y partidistas, así como el llamado “gobierno permanente” que es la burocracia de Washington, que inevitablemente refrenan y transforman las agendas de los gobernantes de una republica cuya constitución esta congelada en el tiempo. Y ni hablar de los imperativos inherentes al módico de autonomía estructural del estado capitalista americano. Por último, la constante vacilación, contradicciones y cualificaciones, con respecto a sus pronunciamientos más terribles solo acentúa la brecha que irremediablemente existe entre la retorica y la acción. Ante estas realidades es posible asumir que su promesa de construir una muralla entre México y los Estados Unidos es menos plausible que la promesa de Obama de cerrar Guantánamo. Ocho años después, Guantánamo continua operante.
5.
Irónicamente, una de las consecuencias dialécticas más clara de la elección de Trump constituye un bálsamo para la izquierda norteamericana: la derrota de la dinastía Clinton y el elitismo del liberalismo que ésta personifica. Arquitecta de la consolidación del régimen de acumulación neoliberal en los noventa, ésta se ha cargado toda iniciativa de mover el Partido Demócrata hacia una política publica genuinamente de izquierda basada en un compromiso con la igualdad de corte social demócrata, y esto sin hablar de la forma crasa en que se manipuló las primarias demócratas para derrotar el socialismo democrático defendido por Bernie Sanders.
En términos históricos y políticos, sin embargo, son muy pocas las victorias y derrotas que son definitivas. Ante esto, tomar una medida ponderada del reto que la asunción de Trump a la presidencia presenta, y organizarse efectivamente en contra su administración, requiere de una mirada sobria a las determinantes cruciales de la elección Trump y la derrota de Clinton, sin moralismo, impresionismo o fatalismo. Esto es precondición de cualquier resistencia efectiva y de la eventual derrota de la visión que él efectivamente representa.
[1] Véase al respecto Katherine Cramer Walsh, “Putting Inequality in its Place,” American Political Science Review 106 (August 2012): 517-532. Cf. Tom Mertes, “A Republican Proletariat?” New Left Review 30 (November-December 2004): 37-47.
[2] Esto, por supuesto, dejando a un lado el fuerte sesgo anti-democrático del sistema electoral de los EEUU. Tanto el “colegio electoral” (Electoral College) como el “escrutinio mayoritario uninominal” (First-past-the-post) distorsionan profundamente el mapa electoral del país. Sin embargo, resulta sintomático del cinismo del liberalismo norteamericano el que solo cuando su candidata pierde las elecciones debido a un mecanismo que ellos han sancionado y del cual se han beneficiado – el colegio electoral – éste es cuestionado. Si bien ahora se contempla debatir su efecto distorsionador y profundamente anti-democrático, tocar las reglas de corte oligárquico que definen el escrutinio mayoritario continua siendo impensable.
[3] Sobre como el discurso multicultural se tradujo en un abandono del compromiso por la igualdad racial bajo Bill Clinton, ver Claire Jean Kim, “Clinton’s Race Initiative,” Polity 33 (Winter 2000): 175-197. Cf. Walter Benn Michaels, The Trouble with Diversity (New York: Metropolitan, 2006), passim. Uno de los efectos de la invocación del multiculturalismo y le diversidad en los EEUU ha sido el precisamente despolitizar reclamos asociados con el activismo político de los sesenta y setenta al refundirlos en términos identidad étnica-cultural y así diluir sus reclamos de inclusión e igualdad en términos de equidad y diferencia cónsonos con el neoliberalismo y su desublimaciones.
[4] En este rol, que también le ha ganado el mote de Lord of the Drones, Obama intensificó el asesinato por drones a un ritmo que durante su primer cuatrienio promedió una ejecución cada cuatro días – un ritmo diez veces mayor que durante la presidencia de Bush Jr. Como ha demostrado Mark Mazzetti, para Obama el asesinato, incluyendo ciudadanos estadounidenses, es preferible a la tortura – véase The Way of the Knife (New York: Penguin, 2013), passim; Perry Anderson, American Foreign Policy and its Thinkers (London: Verso, 2015), 133ff. Y, como Anderson ha señalado, si es necesario torturar, la administración Obama simplemente le cede la tarea a aliados fiables.
[5] Hay que recalcar, sin embargo, que además de los limites conocidos el Obamacare dista mucho de ser un plan de salud universal – aproximadamente 30 millones de personas quedan fuera de éste – y también ha consistido en una bonanza para las corporaciones farmacéuticas y las aseguradoras. Véase la discusión y evidencia presentada en Perry Anderson, “Homeland,” New Left Review 81 (May-June 2013): esp. 21-22.