Chile 1973: la creación de un estado ciberbolivariano
El presidente democráticamente electo de Chile, Salvador Allende, jefe de la coalición de izquierda Unidad Popular, pudo derrotar el golpe del 11 de septiembre de 1973, gracias a que el general Augusto Pinochet, cabecilla del levantamiento militar, se volteó y decidió apoyar al presidente constitucional tras un pacto realizado a última hora en el palacio de la Moneda entre la izquierda y la derecha. El bando de Allende acordó romper lazos con el bloque soviético y promulgar un nacionalismo con reformas sociales (más bien un nacional-socialismo simulado como democracia) mientras la derecha acordó descontinuar sus ataques desestabilizadores y conseguir el apoyo solapado de Estados Unidos, gestionando el establecimiento en Chile de una base militar más grande que la de Guantánamo en Cuba. También como parte del acuerdo la Unidad Popular continuaría con su puesta en escena antiimperialista pero nunca tocaría realmente los intereses de la derecha. Tal es el futuro anterior en que se instala Synco, novela retrofuturista de Jorge Baradit. El futuro que pudo ser a partir de un pasado que no fue, suele actuar en este tipo de narraciones como un fantasma que persigue y seduce al presente, que inquieta con preguntas perturbadoras e insinúa que nada fue ni será como hubimos creído.
Consideremos que la Unidad Popular que gobernó a Chile durante cortos años hasta ser derrocada en 1973 por un golpe de estado militar apoyado por Estados Unidos, fue en verdad el primer asomo de la «marea rosa» que hoy cubre el mapa político latinoamericano con gobiernos de tonos desiguales pero con el mismo «aire de familia»: Venezuela, Ecuador, Bolivia, Brasil, Uruguay, El Salvador, Argentina. Son democracias parlamentarias, constitucionales, con programas de reforma social que en la práctica se distancian infinitamente de las izquierdas marxistas o populistas del pasado aunque rinden culto residual a los mitos y símbolos de éstas. Todos, como la Unidad Popular, llegan al poder y se revalidan en él mediante procesos electorales, apostando a la constitucionalidad para implementar reformas sociales, si bien en algunos casos es más lo que se predica y simula hacer que lo que realmente se hace. En 1973 Estados Unidos todavía tenía el poder para detener ese tipo de proceso. A más de un tercio de siglo, hoy Estados Unidos sólo puede recurrir a los acomodos e influencias en un sentido u otro. Es cierto que en 1973 era impensable la posibilidad de un pacto entre la derecha chilena y el presidente Salvador Allende. El programa de la Unidad Popular, si bien escrupulosamente moderado y legalista, era, con todo, más radical que el de cualquiera de los socialismos rosados de hoy. Por otro lado, ante la existencia hegemónica del campo soviético, al que Cuba rendía vasallaje, era muy difícil y muy poco creíble perfilar un socialismo democrático. Ese mismo campo soviético, con competencias globales reales, imponía una política de izquierda dogmática que se complementaba con las políticas norteamericanas defensivas y reaccionarias de bajísima tolerancia a intentos de reforma social. Reinaba una polaridad retórica y de hecho. El antagonismo era histórico, claro y frontal. Cuatro décadas después, las demarcaciones no son nada claras. No son impensables las coincidencias entre los socialismos rosados y las derechas pardas, depende de cada caso y cada momento. Impera un polaridad retórica escasamente sustentada con hechos reales. El antagonismo es histérico y difuso. No son pocas las situaciones hoy día en que las «izquierdas» en el gobierno coinciden de hecho, si no en las palabras, con las derechas: las técnicas de control de masas, la administración de los cuerpos (biopoder), la concentración de las decisiones, medios y propiedad en pequeños grupos, el recorte o degradación de programas sociales, privación de derechos y, sobre todo, la simulación, como cuando se tiene un discurso de incremento de lo público sobre lo privado, pero en la práctica las instituciones públicas preservadas o recuperadas por el Estado se comportan como corporaciones privadas e implementan políticas más neoliberales que las de las propias corporaciones privadas, con lo cual se prosigue simuladamente la privatización y colonización de la vida pública y colectiva, con todas sus secuelas. En el siglo pasado muchas izquierdas en el poder compartieron con las derechas una tendencia al totalitarismo que las oponía más entre sí cuanto más se asemejaban. En este siglo ambos bandos del espectro coinciden en la simulación de la democracia (otro ángulo del totalitarismo), simulación que traduce su oposición mutua a un espacio menos antagónico. En fin, el futuro anterior de una novela como Synco es hoy muy verosímil. Los avatares postmodernos de un Pinochet y un Allende muy bien podrían pactar un gobierno conjunto (y hasta cierto punto ya lo han hecho). Synco es a su manera una ficción muy realista que replantea las pesadillas de «lo que vendrá» al confrontar las claves del pasado y el presente.
