Catástrofe y animación en el cine alternativo cubano
Un escritor ha perdido su lugar en la ciudad. En realidad no queda claro si alguna vez lo tuvo. Nos topamos con él en La escritura y el desastre (2007), largometraje de ficción de Raydel Araoz. El personaje se llama Raydel, como el director. De hecho, durante la película, el personaje escribe un guión para cine titulado La escritura y el desastre, como el propio título del filme. Pero nos equivocaríamos si buscáramos allí, en las coincidencias del nombre o en la porosidad entre la vida y el cine, un ensayo personal, un correlato autobiográfico que nos permita cómodamente seguirle la pista al saltarín personaje de esta película de peripecias y accidentado recorrido urbano.
Raydel Araoz es un asiduo inventor de ficciones. Sus ficciones devoran cualquier relato, incluida su propia autobiografía. Sus ficciones son incluso capaces de devorar las autobiografías de sus amistades. Como su personaje, Raydel es cineasta y escritor. Es autor de dos notables libros de ficciones, El mundo de Brak (2000) y Réquiem para las hormigas (2008), relatos que también ponen de relieve, como La escritura y el desastre, el destino de la interpretación, el desciframiento de los signos y de las señales entre las ruinas.
¿Cómo se lee a la luz del desastre? Digamos, de entrada, que ambos, Raydel y su personaje, el protagonista de la película, son lectores de Maurice Blanchot, estimulante novelista y filósofo francés, autor de un libro titulado, no faltaba más, La escritura del desastre (1980). Ambos, realizador y protagonista se preguntan, como también lo hacía Blanchot, sobre los efectos de la catástrofe en el pensamiento. Sobre la catástrofe del pensamiento.
Por el reverso de aquella trama oscura, Raydel Araoz investiga en sus películas, como el propio Blanchot en su libro filosófico, el potencial emergente de las formas fragmentarias, la fuerza creativa de los modos discontinuos de narrar la catástrofe. Es como si Raydel Araoz nos dijera: si la catástrofe deshace todo lo estable, ¿por qué habríamos de remendarla? Es muy probable que la experiencia del desastre sea inseparable del problema de sus formas, es decir, de la pregunta sobre cómo narrar la catástrofe, sobre todo si aceptamos que la fuerza aniquiladora del desastre, o del trauma que produce, es un límite a veces infranqueable de la posibilidad misma del relato. Acaso una de las tareas del arte moderno, incluido el cine, sea dar cuenta de ese límite.
Está claro: Blanchot nunca tuvo que escribir sobre la catástrofe en un taxi habanero. Me refiero al taxi destartalado en que Raydel, el personaje, escribe un guión titulado La escritura y el desastre. Como dice otro de los personajes, el chofer del taxi que transporta a Raydel entre los puntos de su recorrido por la ciudad en ruinas, “Nada de esto hubiera pasado si La Habana tuviera un Sena como el de París que atravesara la ciudad en verano, y no un Almendares cochino y negro”. La Habana tiene su innavegable Almendares donde no hay que exagerar el horizonte de pertinencia de la lectura de Blanchot, aunque su dislocación produce en la película de Araoz efectos narrativos y dramáticos relevantes. No cabe duda que ese irónico desfase o dislocación de la filosofía europea es uno de los efectos de la lectura que Raydel Araoz transforma en motor de su relato sobre la lectura a la luz del desastre.
La película de Raydel Araoz sería meramente una exploración más de las ruinas de la ciudad y del desplome de sus grandes relatos del futuro –una instancia más del exotismo del desgaste socialista que ha proliferado en el cine y en la literatura cubana desde Sed, Madagascar, Fresa y chocolate o los cuentos de José Antonio Ponte-, si no fuera porque el choteo, la jodedera, produce allí un excéntrico punctum jovial que pone la gravedad de la filosofía y el culturalismo occidental en su sitio. La voz en off del joven escritor, el protagonista del filme, no disimula la inflexión filosófica o literaria de su discurso sobre la “biblioteca en ruinas”, para usar la memorable frase con que el crítico uruguayo Hugo Achúgar designó la crisis de la cultura literaria y de los modelos de interpretación que se desprendían de la autoridad culturalista.
