Conversación con Arcadio Díaz Quiñones
Brasil, REVISTA peixe elétrico
por Ricardo Lísias, Tiago Ferro y Pedro Meira Monteiro
- En la entrevista publicada junto con sus ensayos en su libro brasileño A memória rota: ensaios de cultura e política (Companhia das Letras), usted afirma que tiene problemas con la “disponibilidad para la muerte”. En los Estados Unidos, en general, condenan los actos fundamentalistas, pero usan drones en un acto igualmente fundamentalista (pág. 265). ¿Cómo ve usted la inserción de una figura como Donald Trump en el ambiente político? ¿No le parece que hay ahí una muerte simbólica del sistema político, incapaz de producir actores menos caricaturescos y más razonables? Por otro lado, ¿es posible considerar a Trump como sucesor de Ronald Reagan y de los Bush?
Vamos por partes. Antes de responder creo necesario comentar la cita. Me gustaría dejar claro que yo no digo que el uso de los drones sea una acción “fundamentalista”. Digo que en los Estados Unidos se condena a quienes matan o se suicidan con explosivos por convicciones religiosas, pero que, a la vez, se practica la destrucción y se mata indiscriminadamente mediante bombardeos con drones. La justificación es la guerra contra el terror, sin fondo ni término, como la de Vietnam era la guerra contra la “amenaza comunista”.
Ahora sobre Trump. Pienso que el carácter belicista y xenófobo de Trump tiene raíces en las guerras coloniales de los Estados Unidos. Recordemos la Guerra de Vietnam, la invasión de Granada bajo Reagan y su guerra contra el sandinismo, y los Bush con la guerra del Golfo y luego Iraq y Afganistán. Para no hablar de la complicidad con el Estado de Israel. Esa dimensión imperial no se puede ignorar. Tampoco se puede ignorar la violencia machista de Trump hacia las mujeres ni sus diatribas contra los mexicanos y los musulmanes. Recordemos, además, su defensa explícita del uso de la tortura. Al mismo tiempo, Trump representa, con espantosa claridad, la exacerbación de la política neoliberal que triunfó en la época de Reagan. Ya Albert Hirschman captó el carácter autoritario de esa política en un libro extraordinariamente lúcido sobre la “rethoric of reaction” Trump lleva esos antecedentes al delirio. Trump Tower es su marca, y se vende. ¿Se puede llamar democracia a eso?
- En sus ensayos la idea de exilio parece dominante. En uno de los pasajes más destacados, usted afirma que “el Partido que forjó el mito del campesino ‘jíbaro’ con los signos de su cultura como base de su política populista, creó vertiginosamente las condiciones para que los jíbaros reales emigraran en masa a los Estados Unidos, y acabó dándoles la espalda” (pág. 82). Otra obra en la que la condición de exiliado es central es la de Edward Said. ¿Cómo dialogan sus reflexiones con el célebre pensador palestino?
Son varias las paradojas puertorriqueñas. Para empezar, no es casual que el nombre del Estado Libre Asociado, creado en 1952, sea un oxímoron. Ni que tenga dos versiones, una en español y otra en inglés, The Commonwealth of Puerto Rico, que dicen cosas distintas. En el medio de esa paradoja aparece un fantasma. Se trata, según el papel que nos asigna el discurso jurídico de los Estados Unidos, de un “territorio no incorporado”, bajo dominación directa del Congreso. A pesar de la condición colonial, el Estado Libre Asociado permitió beneficios materiales a diversos sectores de la población. Pero también legitimó la militarización total de la isla, y la estigmatización y persecución de independentistas y comunistas. La ocupación de 1898 no terminó nunca. Todo eso fue denunciado por las izquierdas puertorriqueñas desde antes que se constituyera el Estado Libre Asociado. Y ha quedado muy claro una vez más este mismo año. Sin consulta alguna, en medio de la crisis brutal desatada por la deuda pública, el Congreso de los Estados Unidos autoritariamente aprobó la creación de una Junta de Control Fiscal que gobierna a Puerto Rico y protege así a los intereses financieros. Muchos nos sentimos humillados. Pero a la vez ha sido un auténtico desenmascaramiento. Me pregunto si ese final degradante tendrá a la larga un efecto liberador y provocará nuevas luchas democráticas. Contamos con una gran reserva política y moral, y por eso mantengo la esperanza.
