Closets
Tienen listas de espera para todos los grados. Por el prekinder cobran $38,500 sin transportación ni horario extendido. De sexto a duodécimo, la cuota del año escolar aumenta a $40,450. Para quienes no puedan girar un cheque por estas cantidades, Riverdale Country School, en la sección elegante del Bronx en la ciudad de Nueva York, está dispuesta a dividir el precio de la educación en 10 plazos de $3,850 o $4,045, según el grado. Una vez saldada la deuda, los padres obtienen acceso a las notas del retoño y otros documentos oficiales. Suena carísimo aun para el Nueva York de la 5ta Avenida y de la aristocracia global de Wall Street. ¡Treinta y ocho mil quinientos dólares por aprender los colores, almorzar con mucha bulla y tomar luego una siestita!
Todos sabemos que Riverdale, como otras escuelas en su clase, no cobran por lo que nos puedan parecer estrategias suntuarias para la adquisición de las destrezas que le permiten al querido lector navegar estas páginas. Riverdale, en su categoría y contexto, como otras escuelas locales más o menos conocidas, actúan como un broker o un vendedor de seguros: tientan a los padres con otro modo de inversión a futuro. Y, claro, todos estos padres pueden darse el lujo de preocuparse por otros tiempos que no sea el presente más escueto. Si de alguien parece ser el futuro es de ellos.
Con esta preocupación sobre cuán segura es Riverdale como estrategia de inversión comienza un largo artículo en un reciente número de la Revista del New York Times dedicado al tema de la educación (Paul Tough, What if the secret to success is failure? Sept. 14, 2011). ¿Demarcarán esos primeros $38,500 una ruta segura y bien trazada hacia una de las prestigiosas Ivy Leagues? ¿Garantizarán los $552,650 que cuesta que un chico se gradúe de duodécimo grado el buen manejo de la fortuna que se posee o de la que se aspira? ¿Añadirán el tiempo y el dinero invertido otros intangibles que permitan a los más jóvenes subir los peldaños de la clase a la que pertenecen?
El razonamiento de la burguesía niuyorkina no es ajeno al de nuestra asediada clase asalariada. Pagamos con nuestros impuestos un sistema de educación público del que albergamos todos serias dudas, incluyendo a su máximo ejecutivo, el Secretario de Educación, quien no envía sus hijos a ninguna de las cientos de escuelas a su cargo. Con menos dinero que él, muchos de nosotros hacemos lo propio. El argumento de fondo que nos anima fue parte importante del discurso modernizante del país. A falta de capital económico que dejar en herencia, muchos hemos creído que la mejor inversión familiar consistía en acrecentar el capital cultural de los más jóvenes a través de la mejor educación que pudiera adquirirse. Para la incipiente clase media con aspiraciones a más, la educación, como la salud pública, eran derechos ajenos consignados en una constitución recién estrenada. La educación privada, en cambio, era un objeto híbrido, tanto servicio como inversión en una vida que iba subsumiéndose bajo la lógica sin miramientos del mercado. Con la educación (pública o privada) nos ha pasado lo que con tantos otros artilugios que trajimos un día a casa. El país la mira de reojo y se pregunta, «¿Qué hacemos ahora con esto?»
A medida se han ido resquebrajando los circuitos económicos que permitían que el acrecentado valor cultural de las clases medias pudiera intercambiarse por una vida llena de las cosas-signos que espantan la invisibilidad y conjuran la precariedad social tan temida, a la educación le ha pasado lo que a otros productos que prometieron cambiarnos la vida para siempre. Como la aspiradora Rainbow que llevaría la pulcritud doméstica a otro nivel o las ollas Lifetime que nos salvarían del caldero con manteca El Cochinito, la educación se ha ido quedando en algún clóset de la cultura. Se la mira con desconfianza desde el Estado que la promete y carraspea incómodo y con aparente indiferencia desde la marginalidad que espanta toda forma de contacto con la oficialidad. ¿Para qué sirve la educación, preguntan los más intrépidos, si no garantiza el que logremos intercambiar por oro la techne trabajosamente practicada desde el día aquel que nuestros padres ilusionados nos entregaron a una bisoña maestra de kindergarten?
Por más que nos prueben que las economías más prósperas del mundo son las que logran vender a mejor precio su educadísima fuerza laboral a los inversionistas trasnacionales, tiene razón el país cuando desconfía de la educación como estrategia de inversión familiar para mejorar el nivel de vida en el fugaz plazo de su convivencia. Tienen razón por muchas razones. Cada día el esfuerzo requerido para proveer las condiciones familiares adecuadas para la educación de cualquier miembro es más arduo. La Oficina del Censo de los Estados Unidos reveló recientemente que entre los 312,232,000 de habitantes estimados, 46.2 millones de personas viven en la pobreza. Según los umbrales de la definición –acceso a un ingreso de unos $22,000 para una familia de cuatro y de poco más $11,000 para una sola persona– 45% de los puertorriqueños en la isla corren igual suerte. En Estados Unidos estos números representan la mayor cantidad de pobres desde que se llevan estadísticas y el por ciento más alto desde 1983. No hace falta recordar que la pobreza, representada como un umbral marcado por dos numeritos, es familia del hambre y la mala nutrición, de la enfermedad y la falta de acceso médico, de la disminución de la oportunidades culturales y de la calidad y cantidad de asueto. Tampoco hay que advertir que todos estos son factores que inciden en muchos aspectos de la vida, incluida la educación y la escolaridad. Con 14 millones de desempleados y subempleados es cada vez más difícil para muchas familias en los Estados Unidos hacer de modo consistente alguna inversión cultural allende la escuela pública. Lo mismo ocurre en el país.