Raydel Araoz asume el gran reto de hacer una película que entrama una discusión de ideas sobre la crisis de la lectura y de la interpretación, es decir, dos cuestiones fundamentales del quehacer teórico y filosófico contemporáneo, pero lo hace mediante la detonación de la agudeza del choteo como una fuente no solo de «comic relief», sino de inspiración del diálogo y de las peripecias mismas de la narrativa.
La escritura y el desastre despliega las ocurrencias de la imaginación fílmica del realizador independiente, sus recursos narrativos y dispositivos técnicos. La película exhibe con desenfado las estrategias de sobrevivencia de un inventor de ficciones que trabaja bajo las apremiantes condiciones de producción de una precariedad notable.
Su trabajo con las zonas descartadas del orden normativo de la filosofía, el cine y la literatura desborda cualquier marco institutional, así como cualquier lógica de mercado, dándole una dimensión imprevista, nueva. a la idea del «cine pobre» acuñada hace años por Humberto Solás. Sus personajes ciertamente habitan el mundo de la pobreza, pero no habitan los dramas habituales de la pobreza, no la encarnan según el molde de los consabidos relatos de la carencia, la mortificación, la culpa o la victimación. Tampoco recurre a un cierre emancipatorio. La labor fílmica de Araoz resulta en un cine emergente que a contrapelo de los limitadísimos recursos financieros con que cuenta, reclama un derecho a la exuberancia narrativa potenciada por los efectos más audaces de la posproducción digital casera.
Raydel Araoz es realizador de un cine por cuenta propia. Reside en La Habana, aunque a veces viaja para trabajar en México y luego regresa a su ciudad natal. Le hice esta entrevista a comienzos de octubre del 2011 en Nueva York, poco después de ver la muestra de cine cubano de animación que Raydel Araoz preparó para el Festival de Cine Iberoamericano de Nueva Inglaterra.1 Aquella muestra de animación cubana incluyó cortometrajes casi desconocidos de Hernán Hernández (Osain de 1966), Sandu Darie, (Cotorama, 1965) y de Jesús de Armas (La frontera, 1963). La muestra incluyó también dos cortos realizados por Raydel Araoz (comentados por él en la entrevista, con enlaces de la red) que ejemplifican la renovada intensidad de la animación en el cine alternativo cubano.
J. R.: Hablemos de La escritura y el desastre, tu memorable película del 2007. Me interesa mucho el relato de las peripecias de aquel protagonista, el escritor, que recorre el paisaje urbano del llamado periodo especial con sus libros en el baúl de un taxi. La alusión al libro de Maurice Blanchot en el título de tu filme parece muy relevante al tratamiento del tema de la catástrofe y la pregunta por el potencial creativo de la formas fragmentarias. ¿Cómo se hace una película en tiempos de emergencia?
R. A.: La escritura y el desastre nace, como proyecto, justo cuando termino en la Escuela de Cine, en agosto de 2004. Yo no sabía qué iba a pasar, qué iba a hacer. Sentía que, aunque había estudiado cine y había soñado con hacer cine, no podría lograrlo porque no había trabajo para mí en la industria de cine. Además, en la Escuela me gradué en la especialidad de guión, y la figura del guionista está muy poco desarrollada en la industria cubana —creo que, en general, en Latinoamérica, está muy subvalorada—, más bien son los directores quienes hacen sus guiones.
Antes de estudiar cine, me había graduado de ingeniería eléctrica, y tenía un grupo de amigos que, como yo, tras hacerse ingenieros, habían cursado estudios en distintas especialidades de cine —como Humberto Rolens, un ingeniero eléctrico que trabajaba en la televisión, y Ramón González, un ingeniero mecánico devenido productor de televisión—. Estaba recién salido Frutas en el café, el primer largometraje cubano independiente, y pensamos: bueno, si esto se pudo hacer, nosotros también lo podemos intentar —algo un poco caballeresco, ¿no?—. Humberto me dijo: “si tú escribes el guión, yo hago la fotografía”.
