Colonizahedor
Los niños, contaba el amable profesor Morgan a sus estudiantes universitarios, se bañaban en los ríos y lagos cercanos todos los días, y todos los días, en sus escasos ropajes, caminaban hasta la escuela para encontrarse luego con otros niños, hijos de los colonizadores ingleses en la bahía de Massachusetts. Los niños nativos compartían sus salones con los hijos de los autoproclamados benefactores, niños también, cuyos cuerpos raramente tocaban agua, y que resistían noche y día bajo las gruesas e infernales capas de ropajes que supuraban, sudaban, enrojecían, despedían fragancias muy personales. Todo comenzaba a descifrarse.
En ese intercambio en un salón de clases se tramitaban los primeros recuerdos que los niños, más tarde adultos, tendrían del otro «forastero salvador» o del otro «inocente nativo». Y quedaba para unos la memoria de los cuerpos casi desnudos y los cabellos mojados, y para otros el hedor de la colonización, uno de sus hedores. Nacía en éstos el olfato del disgusto, la queja que no se aguanta cuando se encuentra atrapada en alguna precaria intimidad.
La lección de historia de la América colonial del profesor Edmund Morgan, quien murió este año, llevaba a sus estudiantes a la duda, y los que pasaron por su aula la recuerdan todavía. ¿Con qué higiene mental se mantiene y se alimenta una relación en la cual el cuerpo, la fisicalidad de los miembros de algún grupo –hasta la nariz–, siempre se encuentra en desbalance? ¿Hasta dónde se aguanta el hedor del poder sin moverse?
Ningún descubrimiento es más duradero que aquel hecho por la nariz. Es corporal, sensorial, y la mayor parte de las veces lleva a la acción. Hoy, como en esos siglos pasados, la nariz le sirve de faro al cuerpo. O debería hacerlo.
Los niños nativos, ante la imposibilidad de soportar los olores, se tiraban por las ventanas de sus pequeños salones. Eso aseguraba Morgan. Es que a veces hay que tirarse por la ventana. Hay hombres y mujeres, islas completas, en espera de lanzarse a otros más fragantes futuros.