Cristianismo y diversidad cultural en América Latina
«Yo también canto a América, viajando
con el dolor azul del mar Caribe,
el anhelo oprimido de sus islas,
la furia de sus tierras interiores…
Suene este canto, no como el vencido
letargo de los quenas moribundos,
sino como una voz que estalle uniendo
la dispersa conciencia de las olas…
Yo también canto a América futura».
–Rafael Alberti
Esa «América futura», a la que se refiere el poeta Rafael Alberti, uno de los muchos artistas ibéricos que se refugiaron en América Latina tras la derrota de la república española, tiene una historia que ha sido marcada indeleblemente por una procesión de encuentros y desencuentros entre el cristianismo, en su configuración occidental, y las culturas y espiritualidades de pueblos subyugados y marginados.
Aunque la prioridad de quienes se interesan por la cultura latinoamericana y caribeña es la contemporaneidad y sus desafíos, no puede descuidarse la historicidad de todo acontecer humano. Superar lo que el crítico literario Arcadio Díaz Quiñones ha llamado la «política del olvido» de una «historia llena de silencios y ocultamientos»1, se ha convertido en urgencia laboriosa para una pléyade de organizaciones populares e intelectuales vinculadas a los afanes sociales. Se trata, en palabras de Michel Foucault, de «hacer la historia del presente»2; en este caso, del laberíntico enlace entre la cultura latinoamericana y la fe cristiana.
Como escribe José Lezama Lima en su gran novela-poema, Paradiso, la sensibilidad creadora se compone de dos fases concurrentes: por un lado, la búsqueda del futuro desconocido y «sus elementos creadores aún no configurados», y por el otro, el «reavivamiento del pasado, la decisión misteriosa de lanzarse a la incunabula…»3 La memoria de los orígenes a los que aquí nos referimos tiene que ver con las comunidades autóctonas y los pueblos afroamericanos, en su encuentro con el cristianismo como religiosidad occidental de ropaje imperial.
De Hatuey a Túpac Amaru: el vía crucis de las comunidades autóctonas
Tradicionalmente, las iglesias y los teólogos protestantes han tendido a caracterizar de manera sombría los eventos fundantes del descubrimiento, la conquista y la cristianización de América. Y, por cierto, hay mucho criticable y condenable en esa empresa como fácilmente puede constatarse leyendo las proféticas denuncias de Bartolomé de las Casas, quien como católico ibérico del siglo dieciséis, tenía poca simpatía hacia luteranos y calvinistas. Sin embargo, la realidad es que el mismo nombre de Las Casas muestra que estos sucesos nunca estuvieron exentos de debates y cuestionamientos.
Quizá sea cierto lo que algunos estudiosos han afirmado, a saber, que no ha habido imperio en el que se haya debatido y disputado con tanto vigor la legitimidad de su hegemonía material y espiritual, como el de España en el siglo dieciséis. Buena parte del debate en el siglo dieciséis giró sobre la licitud de la conquista militar y política (por ejemplo, la célebre conferencia de Francisco de Vitoria sobre los títulos ilegítimos y legítimos que se esgrimían entonces para arrogarse, mediante la guerra, la soberanía que el teólogo dominico salmantino reconoce que en principio pertenecía a los príncipes nativos)4. También, sin embargo, se suscitó una controversia teológica aguda y sin cuartel sobre la evangelización de los americanos que versó principalmente alrededor de tres puntos cruciales:
1) Cristianización y culturas autóctonas. Cristianizar a los pueblos autóctonos americanos, ¿conlleva necesariamente la transformación drástica y total de sus hábitos de existencia social? Lo interesante no es que un número considerable de teólogos, juristas y funcionarios europeos niegue todo valor simbólico a las culturas de los pueblos originarios. Eso era de esperarse y el renacer de la filosofía política helénica proveyó el concepto de «bárbaro», que en su variante aristotélica le atribuye condición de «servidumbre natural», ampliado para denotar una doble inferioridad – la de cultura y la de religión. Lo extraordinario es que hubo teólogos españoles que resistieron ese etnocentrismo y proclamaron los valores de las culturas autóctonas.