Yo tenía escrito un ensayo sobre la ciudad y el graffiti en la ciudad; en él, un poco influido por La ciudad letrada, de Rama, y mucho por Blanchot y la estructura fragmentaria de la escritura, trataba de decodificar los graffiti y las pintadas —algo que también resurgió en los 90—. Pues convertí ese ensayo —que ya era novelado: tenía personajes y diálogos— en un guión, algo que también, de cierta forma, se dice en la película: hay un momento en que el personaje está escribiendo una novela y termina diciendo que, para solucionar su dificultad para publicarla, escribirá un guión, lo cual es muy absurdo, y no mejoró, sino que empeoró todo.
Entonces le incorporé al guión cosas que fueron ocurriendo en el proceso mismo de vida del texto y en el proceso de filmación. Nunca fue un guión cerrado; tenía capítulos, partes, y podía adecuarse a las situaciones de rodaje que tuviéramos, porque tuvimos condiciones muy muy básicas para filmar.
Así comienza ese proyecto. Con él, yo pretendía, si no entender, al menos plantear qué nos había pasado, a nosotros y a la sociedad; esa necesidad de encontrar un espacio privado, tuyo, donde poder resguardarte del caos que se vivía, y desde el cual, tal vez, la imposibilidad total, el aislamiento total, construyen, de todas maneras, un fragmento de ese caos dentro del aislamiento. Esos son, más o menos, los motivos y el origen del proyecto de La escritura y el desastre.
J. R.: Raydel, al menos desde La escritura y el desastre, has usado la animación en tus películas. ¿Cómo explicas el gran interés que la animación fílmica ha cobrado entre los cineastas cubanos en los últimos años?
R. A.: Creo que ahí se juntan varias cosas. Ahora mismo, en todo el mundo, hay un auge de la animación. No solo en Cuba, los jóvenes cineastas están interesados en el género, sino que, desde hace un tiempo, la animación ha extendido sus horizontes. Incluso ya es muy difícil para algunos pensar el cine de ficción sin incluir algo de animación; aun el cine de ficción comercial, el que más se distribuye, tiene mucho de animación 3D. Creo que primero llega eso, como espíritu epocal, junto a la posibilidad de hacer pequeños trabajos en tu casa, con recursos propios, con una simple computadora, algo que en otra época era impensable.
J. R.: Pareciera que la animación nos permite aproximarnos de un modo alternativo a la historia del cine cubano, porque ―al menos, como la trabajas tú― la animación explora zonas de la vida y de la cultura que han sido excluidas o descartadas por la cultura visual normativa. Es un tema que el crítico de cine cubano, Dean Luis Reyes, también ha comentado bastante…
R. A.: Sí, a mí me interesa un tipo de animación que está muy influida por el trabajo de los checos, especialmente de Svankmajer ―aunque todavía no hago animación corpórea, es algo que quisiera hacer―, por ese tipo de visualidad, de surrealismo oscuro, que penetra en los demonios del ser y se preocupa por su sexualidad, su angustia existencial.
En general, la animación cubana más conocida había asumido un sentido muy didáctico, algo que se formalizó a partir de los años 70, y solo en los 90 comienza a desligarse un poco de esa función. Nunca he querido ser didáctico, sino más bien explorar, e incluso entrar, con la animación, en la ficción.
J. R.: ¿Cuándo comienza el imperativo pedagógico a dominar el cine y la animación en Cuba?
R. A.: En los años 70, después del Congreso de Educación y Cultura de 1971, las exigencias hacen que el cine cubano todo, y no solo la animación, se encamine hacia un cine histórico que refleje la lucha de clases. El cine debía ser un medio de enseñanza para construir una forma de pensamiento en la sociedad. Entonces se consideraba que la animación debe hacerse para los niños, y creo que eso llevó a pensarla como un género menor.
Para la institución, lo más serio era el cine de ficción, y el documental vendría siendo como un ejercicio, un ensayo para pasar a la ficción; pero la animación era algo para niños. Y ya que era para niños, debía educarlos. Por tanto, su función didáctica creció intensamente, y otras líneas previas, que en los 60 exploraban la cultura popular ―como Osain, de Hernán Henríquez―, no fructifican. No había otros caminos para aquel estilo de música y de dibujo que utilizaba, por ejemplo, las firmas del palo monte y de los abakuá. Se pierde entonces aquel tipo de exploración y se privilegia una animación de corte histórico y educativo ―así se inicia Elpidio Valdés, que se volvería un clásico…
También se pierde la diversidad formal de los 60. La animación cubana comienza a ser más circular, más amante de las líneas no rectas, de las circularidades… Y tal dominio se mantendrá hasta los 80, incluso continúa hoy como tendencia, aunque tal vez la técnica, es decir, el paso del ICAIC al formato digital, esté imponiendo otras formas, otros estilos.