La otra paradoja, que ustedes citan de la conversación que forma parte del libro brasileño, se refiere al proceso que transformó al país en el siglo XX. El proyecto del gobierno populista de Luis Muñoz Marín, que gozó de un claro apoyo electoral desde 1940, anunciaba una reforma agraria bajo la consigna “Pan, Tierra y Libertad”. Como en Cuba, iba dirigida principalmente contra los latifundios azucareros que dominaron el país durante décadas. La cuestión agraria fue clave. Pero esa reforma se olvidó pronto. En cambio, después de la Segunda Guerra la migración a los Estados Unidos se convirtió en una de las principales políticas públicas del Estado Libre Asociado. Se abrió así un nuevo y masivo capítulo de la diáspora. La mayoría de los migrantes de aquellos años fueron los “jíbaros” puertorriqueños, que quedaron a la deriva como mano de obra barata en ciudades como Nueva York, Filadelfia, Chicago y Trenton, o en los campos como trabajadores agrícolas. Casi toda mi familia emigró. Habría mucho que decir sobre las formas de “bregar” de esos campesinos, y sobre las prácticas que crearon para reinventarse.
Se daban, sí, las condiciones para un diálogo con Said. Durante muchos años él fue profesor de literatura en Columbia University. Al mismo tiempo, su posición crítica y su lealtad a la causa palestina, nada fácil en los Estados Unidos, fueron ejemplares. Said era un intelectual público, con intervenciones fuertes, y un estudioso muy dedicado. Ya en los años ochenta era uno de los más importantes referentes intelectuales. En su libro Culture and Imperialism abrió nuevas perspectivas sobre el exilio como experiencia transformadora. Ponía el acento en la riqueza cultural que los migrantes de los países dominados, y sus intelectuales, traen consigo a las capitales imperiales, como Paris, Londres o Nueva York. Es poco frecuente, en el mundo académico, esa radicalidad unida a un notable saber. Sin embargo, a pesar de su humor e ironía, en momentos terribles, le oí decir, con pasión: “There are days when one feels like screaming”. Es una frase que he hecho mía. Cada día más.
- En la p. 227 de la edición brasileña de A memória rota usted afirma que el destino de varios países latinoamericanos parece ser “eliminar, borrar, separar”. El día del lanzamiento de su libro en São Paulo coincidió exactamente con la remoción definitiva de Dilma Roussef de la presidencia de la república. ¿Ve usted en ello otro síntoma de esta tendencia al borramiento?
Debo empezar diciendo que le estoy muy agradecido a José Miguel Wisnik por la forma en que enmarcó su presentación de mi libro en São Paulo con una reflexión sobre las resonancias del título A memória rota en aquel triste día. Lo recuerdo con emoción. Y, sí, yo también pensaba que era testigo de un momento terrible. La derecha brasileña es particularmente perversa: usa mecanismos democráticos contra la democracia. Lo que se pretende borrar es la memoria del movimiento democratizador representado por Dilma, Lula, y el Partido de los Trabajadores.
La metáfora de la “memoria rota” me ha permitido formular preguntas y modos de leer en el campo cultural caribeño, y establecer analogías con experiencias como la brasileña. Por supuesto, no es sólo América Latina. En estos años he visto cómo en los Estados Unidos se intenta deliberadamente borrar la memoria de las tradiciones democratizadoras del país, desde el cuestionamiento radical de la Guerra de Vietnam hasta los críticos de la tortura y de los abusos contra los inmigrantes. Es perturbador que muchos opositores de Trump celebren continuamente lo militar como una forma de patriotismo. Incluso el Presidente Obama, por ejemplo, habla de Martin Luther King y del Civil Rights Movement, pero no de su oposición a la Guerra de Vietnam. Esa sacralización de lo militar oculta y reprime la conexión, insoslayable, entre las guerras y la desigualdad y el racismo internos. La consigna que se repite es: “This is the greatest nation on earth!” Contra la amenaza racista y xenófoba de Trump, se invoca con euforia un nacionalismo reforzado por mitos de dominación masculina.