En la polifonía de voces presentes en el siglo dieciséis está la exclamación disidente, el contrapunteo, de Las Casas, quien escribirá obra tras obra – tratados, historias, crónicas, memoriales, epístolas, denuncias, sermones, guías para confesionarios, hasta su testamento final – tratando de demostrar una tesis central: la plena humanidad, con íntegra racionalidad y libre albedrío, de los nativos de América. Para el fraile dominico, «todas las naciones del mundo son hombres».5 Para demostrar esta tesis escribe una monumental obra, la Apologética historia sumaria, el esfuerzo más impresionante de un europeo, blanco y cristiano en aras de demostrar la integridad racional y plena humanidad de pueblos no-europeos, no-blancos y no-cristianos. Todo el objetivo de este extraordinario escrito es evidenciar, de múltiples maneras que: «Todas las naciones del mundo son hombres, y de todos los hombres y de cada uno dellos es una no más la definición… todos tienen su entendimiento y su voluntad y su libre albedrío como sean formados a la imagen y semejanza de Dios…»6
Como puede colegirse de estas referencias, el debate sobre el valor de los mundos simbólicos e imaginarios culturales de los pueblos originarios desemboca en la interrogante crucial que, por primera vez como «voz que clama en el desierto», lanzaría al ruedo en 1511 el predicador dominico Antonio de Montesinos: «¿Estos no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales?» La controversia sobre las culturas se transformó desde el primer instante en la polémica acerca de la humanidad de los habitantes de estas tierras. Concierne sin duda a la cuestión moderna de los derechos humanos, pero sobre todo a la obligación evangélica y profética de relacionarse con los indígenas en el horizonte de la justicia y la misericordia divinas. Por eso, la próxima pregunta de Montesinos es: «¿No sois obligados a amarlos como a vosotros mismos?”7
2) El valor de la religiosidad, del culto, de los pueblos autóctonos. ¿Son los cultos autóctonos, «semillas del Verbo», «preparación del evangelio» o, más bien, «mímesis diabólica»? ¿Puede mantenerse vigorosa y creadora la cultura de un pueblo autóctono si se desdeñan y erradican sus cultos? Nuevamente, la primacía la tuvo el nutrido grupo de teólogos y jerarcas eclesiales que catalogó toda la religiosidad nativa como «idolatría», a ser absolutamente extirpada de acuerdo a las normas veterotestamentarias.8
¿Cómo preservar la cultura y simultáneamente desligarla del culto considerado diabólico? Este dilema se convierte en aporía insoluble para teólogos, misioneros y educadores, al mismo tiempo perplejos, fascinados y llenos de pavor ante las peculiaridades de las tradiciones, ritos y ceremonias de los inéditos pueblos que se insertan en el horizonte de poder y saber de los europeos cristianos. Sobre las campañas de los siglos dieciséis y diecisiete en el Perú para extirpar las «idolatrías», asevera Pierre Duviols: «Es la cultura indígena en su integridad la que está en riesgo de ser prohibida».9 El trauma colectivo que esa amenaza conlleva es difícil de imaginar y más doloroso de compartir. De ese esfuerzo contradictorio por salvar unas almas liberándolas del culto de su cultura, nació traumáticamente la paradoja perpetua que es América Latina.
Pero, también aquí sonó con vigor la voz profética. En sus Comentarios reales, el Inca Garcilaso de la Vega diseña una perspectiva alterna, un contrapunteo disidente. Garcilaso reproduce la leyenda según la cual uno de los últimos incas, Hayna Cápac, había intuido que el sol no es sino un instrumento celeste bajo la soberanía de una deidad superior. «El Rey Huana Cápac… dijo entonces: … este Nuestro Padre el Sol debe tener otro mayor señor y más poderoso que él, el cual le manda hacer este camino que cada día hace sin parar…»10
Consciente del menosprecio que a manos de cronistas e intelectuales hispanos sufrían las grandes culturas precolombinas, Garcilaso opone la idea de la religiosidad inca como un desarrollo positivo para (1) el predominio entre los nativos andinos de la ley natural o la sociabilidad racional humana y (2) la superación de la idolatría animista en aras de un monoteísmo, solar primero y espiritual luego, en la reverencia a Pachacamac – animador trascendental de todo el ser. El culto inca, por consiguiente, previo al arribo de los misioneros europeos, contenía la noción fecunda de una deidad universal y espiritual.