J. R.: ¿Tu trabajo es independiente de los estudios del ICAIC?
R. A.: La mayor parte sí lo es. Son producciones autogestionadas y realizadas con la colaboración de muchos amigos y otras personas que participan. Pero no es que yo sea contrario a trabajar con el ICAIC ―en algún momento lo he hecho―. Si mi proyecto es factible con el ICAIC, entonces, en ese momento, trabajo con el ICAIC. No pienso que haya que negarse totalmente; es una institución más, como cualquier institución de cine, y me acercaría a ella con mi proyecto si me permitiera algún control sobre la producción.
J. R.: ¿Cómo se transforma hoy día la jerarquía entre ficción, documental y otros géneros mediante un trabajo relativamente independiente como el tuyo, fuera de la institución?
R. A.: El trabajo contemporáneo está deshaciendo aquella forma de pensar. En Cuba, el videoclip, por ejemplo, su forma de pensar la edición y la animación está proponiendo, si no imponiendo, otro paradigma; y no solo entre los realizadores, sino en los espectadores, generando un público cada vez más abierto a las nuevas formas o ávido de estas formas de intervención.
Por otra parte, cada día es más evidente que plantearse de forma estática las definiciones de los géneros solo sirve para estudiarlos, para categorizar e inventariar… ―algo propio del pensamiento europeo académico―. Muchas veces, los artistas no tienen nada que ver con las categorías, sino con el acto de crear y la necesidad de mostrar lo creado de determinada manera. A ello le sumamos que, en el mundo entero, las categorías se han venido abajo, y lo que se consideraba estable, duradero ―como los sistemas sociales, los sistemas políticos―, está moviéndose, y uno nunca sabe bien qué terreno está pisando ni siquiera en la vida misma, lo cual, de cierta forma, se traslada al arte, porque el artista no está fuera de ese contexto.
J. R.: Ante ese tipo de inestabilidad formal y cultural, ¿qué te ofrece el medio de la animación?
R. A.: Yo soy un fascinado por la animación, siempre lo fui, desde pequeño… Primero porque me permite una gran libertad para salirme hacia un área más inconsciente, de lo que no parece real, de la representación de lo real; para hacer así, tal vez, la representación de mi inconsciente, de lo que se escapa de las formas del espacio cotidiano. Me interesan mucho los espacios imaginarios, fabulares, y lo que está de la piel hacia adentro, lo que está en la cabeza de las personas, y eso es muy difícil de filmar. Cuando la literatura quiso hacer algo similar, con el monólogo interior, tuvo que romper las formas de la sintaxis tradicional para poder entrar en esa vorágine que es el caos del pensamiento.
J. R.: Un ejemplo de este trabajo radical con la animación y el inconsciente y la violencia son los dos cortos cuyos enlaces inluimos aquí en la página de 80 grados. ¿Por qué no hablamos de ellos brevemente?
R. A.: El caso de la calle O’Reilly se apropia del dibujo, de la estética del pintor Enrique Enríquez, y es, de cierta forma, un homenaje a su obra. Enrique Enríquez y yo hemos colaborado desde hace mucho tiempo, y tenemos, muy en común, una línea de trabajo y de influencias mutuas. Él iba a presentar una exposición personal, y decidí hacer este corto para que se exhibiera en su exposición. Entonces, a partir de sus historias, con todo su material, armé una historia e incluí un performance escrito por mí y actuado por el propio Enrique y la actriz Yanet Coba.
Es un material acerca de un incesto y de las obsesiones en torno al incesto, tema poco común en la animación cubana, en la cual la sexualidad y, más que la sexualidad, el incesto, es un tabú. Y no solo en la animación; no hay mucho de ese tema en todo el cine cubano.