- La diáspora y los desplazamientos están muy presentes en su obra. Podría afirmarse que el espacio es tan importante como el tiempo. ¿De qué forma su propia condición —observando a Puerto Rico desde el centro del capitalismo, y de una de las universidades más prestigiosas— ha influido en su visión de la cultura y el poder?
La respuesta no es fácil. Hoy somos más de 5 millones de puertorriqueños en los Estados Unidos, mientras que en la isla son un poco más de 3 millones. No sólo se desplaza la gente y se amplía la geografía. Se transforma nuestra comprensión de la historia. Una cuestión es esencial: la gente se identifica como puertorriqueña, sin importar donde resida. Se trata de nuevos sujetos políticos. Es imposible, pues, concebir la historia y la pertenencia a la cultura puertorriqueña sin considerar la heterogeneidad y las múltiples dimensiones de sus diásporas. Como en el caso mexicano, dominicano, haitiano, cubano, y de todo el Caribe, la diáspora es una categoría y una realidad.
Por otra parte, la diáspora puertorriqueña es un relato inacabado que no ha cesado de contarse. De eso hablaba el escritor Silviano Santiago cuando presentó mi libro en Rio de Janeiro. Se ha ido narrando principalmente en las ficciones, la poesía, el teatro, las artes plásticas, el cine, y en la canción, desde Trópico en Manhattan de Guillermo Cotto Thorner y la poesía de Julia de Burgos o las ficciones de Pedro Juan Soto, hasta la obra de René Marqués y José Luis González. Ese relato fue continuado y transformado después, en español y en inglés, por escritores como Piri Thomas, Pedro Pietri, Luis Rafael Sánchez, Esmeralda Santiago. En tonos distintos se habla en ellos de las vidas individuales y colectivas, de la muerte, de la discriminación, y también de las utopías. Son asimismo fundamentales las Memorias de Bernardo Vega y la fundación de los archivos del Centro de Estudios Puertorriqueños, los ensayos de Juan Flores, la pedagogía de los Young Lords, las imágenes creadas por los artistas que contribuyeron con su obra y militancia a la creación del Museo del Barrio y del Taller Boricua en Nueva York, y documentales como Los Sures. Las tradiciones musicales son centrales, desde Rafael Hernández y Tito Puente hasta Willie Colón, Eddie Palmieri, Miguel Zenón, y tantos otros. Han hecho visible el complejo y rico universo de la diáspora que algunos sectores de las élites políticas e intelectuales en la isla pretendían negar. Es un legado extraordinariamente vivo, renovado por las migraciones recientes y por prácticas político-estéticas y académicas de las nuevas generaciones que reabren las líneas de reflexión. Creo que hoy en la isla se mira con menos prejuicio.
La noción de “diáspora” le debe mucho a los estudios históricos y antropológicos de las migraciones forzadas por la esclavitud, en las que el trauma es fundante, y a otros desplazamientos generados por la globalización. Pienso, por ejemplo, en los ensayos de James Clifford y de Stuart Hall. Y pienso especialmente en escritores del Caribe, entre los que se encuentran Edouard Glissant, Maryse Condé o Edwidge Danticat. Permiten repensar cómo varias generaciones de mujeres y hombres han imaginado nuevas formas de pertenencia y prácticas políticas, el bilingüismo y la traducción. Estoy seguro que podríamos encontrar muchos ejemplos en Brasil.
En la academia norteamericana se han teorizado intensamente las premisas de la “diáspora”. A mí me ha ayudado a cuestionar las omisiones de las narrativas nacionales. Sobre todo cuando se estudian las especificidades históricas de las comunidades y cuando se reivindica su derecho a escribir la historia desde otro lugar. Pienso, por ejemplo, en la historia sobre los anarquistas mexicanos creada en el magnífico libro de Claudio Lomnitz. En la historia fronteriza practicada por Lomnitz la línea entre el “adentro” y el “afuera” se borra o se complejiza. Y es lo que de forma distinta pero igualmente brillante hace el escritor vietnamita Viet Thanh Nguyen en su libro Nothing Ever Dies, que he estado leyendo con gran admiración en estos meses. Nguyen trata de la memoria y de las borraduras de la guerra en la literatura, en las ceremonias, en los monumentos.