Es un intento audaz de reconstrucción histórica que pretende ubicar al imperio inca en una posición similar a la que la patrística cristiana confirió a la antigüedad grecolatina. La primacía en el proceso de civilizar a los indígenas y de inculcarles una visión monoteísta y espiritual de la divinidad compete, en esta heterodoxa visión, a protagonistas indígenas, no a los conquistadores españoles. De esta manera, se refuta desde el interior mismo de la cristiandad mestiza iberoamericana la noción de los cultos autóctonos como idolatrías satánicas y se les ve como «preparación evangélica». Se recupera así la principal tradición patrística de lidiar con la gentilidad, la cual se inicia con Justino el mártir y culmina con san Agustín.
3) Conquista evangelizadora o acción misionera. ¿Debe la evangelización ser precedida por la conquista militar o, por el contrario, debe desentenderse de ella? ¿Es posible la cristianización pacífica de las comunidades autóctonas? La mayor parte de los interlocutores, desde fray Ramón Pané,11 a fines del siglo quince hasta José de Acosta,12 casi una centuria después, entendieron que la evangelización de las comunidades autóctonas no podía asegurarse sin un alto grado de violencia militar. Esa estrategia o teología misionera podría catalogarse de conquista evangelizadora.
Sin embargo, comenzando con los frailes dominicos de la Española a principios de la segunda década del siglo dieciséis se perfiló una teología misionera distinta y opuesta que podría titularse como acción misionera, la cual se funda exclusivamente sobre la persuasión pacífica. La primera recomendación al respecto procedió aparentemente de fray Pedro de Córdoba, líder de esa congregación religiosa, al recomendar al joven rey Carlos que el primer acercamiento a los indígenas debían hacerlo exclusivamente religiosos sin la compañía de hombres armados. Esta sugerencia parte, por un lado, de la trágica experiencia de los antillanos «porque estas islas é tierras nuevamente descubiertas y halladas tan llenas de gentes… han sido y son oy destruidas y despobladas por las grandes crueldades que en ellas los cristianos han hecho…» Utiliza una analogía bíblica para expresar la opresión a que se someten los nativos: «Pharaon y los egiptios aun no cometieron tanta crueldad contra el pueblo de Israel». Brota también esta visión alterna y disidente de la inicial expresión de una utopía que resurgirá continuamente por todo el siglo dieciséis: la posibilidad de reconstituir en el Nuevo Mundo, libre de la decadencia europea, las virtudes del cristianismo apostólico. «Que si entre ellos entraran predicadores solos, sin las fuerças e violencias destos malaventurados cristianos, pienso que se pudiera en ellos fundar quasi tan excellente yglesia como fue la primitiva».13
Los dominicos de la Española insisten en la acción misionera desprovista de toda coacción violenta y cautiverio forzoso. «Se podrán traer las gentes de aquel Nuevo Mundo que Dios dio a V. M., al yugo suave de Cristo y su fe… sin que los tomen sus cosas por fuerza, y les conserven sus señoríos, excepto la suprema jurisdicción que es de V. M., ni los asuelen… y no de presto como agora se hace hasta verlos matar».