J.R.: La cuestión del cuerpo y la sexualidad reaparece también en Arquetipos…
R. A.: En Arquetipos, quise ver cómo se veía el cuerpo desde un ángulo poco explorado: cómo leen las mujeres el cuerpo del hombre. Arquetipos, es un documental muy cercano al videoarte ―en él, se solapan las fronteras―, mediante entrevistas a mujeres que hablan sobre su relación con el pene y sus senos. En el documental se combinan los senos filmados de esas mujeres con animaciones, incluso abstractas. Nunca se ven los rostros; se sugieren cosas a través de la animación con películas de desecho, es decir, un tipo de animación abstracta a través de las manchas que el hongo va dejando en las películas, lo cual produce una aleatoriedad que edité para que simulara fluidos, algún tipo de secreción. También usé la animación a dibujo. En general, no tengo una línea exacta de animación, sino que hago un collage ―me interesa mucho el collage― y fusiono varias técnicas de animación para lograr un discurso.
J. R.: ¿Dónde se han visto estas pelis? ¿Cómo circula el cine experimental en Cuba?
R. A.: Arquetipos ha navegado con bastante suerte, hasta ganó un premio en el festival de cine erótico La Boca Erótica, en España y en el Festival de Cine Extremo San Sebastián de Veracruz, en México. Se exhibió en la Muestra de Jóvenes Realizadores y en el Festival de Cine Pobre, que, para los estándares de Cuba, son dos festivales importantes. No se presentó en el Festival de Cine de La Habana —el gran festival—, pero circuló en aquellos, lo que más o menos viene a ser la vida que habitualmente tienen los cortos en Cuba, sean o no independientes. En Cuba no hay una gran circulación de cortos, a no ser de forma espontánea —la gente, pasándoselos de mano en mano, en estos espacios que se abren—. También sé que participó en algunos festivales más alternativos, con proyecciones al aire libre: un grupo de artistas del performance lo exhibió en un edificio de Alamar, un suburbio capitalino con una fuerte identidad.
Tanto El caso de la calle O’Reilly como Arquetipos tuvieron dos vidas: una institucional y otra alternativa; estoy bastante contento con el camino que ellos mismos se fueron labrando.
J. R.: Por otro lado, tu modo de hacer cine me parece muy próximo a la literatura. Cuéntanos, si te parece, sobre la relación entre tus escritos literarios y tu trabajo fílmico.
R. A.: Soy una única persona, no dos: uno que escribe literatura y otro que hace cine. Todo mi trabajo está muy vinculado. Vengo de la literatura, y con esa formación literaria, llego al cine, y entro en él deslumbrado por la Nueva Ola francesa, que también tenía una formación muy literaria… Supe que habían escrito en Cahiers du Cinéma, habían sido críticos de cine, y que en sus filmes también mantenían un diálogo directo con la literatura: se lee textualmente, se cita a determinados autores. En ese movimiento, el cine le rinde culto a la literatura.
J. R.: Al leer tus libros de cuentos, sobre todo Requiem para las hormigas (Editorial Letras Cubanas, 2008) es muy notable tu lectura de Borges. ¿Qué te ha interesado de su obra?
R. A.: Tengo una gran influencia de Borges. Recuerdo cuando fuimos adquiriendo varios libros de Borges en los años 1990 nada menos que durante el periodo especial. Empezamos con la antología publicada por Casa de las Américas, editada por Retamar, que incluye un grupo de cuentos y un conjunto de ensayos. Uno nunca sabía si los ensayos eran cuentos y los cuentos, ensayos; era muy sorprendente para lo que uno esperaba encontrar como definición de lo que es un género.
J. R.: Parece ser que la hibridez o porosidad que describes al hablar de tu trabajo fílmico tiene un posible antecedente en los ensayos-ficciones de Borges, donde se mezclan géneros de la reflexión y la investigación intelectual con la ficción y el acto de la conjetura…
R. A.: Sí, sin duda, por ejemplo, en el cuento «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», que promete ser una cosa, que genera una expectativa en el lector, y luego la deshace y arma otra, como si la escritura tuviera la libertad de fluir hacia distintas zonas y no atenerse a las exigencias clasificatorias de los géneros. Esa soltura, esa escritura del lenguaje mismo, que pone el lenguaje como agente, a interrogar al lenguaje y ubica los problemas de las personas también en su lenguaje, se hicieron muy atractivas para mí.