Ya en un plano más personal, las tradiciones de la “diáspora” me han permitido situarme como miembro de las comunidades puertorriqueñas y “bregar” en (y con) las tensiones y los enfrentamientos en la academia norteamericana, y con el “adentro” y el “afuera” puertorriqueños. Pero también estoy endeudado con las discusiones en los años setenta en el Centro de Estudios de la Realidad Puertorriqueña (CEREP). Recuerdo aquellas largas sesiones sobre la esclavitud, las clases sociales, cuestiones de género, el mundo azucarero y cafetalero. Gracias también a los escritores y artistas que conocí en Puerto Rico y en Nueva York, antes de Princeton – a Luis Rafael Sánchez, José Luis González, Nilita Vientós, Rosario Ferré, Frank Bonilla, César Andreu Iglesias, y muy especialmente a la poesía de Luis Palés Matos, Julia de Burgos y Pedro Pietri. Aprendí a pensar de otro modo la historia. Marcaron mi visión, tanto como la memoria cultural de mi familia iletrada.
- En la “introducción” a su libro Sobre los principios, que peixe-elétrico publica ahora, usted propone un cuadro teórico y político original, profundamente influido por los estudios poscoloniales, y especialmente marcado por el contrapunto con la obra de Edward Said (Beginnings: Intention and Method, 1975). Sin embargo, las preguntas que usted formula tratan sobre los interminables “recomienzos” que caracterizan la historia intelectual caribeña; y también a escala amplia, la historia de las comunidades nacionales en su búsqueda de nuevas narrativas más incluyentes o selectivas. Los “principios”, tal y como usted los emplea en esa “introducción”, le dan un giro especial a la reflexión de Said, porque le imprimen también un sentido moral. ¿Podría comentar la trama ética que se arma en la creación de nuevas narrativas colectivas?
En efecto, los escritos de Said ejercieron sobre mí una gran fascinación. Pero yo diría que en toda su obra hay una perspectiva ética, desde Orientalism y Beginnings hasta Culture and Imperialism. Es lo que él llamó, en otro libro suyo muy influyente titulado The World, the Text, and the Critic, una crítica “worldly”, “mundana”, secular, situada en el presente. Para Said, el crítico debe hablar y actuar en oposición a los dogmas de la sociedad. Su crítica a los estereotipos orientalistas fue un poderoso estímulo para los estudios poscoloniales, tanto como los trabajos de Gayatry Spivak, Homi Bhabha, y Dipesh Chakrabarty. Nosotros lidiábamos no sólo con esos estereotipos, sino también con la mirada prejuiciada hacia lo “latino”, lo “caribeño”, lo “indio”, y con todo el repertorio racista del discurso de civilización y barbarie contra el mundo afroamericano.
Pienso que el cruce entre literatura y política está muy claro en Beginnings, que es un libro anterior. Ahí Said ya habla del marco moral e imaginativo de los beginnings, en los que el comienzo implica el fin. ¿A qué tradición afiliarse? Me sirvió para repensar tradiciones intelectuales caribeñas muy distintas entre sí, como el dominicano Pedro Henríquez Ureña y el cubano Fernando Ortiz. Uno de mis objetivos era también estudiar la poética y la política del “hispanismo” académico. Se trata de una larga tradición de silenciamientos, tanto de la esclavitud como del legado de los abolicionistas y separatistas radicales. Ese ensayo se incluyó en A memória rota. El “hispanismo” es un saber crítico fundado en gran medida en valores imperiales redefinidos de manera contradictoria en el siglo XX. Me llevó años escribirlo. Supongo que hay comparaciones posibles con tradiciones brasileñas ¿no?
- El aspecto circular de los “nuevos comienzos” —implícito en las narrativas que se renuevan constantemente— aparece también en su ensayo “De cómo y cuándo bregar”, que se ha traducido este año al portugués en la antología A memória rota. En el caso de “bregar”, el aspecto oral ligado a las narrativas populares —que también pueden ser circulares— es quizás más fuerte que en los “principios” en la historia intelectual. ¿Podría explicar qué es la “brega”, y qué tiene en común con los “principios”?