En caso de que la corona y sus consejeros no consideren factible la evangelización de los indígenas sin mediar acciones bélicas proponen una medida radical que no sería atendida: dejarlos quietos en su infidelidad y aislamiento. «Si… lo tienen por imposible… desde agora suplicamos a V. M., por el bien que queremos a su real conciencia y ánima, que V. M. los mande dejar, que mucho mejor es que ellos solos se vayan al infierno, como antes, que no que los nuestros y ellos, y el nombre de Cristo sea blasfemado entre aquellas gentes por el mal ejemplo de los nuestros y que el ánima de V. M., que vale más que todo el mundo, padezca detrimento».14 Es preferible, de acuerdo a esta óptica profética y evangélica, la libertad y la vida, que la servidumbre y la muerte, aunque estas se enmascaren sacrílegamente con el nombre del crucificado.
Quizá en ningún otro momento de la historia las polémicas teológicas cobraron mayor vigencia política y social. Estos tres puntos en debate – el valor de las culturas autóctonas, la validez de sus cultos y el uso de la fuerza militar como estrategia misionera – sacudieron las mentes y los corazones de los principales teólogos españoles del siglo dieciséis, y conmovieron drásticamente los cimientos de las comunidades nativas americanas. No son notas al calce en la historia de nuestros pueblos, que interesen únicamente a eruditos. Fueron elementos decisivos en la formación de una cristiandad colonial en su florecimiento barroco y finalmente en su colapso. Mantienen su vigencia a flor de piel ya que apuntan al meollo de los que nos toca considerar hoy en los albores de un nuevo milenio de la cristiandad: la relación entre los temas perennes de la encarnación/kenosis, las culturas de los pueblos y las teologías en las que estos pretenden manifestar sus peculiares paradigmas y cosmovisiones y su sensibilidad ante lo sagrado y trascendental. Todo ello en contextos sociales en los que imperan, como en el siglo dieciséis, estructuras de violencia, sojuzgamiento y deshumanización.
De esas tortuosas polémicas surge, además, la utopía de una iglesia solidaria con los pobres y humillados de la tierra. La describe, en lúcida alucinación, el anciano Bartolomé de las Casas, cargada su alma de fatigas y amarguras, pero con la misma tenacidad de siempre, en su epístola postrera al papa Pío V,15 en la que anuncia, a contrapelo de las hegemonías contemporáneas el nacimiento de una iglesia pobre que restituye los bienes habidos por los sudores y sangres de los oprimidos, que conoce y respeta los idiomas de los pueblos, que se identifica con sus culturas, que se humilla con los menospreciados, y que en última instancia, de ser indispensable está dispuesta a ofrendar la vida en oblación por los perseguidos.
El retorno de Quetzalcóatl
De esa tradición de la utopía de la iglesia profética florece un nuevo interés por repensar la vivencia y el entendimiento de la fe desde la óptica de las comunidades autóctonas americanas. En este contexto solo pueden apuntarse breves notas sobre los aportes significativos que este esfuerzo de repensar hace a la reflexión teológica general. Son temas claves en el quehacer teológico y eclesial indígena, pero que reclaman la atención de todos los interesados en el futuro de nuestros pueblos y su espiritualidad.
1) La tierra como don divino y madre de la comunidad. El tema de la tierra es crucial en todo diálogo teológico con los pueblos originarios americanos. Es natural que así sea ya que fue la tierra de lo primero que fueron despojados. Sirve, además, de recordatorio de la centralidad que la promesa de la tierra tiene en las escrituras hebreocristianas, desde el pacto divino con Abraham (Génesis 12: 1) hasta la visión escatológica de la nueva Jerusalén (Apocalipsis 21: 10). Este asunto se entronca, sin duda, con la prelación que ahora recibe el tema de la naturaleza y la superación del antropocentrismo occidental, como ha percibido y reiterado desde hace varias décadas Leonardo Boff y, más recientemente, el papa Francisco en su muy provocadora encíclica Laudato Si.
