Ciclo delicado
Agobiada.
Exhausta.
A Olympe le embarga un agotamiento atroz. Físico, mental.
Escasas las horas de sueño disfrutadas durante las últimas semanas. Un lujo inaccesible tirarse en su cama y dormir a pata suelta, como antes. Calientitas las sábanas. El aire acondicionado por debajo de los sesenta. Y ese remoloneo divino, viendo cualquier cosa en el teléfono.
Paz.
Ocio sobradamente placentero.
Ahora es diferente. Por culpa de Nicos y sus exigencias. Ni hablar del llanto constante, tortuoso. Maquinita que no cesa.
Sin desearlo, devino esclava de la criatura. Ese gran tirano embutido en un cuerpo mínimo y frágil. ¿Por qué llora tanto? ¿Por qué se comporta cual cliente empollón al que nada satisface? Qué fastidio el de Olympe. Conoce niños silenciosos, cooperadores, fáciles de manejar. Masitas tiernas que si bien colonizan inmisericordemente el cuerpo de sus madres lo hacen con poderoso encanto. Pero a ella le tocó el indócil. El inconforme. El quejoso. El llorón. El desencantado. Nada más ella cerrar los ojos un chispito y el llanto que se cuela por sus oídos como salitre entre rendijas. Lloriqueo a todo pulmón. Hambre, cólicos, el pañal sucio. Cualquier pretexto para mortificar. Nicos el chantajista. El engreído. Y luego el trajín de las botellas, la fórmula, sacarle los gases, los vómitos, el mal olor, la crema para que no se queme, la ropita adecuada para evitarle el frío.
Horror.
El tiempo ya no es de Olympe sino de él. De ese cuerpo vivo y demandante nombrado Nicos.
Mil vainas y ella reventada. Y sola, para colmo de males. Si al menos alguien le asistiera. Podría dormir un poco más. No es mucho exigir. Unas horas de sueño reparador. Y ser feliz, cómo no, de nuevo.
Dicen que la angustia de cierta gente le viene de saberse insuficiente ante las circunstancias que padece. De la perturbadora consciencia de saberse descolocada y sin remedio. Sobreviene el desbordamiento. La resignación, cual tsunami. La autoconmiseración.
Sufrimiento.
Impotencia.
Zozobra.
A Olympe no le va esa forma de pensar. Es diferente. Posee otra estructura de pensamiento, de actuar. Podríamos calificarla, según la jerga que estilan los libros de autoayuda, como una chica que vive en la solución y no el problema. Empoderada. Si se sofoca, porque le sucede, no es por mucho tiempo. Nunca se adscribe a tal goce. Vaya capacidad.
Sábado.
Mañana fresca, tranquila. Los pajaritos revolotean en las ramas próximas al balcón. Bonita estampa. Reconfortante.
Al término del primer café, Olympe se propone darle un giro de ciento ochenta grados a su vida. Algo radical, inequívocamente. Dejar atrás todo ese jaleo indeseado. Tomar pleno control. Hacer suyo el tiempo.
¿Por qué subsumirse a la histeria quejosa?
¿Por qué conformarse con el yugo de la maternidad?
Toca cambiar. Reinventarse.
La solución siempre estuvo al toque de un botón. Sencillo, como siempre. Qué locura la de ofuscarse ante los problemas, de ahogarse en un vasito de agua.
Olympe aprovecha que el niño duerme —ligero paréntesis en el que él recarga energías— y lo mete dentro de la lavadora. Aparato modernísimo diseñado para alivianar la vida cotidiana.
Adiós, Nicos, dice antes de cerrar la tapa. Y le regala un beso que sonó al fruncir los labios.
Por antojo elige el ciclo delicado. La máquina funciona inmediatamente. Se oyen los ruidos propios de su eficiente mecanismo digital.
No le agrega jabón. Innecesario.
Del cuerpo dispondrá luego. Ahí está el triturador de alimentos. Otra ventaja de la modernidad doméstica para facilitarse los quehaceres.
Olympe inhala y exhala. Varias veces, de pie junto a la mesa del comedor.
Y el silencio, al fin.
¡Ah!
La tranquilidad.
La deleitable despreocupación luego de tres semanas infernales atendiendo al niño.
Ni se pregunta qué hacer a continuación. Respuesta obvia. Una larga y merecida siesta.