Chicxulub: un día en el Cretácico
Sin que sea nuestra culpa, y gracias a ningún plan cósmico o propósito consciente, nos hemos vuelto, por la gracia de un glorioso accidente evolutivo llamado inteligencia, los encargados de la continuidad de la vida sobre la Tierra. No hemos solicitado ese cargo, pero no lo podemos renunciar. Puede que no sirvamos, pero aquí estamos.
–Stephen Jay Gould.1
Un gran cometa iluminaba las noches anteriores a ese día, confundiendo a las criaturas nocturnas acostumbradas a los ciclos lunares pero no a esta claridad adicional. La tarde se había nublado y una brisa húmeda acariciaba la Tierra tropical agitando levemente las palmas y helechos gigantes que adornaban la orilla del mar. Dinosaurios gigantescos se movían entre esta vegetación y pequeños mamíferos se escondían debajo de las piedras para protegerse de las pisadas del Tyrannosaurus rex. Un enorme pterosauro, un Quetzalcoatlus, con alas de 10 metros de longitud, más amplias que las de un avión pequeño, se precipitaba de un alto acantilado y apuntaba su largo pico en dirección a un banco de peces costeros.
Había pasado una tronada y un hermoso arco iris pintaba el cielo. Este arco multicolor se produce cuando gotas de agua actúan como pequeños prismas descomponiendo la luz del Sol en sus colores constitutivos y proyectándola en el lado opuesto del cielo. Algunos dicen que al final del arco iris hay una vasija de oro, un símbolo frustrante de un futuro mejor pero inalcanzable, ya que no se puede llegar al final del arco iris. Pero al final de este lo que había era la muerte. El cometa de la noche anterior era tan brillante que su cola se veía incluso en el cielo diurno y su brillo aumentaba vertiginosamente. El proyectil, del tamaño de una montaña, solamente tardó tres horas en atravesar la gran distancia que separa la Luna de la Tierra. En menos de un segundo atravesó la atmósfera terrestre y chocó con una violencia indescriptible contra la superficie de nuestro planeta. Ocurrió tan rápido que nadie se dio cuenta de lo que había pasado, ni aunque hubieran tenido mentes para preguntárselo. El más poderoso estruendo jamás escuchado, el coro de un millón de truenos fue lo último que muchos oyeron, y, al desvanecerse, dejó una onda de terror y muerte que envolvió el globo.
El objeto, de 10 kilómetros de diámetro, impactó con la energía de cien millones de megatones, perforó la corteza terrestre y dejó un cráter de 50 km de profundidad y 180 km de diámetro. El cometa o asteroide, en realidad no sabemos qué fue, vaporizó e inyectó en la atmósfera miles de millones de toneladas de material, más de 5 millones de kilómetros cúbicos de corteza terrestre. Ocurrió en lo que hoy es Chicxulub, una pequeño pueblo al norte de la península de Yucatán, a unos 20 km al noreste de la ciudad de Mérida, cercano a Chicxulub puerto, ubicado en la costa norte.
Una enorme ola de un kilómetro de altura, la madre de todos los tsunamis, atravesó el golfo de México, barrió la costa de América del Norte y las islas del Caribe, llegó hasta La Española actual y se adentró muchas millas en el estado de Texas, Estados Unidos, destruyendo todo lo que encontró en su camino, no quedó ni un yuyo. El polvo, el hollín y el humo que liberó a la atmósfera ocultaron la luz del Sol durante meses, quizá incluso años, y desencadenaron tal descenso de temperaturas que se congeló buena parte de la Tierra. Después, la gran cantidad de CO2 producido por el impacto y los incendios de los bosques del planeta inyectado en la atmósfera, provocó un incremento de las temperaturas muy por encima de los valores normales. Este golpe doble causó un colapso global del ecosistema con consecuencias nefastas para toda la vida. Murieron las plantas y, por tanto, también los animales que comían plantas, después los animales que se alimentaban de otros animales. El suelo de Chicxulub contenía mucho azufre, que en la atmósfera se convirtió en ácido sulfúrico y luego cayó a la superficie en forma de lluvia, con lo que terminó de rematar la ya gravemente herida Tierra. Como consecuencia de aquello perecieron las tres cuartas partes de las especies existentes, incluyendo los dinosaurios, y hoy conocemos aquel suceso como la gran extinción del Cretácico-Terciario. A medida que la atmósfera se fue aclarando lentamente, el material se asentó en una capa fina que cubrió toda la superficie. Como contenía material del proyectil, esta capa del registro geológico muestra una fracción alta de iridio, que, como he mencionado, es un elemento nada común en la corteza terrestre.