Es cierto. Hay una diferencia entre el “bregar” y los “principios”. En ambos casos me interesaron los gestos utópicos del “recomenzar”. Hannah Arendt lo llamó “natalidad”. Pero los principios de los intelectuales tienen que ver con la definición de proyectos y la construcción de linajes. En el discurso de la nación, se trata de narrar un origen con lenguajes políticos del presente. Por ejemplo, ¿cómo y quién, y contra quiénes, se narra el final de una dictadura militar, o el final de la esclavitud? Mi deseo era estudiar las dimensiones críticas y políticas de esos principios en textos y momentos clave en el Caribe. Hay una tradición de escritura y de prácticas de lectura, con sus propias poéticas. Es lo que hacía el poeta cubano José Martí en sus crónicas neoyorkinas cuando ve la Guerra Civil en los Estados Unidos “desde las nubes”. O el escritor puertorriqueño Tomás Blanco cuando, en medio de la Guerra Fría, del macartismo y la creación del Estado Libre Asociado, se reinventa como “artista”.
En la “brega”, por el contrario, aunque hay referencias a textos y a letrados, predomina el habla cotidiana, la palabra dicha, acompañada de una cultura visual y gestual. Se trata de un uso de “bregar” casi exclusivamente puertorriqueño, o sin casi. Abarca un espectro múltiple, con sucesivas y superpuestas capas de sentido. Fue apropiado por letrados y políticos como Muñoz Marín. Pero, como señalo en el ensayo, la “brega” política contra la dominación colonial llevó al fracaso. Me interesó cómo los sujetos inventan, mediante el habla, formas de enfrentarse a la desigualdad y a la opresión para atravesar situaciones durísimas. No son narrativas épicas. Son sujetos expertos en precariedad, pero deseosos de mantener su dignidad, aun cuando fracasen. Centré la atención en la escucha, en los cambios de tono, oir la música, y los silencios. Se trata de un modo de pensar que a veces tiene gran intensidad poética. Con apoyo en Gramsci, insisto en el carácter dialógico y pragmático de la “brega”, en su riqueza semántica y sus sutilezas estratégicas. Para mí fue una revelación. Recuerdo que durante mucho tiempo anduve medio perdido, buscando pistas, y observando la carga de subjetividad de ciertas vivencias.
Yo diría que es otra forma de “memoria rota”, expresada en relatos menores. Me fui dando cuenta que lo que intentaba era un ensayo sobre una de las palabras clave de una cultura. Me gusta el género ensayo, porque permite largos rodeos y cabos sueltos. El de la brega es también una tentativa de entender cómo el lenguaje crea un sentido de pertenencia a una comunidad. La “introducción” de Pedro Meira Monteiro a la antología brasileña me ha hecho ver aspectos en los que no había pensado.
- En medio de los debates generados recientemente por el lanzamiento de su libro A memória rota en Brasil, usted reveló que ahora está escribiendo sobre los “finales”. ¿Podría hablarnos un poco más de ese interés?
La pregunta que planteaba en mi libro Sobre los principios, de 2006, era: ¿Qué significa “comenzar”? ¿Qué papel cumple en el imaginario de las identidades y las tradiciones intelectuales?
Pero la pregunta que deseo retomar ahora es: ¿Qué significa “terminar”? ¿Terminar un poema, una improvisación musical, una coreografía, una pintura, o el final de un tratamiento psicoanalítico? Es un tema poético y político. En sus Recuerdos de 1848, Tocqueville escribió: “En una revolución, como en una novela, lo más difícil de inventar es el final”. Hoy me interesa más cómo se piensan y se narran los “finales” de las revoluciones, o de la Guerra Fría, por ejemplo. ¿Qué permanece de un pasado que se considera definitivamente clausurado? Ahora, con el derrumbe del Estado Libre Asociado en Puerto Rico, con el “final” de la Revolución Cubana, o la forma en que se van socavando importantes experiencias democráticas, creo necesario volver al tema. Ofrece quizás otra vía de entrada para los debates sobre el futuro.