Los estilos retrofuturistas en las artes y la literatura suelen mezclar la manera en que pasadas generaciones imaginaron el futuro, con la falta de futuro vivida por las generaciones actuales. Un futuro que nunca llegó se complementa con el «cero-futuro» del presente, para anticipar la degradación, decepción y desilusión prometidas por una actualidad en que el ideal del progreso es palabra hueca y las nuevas generaciones no tienen la expectativa de vivir mejor que sus padres, un presente en que el mayor consuelo de las generaciones mayores es que no vivirán la debacle que les espera a las generaciones venideras. El retrofuturismo en cierta manera denuncia los fundamentos fallidos de aquellas falsas ilusiones del pasado que condujeron a estos tiempos clausurados, sin futuro aparente. El retrofuturismo constituye una crítica de aquella fe ciega en un tiempo lineal que sólo podía adelantar por el camino del progreso. Hay una conciencia de que, paradójicamente, el ideal burgués del progreso ha conducido al fracaso de la idea misma del progreso, dada la destrucción irreversible de la naturaleza y la sociedad operada por el sistema de despojo y acumulación desenfrenados compartido por las economías modernas, tanto capitalistas como socialistas (siendo el «socialismo real» una versión estatizada del capitalismo).
Esa es la pesadilla a la que despierta Martina, la protagonista de Synco, cuando regresa a Chile en 1979 después de haber salido siendo niña con sus padres al principio del gobierno de Allende. Su padre, el general Aguablanca, se autoexilió en Venezuela dada su profunda aversión a todo lo que significaba la nueva era anunciada por la Unidad Popular chilena. Para contradecir a su padre derechista, Martina se ha convertido en simpatizante de la izquierda (viaje rebelde a Cuba con la Brigada Venceremos incluido) y luego, tras el suicidio de su padre, es enviada por el gobierno socialdemócrata venezolano a conocer de cerca el secreto del éxito chileno vivido bajo la presidencia de Allende en cohabitación pacífica con la derecha. Chile, en efecto, es un éxito y posee un secreto: se ha convertido en un Disney de la «tercera vía» al socialismo al cual acuden delegaciones de todas partes del mundo y ha logrado centralizar toda la gestión política y económica mediante un sistema autóctono de control cibernético llamado Synco, que mantiene interconectadas a un comando único todas las residencias y centros de trabajo, de estudio y de ocio del país. Esta integración cibernética produce el consenso casi absoluto de las masas, el manejo eficiente de los recursos y un nivel de vida aparentemente mejorado. Suena muy futurista. Pero aquí entra el elemento retro, con su poco de cyberpunk y splatterpunk: se trata de una cibernética pre-digital y pre-microchip, propia de la tecnología analógica de los tubos catódicos y las tarjetas perforadas. Los edificios, las habitaciones, los exteriores están invadidos de cables gruesos, enormes aparatos de radio-onda, bombillos, antenas, pantallas monitoras parpadeantes, teletipos y demás anacronismos grotescos de tecnologías descartadas que contrastan con el escueto paisaje visual cibernético de nuestro nuevo milenio. Además, Martina pronto descubre que dicho sistema integra la energía mental y física de una numerosísima fuerza de trabajo que labora en vastos laberintos subterráneos que se desparraman por debajo de Santiago de Chile.
Martina es la heroína indagadora, inteligente, poco dada al entusiasmo de las consignas, los discursos, las movilizaciones de masas y el culto a los líderes que presencia en esta cuna del «ciberbolivarismo». Ella entrevista a Augusto Pinochet, a Ricardo Lagos, a Fernando Flores, a Carlos Altamirano y a otras figuras de izquierda y derecha que corresponden a la historia real reciente de Chile. Estos interrumpen las entrevistas tan pronto ella hace preguntas incómodas, como: ¿Por qué tramitaron el establecimiento de una gigantesca base militar norteamericana en Chile y al mismo tiempo denuncian el imperialismo yanqui? ¿Cómo es posible que el gobierno declare haber establecido el socialismo si mantiene una alianza estratégica con la derecha? Y las preguntas que alarman a todos, ¿qué es, realmente, Synco? ¿Qué fue lo que realmente se pactó ese fatídico 11 de septiembre de 1973? Uno de los personajes que más se alarma y que finalmente da la orden de capturar y eliminar a la joven demasiado cuestionadora es Miguel Serrano.
Es interesante que esta novela coloque a un personaje como Miguel Serrano en el centro de la peripecia y que en la ficción novelística éste aparezca como asesor principal de Allende y canciller de relaciones exteriores. En la historia real del siglo veinte Serrano figura como uno de los fundadores del nazismo esotérico gestado tras la caída de Hitler. Este escritor chileno, autor de relatos ocultistas traducidos a varias lenguas, muy bien mercadeados por editoriales angloamericanas, vio en Hitler y los nazis una expresión mística con raíces antiguas y elaboró una exorbitante mitología hoy seguida por neonazis alrededor del mundo. En efecto, esta novela de Jorge Baradit constituye un homenaje, a contrario, a la obra desaforada de Serrano, pues aquí se realiza como pesadilla infernal lo que Serrano augura como Edad de Oro en sus libros.