J.R.: Por otro lado, la exploración del estilo grotesco en varias de tus películas y tu trabajo con el absurdo indican una lectura de la obra de Virgilio Piñera. En Virgilio Piñera, el grotesco implica cierta violencia, en el plano temático, hacia los cuerpos. Pienso, por ejemplo, en La carne de René, donde la violencia está orientada a una escena pedagógica. Recuerdo que la importante referencia a esta novela en tu filme La escritura y el desastre.
R. A.: Sí, la violencia en la novella de Piñera está metida dentro de la institución escolar, dentro de una institución… Lo curioso es que La carne de René es muy anterior a la Revolución, creo que es de los años 50… En La carne de René, Virgilio, sin duda, está discutiendo con la institución cultural cubana, y para él es un momento en que las instituciones se muestran quebradas, como esa república que se ha empantanado y vive en una especie de sopor. Desde un afuera, todo el tiempo está tratando de mover esos escalones, esas construcciones, y la sociedad misma, esa sociedad burguesa que, de cierta forma, en los años 50, ya se ha consolidado.
En los 90 también ocurre una decadencia de las instituciones, por la propia decadencia del país; el país atraviesa una crisis tremenda y esa crisis sacude todo, lo social, lo institucional, lo privado… Y creo que fue un buen momento para una relectura de Virgilio: el cuerpo se puso en función ―es el momento del auge de la prostitución en Cuba, cuando también se vende, como atracción turística, la figura del cubano, el cuerpo mismo del cubano― y la religión cubana comienza a tener fuerza ―después de que permiten a los religiosos entrar al Partido y todo lo demás― y hay un florecimiento visible de personas que ostentan ser religiosas, pero también se vuelve una ostentación del cuerpo, comienza una parte folclórica importante. Es decir, en la Cuba en los 90, el cuerpo entra en movimiento, y creo que no hay forma de pensar en los 90 sin chocar con lo que es el cuerpo del cubano mismo en esa época, con lo que hace con su cuerpo.
J. R.: Es un tema muy complejo, por el modo en que se ha moralizado la cuestión sexual y también por lo que sería una nueva política económica de los cuerpos durante la misma época en que se va construyendo el cuerpo-mercancía, un cuerpo que circula en un mercado global de las imágenes y del goce, un mercado dedicado al turismo, no solo al turismo sexual, sino a las apropiaciones de la cultura cubana como cultura del goce. Es justamente en ese momento cuando el grotesco de Virgilio Piñera resurge entre los jóvenes escritores como una opción antinormativa e interruptora.
R.A.: Creo que los 1990 trajeron esa nueva visión de lo sexual, que comienza desde lo que ocurre de proyección sexual en la sociedad, con el caso mismo de la prostitución. Esto aparece aludido en El caso de la calle O´Reiley. La literatura va a hacer una apropiación que es parte de una línea del realismo sucio, que estaría como en otra punta del realismo revolucionario, pero en la misma cuerda Es una especie de evolución…
J. R.: ¿Una especie de evolución descarrilada de las mismas prácticas del realismo instituido por la revolución?
R. A.: Sí. Es solo poner en un extremo algo que ya era propio de los escritores que empiezan a publicar en los 1980, como José Miguel Fajardo, Monchy, quien publica Nosotros vivimos en el submarino amarillo, que es uno de los primeros libros sobre el tema de los muchachos becados en las escuelas, y es realmente muy duro, muy violento y, en ocasiones, sucio —ya aparece, también, el tema de la mierda—.