En el año 1970, el geólogo Walter Álvarez y su padre, el físico Luis Álvarez, quien recibió el premio Nobel de Física de 1968, se encontraban estudiando una fina capa de arcilla en la transición entre el Cretácico y el Terciario (K-T), en las montañas cercanas a la localidad italiana de Gubbio. (la mayúscula K con la que se abrevia el Cretácico viene de la palabra alemana Kreide, que significa greda o tiza, y se utiliza esta inicial para no confundirla con la C que sirve para aludir al Cámbrico.) El equipo de investigación de los Álvarez pretendía determinar cuánto tiempo representaba la fina capa de arcilla, ya que esto aclararía algunos hechos sobre la extraña extinción masiva que quedó grabada con claridad en el registro fósil al pasar de los sedimentos del Cretácico a los sedimentos del periodo Terciario a través de la capa arcillosa de varios centímetros de espesor. Esperaban esclarecer la siguiente pregunta: ¿se debió esta extinción a un suceso repentino producto de una catástrofe, o se trató de un evento gradual?
Imagine que usted deja caer gotas de tinta roja a un ritmo constante, digamos una gota por minuto, en un río, y que en una estación a un kilómetro río abajo realiza muestreos del agua una vez al día. Si el caudal del río es alto, la tinta se diluirá más que si el caudal es bajo, como por ejemplo durante una sequía. Con el correr de los años, usted podría reconstruir la historia del caudal del río midiendo la concentración de tinta en las muestras. Tal vez replique usted que una gota es una fracción tan pequeña de toda el agua del río, quizá nada más que una parte por mil millones o ppmm (lo cual equivale a un segundo en 32 años), que sería imposible de medir, y puede que así sea en el caso de la tinta en el río. Sin embargo, las técnicas modernas de medida permiten obtener la concentración de ciertas sustancias a un nivel de ppmm, y eso hizo el equipo de los Álvarez con el iridio en los depósitos arcillosos de la transición K-T.
Ellos razonaron que si el polvo de origen meteórico que impacta la Tierra de manera constante se deposita a una razón más o menos constante (como la tinta en el ejemplo anterior), entonces conocerían el tiempo que tardó en depositarse la capa en caso de lograr detectar la concentración de iridio en la arcilla (el agua del ejemplo anterior). Una concentración alta de iridio significaría que la arcilla se depositó lentamente acumulando mayor cantidad de iridio, mientras que una baja concentración implicaría una sedimentación rápida. La sorpresa fue grande cuando determinaron que la concentración de iridio, aunque solo de 10 ppmm, era altísima, mucho más alta de la encontrada en los sedimentos aledaños y mucho mayor que la que se podía esperar de la sedimentación constante del polvo meteórico. El iridio tenía que tener otro origen, había demasiado. Esta anomalía del iridio en la transición K-T se encuentra en todas las partes de la Tierra, lo cual demuestra que no se trató de un fenómeno local y permite concluir que se debió al impacto de un proyectil extraterrestre con un tamaño estimado en unos 10 kilómetros cuyo violento impacto dispersó el iridio por todo el planeta.
En 1980, la prestigiosa revista Science publicó un artículo titulado: «Extraterrestrial cause for the Cretaceous-Tertiary extinction», escrito por Luis Álvarez, Walter Álvarez, Frank Asaro y Helen Michel, donde presentaron los resultados de estas investigaciones preparando el escenario para un gran debate científico que aún no ha concluido. Sin embargo, muchos años de cuidadosas investigaciones corroboran estos resultados y dejan poco lugar para dudar que hace sesenta y cinco millones de años ocurrió un gran impacto. El descubrimiento diez años más tarde de la naturaleza de la estructura hallada en Chicxulub, y la determinación de su edad (sesenta y cinco millones de años) a partir de estudios de los sedimentos, estableció la relación entre este colosal evento cósmico y la historia de la vida sobre nuestro planeta.3
Vemos, pues, que doña Fortuna ha desempeñado un papel importante, mucho mayor en la historia de la vida que el que muchos conocen. No hay nada más desafortunado que ser eliminado de la faz de la Tierra por el impacto fortuito de un pedazo de material que sobró de la época en que se formó la Tierra, como les ocurrió a los dinosaurios. (Bueno, si lo hay, si logramos desaparecernos motu proprio). Para nosotros, los mamíferos, aquello fue un golpe de suerte, un accidente que inauguró una nueva era: la nuestra, el Antropoceno.
- Stephen Jay Gould (1987). The Flamingo’s Smile: Reflections in Natural History. W. W. Norton & Company pág. 431. [↩]
- Esta entrada reproduce texto actualizado de: Hijos de las Estrellas (Akal 2015) del autor. [↩]
- Walter Álvarez (2008), T. rex and the Crater of Doom. Princeton Science Library. [↩]