A medida que el viejo proletariado industrial de cuello azul es relocalizado por el capital trasnacional en las llamadas economías emergentes, las posibilidades que sus hijos ingresen al cognitariado de cuello blanco se debilitan. Actualmente en Estados Unidos solo el 31% de los egresados de escuela superior logra graduarse a nivel universitario. En los sectores pobres y persistentemente marginados, no alcanza el 10%. El cognitariado tampoco tiene la vida resuelta. En Puerto Rico, si se gradúan de escuela superior y logran hacerlo de alguna universidad, corremos el riesgo de perderlos a causa de la emigración forzosa por razones económicas. Esa emigración conlleva, entre muchas otras pérdidas a corto y largo plazo, el que se contraiga lo que teóricos como Antonio Negri consideran la base de los nuevos movimientos sociales: el precariado intelectual ((Diálogo sobre la globalización, la multitud y la experiencia argentina. Buenos Aires: Paidós, 2003)). Víctimas tardías de los programas de ajuste estructural que sufrieron primero los estados de la periferia, del asalto al estado de bienestar en los países más ricos y de las mal llamadas leyes de flexibilización laboral, los trabajadores educados de las ciudades o metrópolis, sindicalizados o no, junto a los jóvenes escolarizados de la llamada generación «futuro 0» son los nuevos indignados. La inversión cultural que hicieron las generaciones previas, bien fuera bajo la devaluada educación-mercancía o la aspiración a medio realizar de la educación-cual-derecho, les permite articular mejor su indignación y entender las complejas madejas de responsabilidad que atan, sin ahorcar, a los que hacen Inflatable Slide saltar nuestro mundo en trizas.
Cuando asamblea tras asamblea los indignados de Plaza Sol enumeraron sus propuestas no pidieron de vuelta el mundo de sus padres. El momento y sus reproducción viral trajo consigo fuertes ecos del ’68. Cuando un De Gaulle de rodillas recibió el rechazo a una sustancial oferta de aumento salarial de parte de los trabajadores franceses que apoyaban con una prolongada huelga las revueltas estudiantiles del mítico mayo francés, mandó a preguntarles que querían. «Las fábricas», cuenta la leyenda que fue la respuesta recibida. Hace unos años un desempleado argentino, quizás un piquetero de otro movimiento que se volvió legendario en el joven siglo, no pedía siquiera eso. Decía,
«No me gusta ser llamado desocupado, porque el trabajo que yo busco no está más, no existe, no es el del obrero clásico. El trabajo que yo busco es de agente social de la producción, el trabajo que debe inventar la producción de la nación social» (citado en Negri, 37; el énfasis es mío).
La mejor razón para desconfiar de la educación es precisamente esa. ¿En que medida la educación que damos y recibimos nos permite inventar la producción de la nación social? Los closets los tenemos ya abarrotados.
Vuelvo a Riverdale y a las aflicciones de los pobres niños ricos. Según Mr. Tough, del New York Times, Dominic Randolph, el director de la escuela, tiene el mismo problema que su congénere, Dave Levin, creador de las muy exitosas escuelas charter KIPP (Knowledge is power). Ambos hombres son muy educados y tienen ocasión para seguir leyendo. A través de los libros y otras preocupaciones existenciales se percataron de estudios que sugieren que el graduarse de universidad depende más de virtudes de carácter moral que del coeficiente intelectual o de la práctica del material de estudio, variables más importantes para obtener altas calificaciones en los exámenes de ingreso. El problema para ambos, poder demostrar a distintos sectores sociales que la educación es una inversión familiar que bien vale la pena, los ha llevado a cuestionarse sobre cómo esculpir carácter en sus estudiantes. Saben que a sus jóvenes estudiantes no les bastará el cálculo o un segundo idioma. Necesitarán, para hacer redituable la inversión paterna, ese je ne sais quoi que permite enfrentar la larga carrera de obstáculos que es la universidad y la vida. La solución a la que ambos han llegado no puede ser más reveladora. Siguiendo un marco conceptual trazado por Martin Seligman y Christopher Peterson en su libro Character Strengths and Virtues (APA y Oxford UP: 2004) optaron por inculcar en sus estudiantes aquellos elementos del carácter que constituían un nuevo elemento de valor añadido al curricular establecido. Entre las valores morales seleccionaron cuidadosamente aquellos que tuvieran un valor performativo que les permitiera a los estudiantes mejorar su desempeño según los criterios de éxito socialmente establecidos. Junto al GPA esperado (Grade Point Average), demandan un correspondiente CPA (Character Point Average). La chispa, el esfuerzo, el auto control, la inteligencia social, la gratitud, el optimismo y la curiosidad son recompensados por encima de valores inservibles para el éxito como la compasión, la solidaridad o el respeto. El lema simplón de KIPP, «Work hard. Be nice.» se ha complicado un poco. Ahora los padres deben preocuparse por que sus hijos adquieran las viejas destrezas académicas junto al cultivo de las virtudes conducentes al éxito.
Puede ser cierto, no lo sé, que todo puede medirse. Sin embargo, es más difícil establecer que todo puede enseñarse de las maneras que las escuelas están diseñadas para hacerlo. Puede que Mr. Randolph y Mr. Levin tengan éxito y el CPA de sus chicos no haga más que aumentar, examen tras examen. La pregunta del argentino al que le sobraba imaginación y le faltaba cierto tipo de trabajo permanece sin respuesta: ¿serán éstas las destrezas, los valores y las virtudes que nos permitirán (re)inventar la producción de la nación social? La contestación está en el closet.