De todas maneras, en los 90 se genera una demanda fuera de Cuba, los 90 tienen la marca de la apertura. Como los escritores no podían publicar en Cuba, empezaron a publicar fuera de Cuba. Había un mercado español, fundamentalmente; pero también se abrió a otras zonas de Europa. Un mercado muy interesado por lo que quedaba de la revolución, por ese periodo postmuro, post Unión Soviética, que generó una curiosidad —a veces malsana, a veces antropológica— de preguntarse: “¿cómo esta gente ha sobrevivido?, vamos a mirarlos”. Entonces, se dio una literatura en ese camino, que mostraba la cotidianidad en su momento más duro y en la miseria de las relaciones en medio de la necesidad y la desesperación de aquella etapa. Y esa literatura tuvo mucha demanda. Creo que en el extremo de esa literatura que va avanzando, cada vez más, hacia el realismo sucio está Pedro Juan Gutiérrez, con su primer libro, Rey de La Habana, y su Trilogía sucia de La Habana.
Cuando empiezo yo a escribir, para mí era muy evidente que ese era un camino iniciado por una generación anterior, que se tomaba muy en serio el tema de lo real y que entendía lo real como realidad social y como consecuencia social. Al no haber en Cuba un espacio para la crónica –algo que debió haber cumplido la prensa—, la literatura se hizo cargo. Pero a mí nunca me interesó ese tipo de espacio destinado a reportar cómo es la cotidianidad en Cuba, sobre todo porque yo vivo la cotidianidad cubana y no me hace falta, además, reportarla. Entonces, me interesó más la relación del sujeto agónico, y allí entran a jugar Cioran y el tema de la decadencia y su rol en las culturas. Hacia allí se ha movido mi cine, hacia buscar un cine de la decadencia, porque creo que ahí emergen formas nuevas, formas que todavía están por nacer, por consolidarse. Eso, en mi cine y en mi literatura, que tienen un sentido de lo fantástico, de lo absurdo, de lo agónico, pero que en ningún momento pretenden ser realistas en el sentido clásico de la palabra, ni buscan la reproducción fiel de los caracteres.
J.R.: Por otro lado, otras zonas de tu trabajo fílmico “documenta”, digámoslo así, la cultura contemporánea cubana, sobre todo su creatividad en ciertas zonas llamadas marginales. Me refiero sobre todo al mundo de la poesía callejera y del performance en tus documentales sobre Alamar Express.
R. A.: Cuando conocí Omni Zona Franca y a sus integrantes, todavía estaba terminando mi proyecto de poesía visual, de arte correo, y me interesaba el performance de los 1990 —heredero del importante movimiento en la plástica al final de los años 80, que incluyó el performance como expresión, como un espacio de representación y poetización del cuerpo. Su fuerza llegó algo atenuada porque muchos de los artistas emigraron en los años 90. En Omni Zona Franca encontré una lectura poética, más que plástica, del performance: combinaban la puesta en escena y el trabajo con textos literarios, especialmente de Ángel Escobar, un poeta de los 80 que se había suicidado y empezaba a ser una figura un tanto mítica dentro del panorama literario de los 90. Escobar vivió en Alamar, y Omni Zona Franca lo reinterpretaba: montaban sus poemas en los performances y lo rapeaban. Los 90 son un momento de cultura emergente, del rap y otros fenómenos no centrales, porque el control de la institución se había minimizado por la crisis, y las zonas periféricas, de cultura alternativa, se hicieron ver con más fuerza, ocupando el espacio que dejaba el vacío institucional. Omni Zona Franca había incorporado el rap, había incorporado la oralidad, era un grupo de artistas esencialmente orales y plásticos, pero que, cada vez más, habían ido centrándose en la poesía como eslabón principal. Los conocí en su momento de mayor auge, y me interesó mucho filmar el movimiento de performance que había en La Habana entonces, un movimiento que, sin estar anclado en ningún sitio, algunas instituciones culturales trataban de canalizar de una forma u otra. Durante cinco años, entre 2002 —justo cuando ingresé en la Escuela Internacional de Cine— y 2007, hice un seguimiento fílmico de aquel movimiento, de aquel espíritu del performance. Me volví parte de ellos, me incluyeron en sus performances, yo era el tipo que iba con la cámara y ellos dialogaban conmigo, metidos todos en aquella dinámica que fluía en sus performances.
- Una versión distinta de la entrevista, más extensa, apareció en Imagofagia de la Argentina. Agardezco la edición preliminar de la entrevista que facilitaron Mercedes Melo y Tupac Pinilla. [↩]