Martina descubre el horror de la vía chilena al ciberbolivarismo en un episodio que luce las mejores artes de Baradit. Ya en su anterior novela ciberpunk, Ygdrasil, comentada en estas páginas de 80 grados, Baradit despliega magníficas visiones de horror antiutópico que lo igualan al Gustave Doré que ilustró el Infierno de Dante y a sus sucesores. Un tour amenizado por Ricardo Lagos conduce a Martina a las fosas laberínticas yacentes un kilómetro bajo el palacio presidencial de La Moneda, donde masas de niños y jóvenes esclavos, secuestrados por la Policía secreta, laboran en condiciones infrahumanas, entubados a terminales de Synco en los cuales deben verter operaciones matemáticas y lógicas necesarias al funcionamiento de esta monstruosa biocomputadora. La visión de la multitud de jóvenes famélicos mutilados y aterrorizados casi desmaya a Martina. Ella pregunta si hay más personas trabajando allá abajo, y Ricardo Lagos (el mismo que en la vida real fue presidente de Chile bajo la Concertación) le contesta: «Sólo las necesarias. Trabajan algunas horas, luego las sacamos y, mientras las llevan al hospital para la desintoxicación, ingresamos a los equipos reemplazantes. Siempre hombres entre veinte y veinticuatro años, nunca casados. Los muchachos son duros y resistentes. Solamente huérfanos. Somos gente responsable».
Martina también ve niños y niñitas aprisionados entre las poleas, cables y monitores parpadeantes en instalaciones que son todo lo contrario de la estética digital contemporánea: túneles y cavernas oscuros, llenos de ratas y líquidos tóxicos. A los habitantes de este submundo solo se les permite dormir en hoyos unas horas y se les explota hasta convertirlos en desechos, cuando se les elimina para que no divulguen los secretos de Synco. Solo pueden salir a la superficie como cadáveres. Ricardo Lagos le asegura a Martina que estos jóvenes se entregan a tal destino con gusto, como mártires gloriosos de la construcción de la patria socialista.
Las artes de la intriga novelesca también destacan en esta aventura donde la protagonista sortea con inteligencia y audacia todo tipo de persecución. En su peripatética fuga ella llega a ser secuestrada temporeramente por la resistencia revolucionaria contra Synco. Conocer a Carlos Altamirano, líder de la resistencia clandestina contra la «mentira de Allende,» añade otra decepción horrorosa a la experiencia chilena de Martina, pues este personaje, que corresponde al Altamirano real, dirigente del Partido Socialista, aparece en la novela como un casi-cadáver suspendido por poleas, cuyas funciones renales y hepáticas son suplidas por varios cerdos que yacen entubados en estado de coma a su lado, y cuyas funciones digestivas están a cargo de cultivos orgánicos entubados a su vientre abierto. El lenguaje esotérico de Altamirano es tan desquiciado como el de Miguel Serrano y los artífices de Synco. Su irrespeto asesino por la vida humana es idéntico al de los derechistas y socialistas «traidores» que él reclama combatir.
Hacia el final de la novela Martina huye del Chile que perdió con el autoexilio de su padre y que intentó recuperar como cumplimiento de sus creencias socialistas, en medio de otro golpe de estado que esta vez sí se realiza, pero como golpe de «izquierda» contra la «mentira de Allende» y su pacto con la derecha. Sin embargo, nada distingue las fuerzas terroríficas de este golpe de 1979, de las fuerzas que conjuraron el intento de 1973. Se confirma así la visión gnóstica del poder que Jorge Baradit ha ido desarrollando en su obra. En la ficción de Baradit todo poder, sea del color y tendencia que sea, es igual al mal; detrás de todo ardid de poder, incluida la subversión que lo ataca, hay un paisaje de horror indescriptible. Tal postura y las visiones horríficas de sujeción, mutilación, tortura y asesinato que la integran no debe sorprender para nada, viniendo de un país donde un régimen masacró a decenas de miles de personas inventando las torturas más horrendas del catálogo infernal, donde todavía no se ha realizado un proceso de rendimiento de cuentas y castigo de los culpables, donde la llamada «izquierda» en el gobierno concertó con los maestros del horror la continuación solapada del proceso neoliberal de despojo irreversible del tejido social y de los recursos naturales que comenzó con la dictadura de Augusto Pinochet instalada tras el golpe de 1973.
Nota: Acompañan esta columna dos ilustraciones de la novela gráfica retrofuturista de Jorge Baradit, Polícia del Karma.