2) La comunidad como matriz de la persona. Nuestro imaginario simbólico occidental agoniza respecto a la individualidad. El Iluminismo europeo ponía sus ilusiones en la razón del individuo ilustrado como vehículo de liberarse de tutelajes ideológicos que laceran la autonomía humana. El valor de esta postura, en medio de las actuales críticas posmodernas, es innegable. Pero, también es indudable la ruptura espiritual que provoca la escisión entre la persona y su comunidad. Esto requiere que prestemos atención a la espiritualidad comunitaria de pueblos que han resistido con mayor eficacia la alienación individualista que aqueja a Occidente, esa que llevó a Camus a aseverar, en tono heroico, que «no hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio».16
3) Ritos, ceremonias y mitos. La discusión ecuménica tradicional se ha dado entre las diferentes iglesias cristianas, sobre todo las que comparten la adhesión a las doctrinas formuladas en los cuatro primeros concilios (Nicea, Constantinopla, Efeso y Calcedonia). Sin embargo, las comunidades autóctonas, al igual que los pueblos afroamericanos, reclaman el respeto y reconocimiento a sus expresiones religiosas recogidas en sus mitos, ceremonias y ritos. El diálogo interreligioso se superpone al ecuménico tradicional y se amplía el espacio de la tolerancia a las espiritualidades alternas.
4) La fiesta de la comunidad. La vida de los pueblos indígenas es trabajosa y en ocasiones raya en la miseria. Bartolomé de las Casas los llamó «los más pobres de los pobres», condición que en muchas lugares de América no se ha alterado. Sin embargo, en ocasiones fundamentales la comunidad se reúne y festeja su existencia. Rigoberta Menchú, quien lleva sobre sus espaldas una historia de dolores y penas, dedica sin embargo buena parte de su fascinante autobiografía a describir las fiestas de su pueblo, como expresiones de regocijo y gratitud por la vida y de solidaridad en el sufrimiento.17 Nuestras congregaciones quizá puedan aprender algo de esta tradición de la fiesta como celebración de la vida y rescatar así nuestro esparcimiento de la banalidad en la que se ha deteriorado.
5) La dualidad sagrada. La formación del patriarcado occidental ha sido objeto de mucho estudio y crítica. Sin caer en posturas románticas que distorsionen la historia de las comunidades autóctonas quizá sea cierto que predomina en estas una concepción dual de la divinidad que puede contribuir a superar el androcentrismo y la misoginia occidentales. Los rostros femeninos de Dios se muestran encarnados en los pueblos originarios, aquellos que lactaron la infancia de nuestras patrias americanas. Podría aseverarse que la popularidad de los cultos marianos en América Latina y el Caribe se monta en buena medida sobre previos cultos autóctonos a diosas madres. Esto ha sido estudiado fructíferamente en relación a la Virgen de la Guadalupe/Tonactinzin en México, y la Virgen de la Caridad del Cobre/Atabey en Cuba.
De Santiago a Ogún Fai: Los desafíos teológicos de los pueblos afroamericanos
En comparación con los considerables ensayos teológicos sobre las comunidades autóctonas, relativamente poco se ha escrito acerca de las afroamericanas. Esa situación sorprende, ya que los trabajos sobre la diáspora del pueblo africano y su exuberante vida espiritual en los territorios del nuevo mundo son innumerables y de primera categoría. De las reflexiones que se han llevado a cabo, surgen varios temas significativos para una teología que aspire a ubicarse en la dirección de la encarnación de la Palabra y la encarnación del evangelio.
1) La diáspora. Si la tierra es un eje temático significativo para las comunidades indígenas, para las afroamericanas lo es el desarraigo, el destierro forzado. Con violencia fueron sustraídos de sus poblaciones nativas y llevados a tierras extrañas, ubicados en un ecosistema desconocido y foráneo. Son pueblos de la diáspora, compelidos a reconstruir su mundo espiritual en extraños suelos y diferentes cielos. El tema bíblico de la diáspora adquiere en este contexto vigencia renovada.
2) El cautiverio. La esclavitud es un eje histórico crucial para la conciencia de los pueblos afroamericanos. El excepcional debate teológico y jurídico sobre la servidumbre y la esclavitud en el siglo dieciséis concernía a las comunidades aborígenes; mientras tanto, América se llenaba de caras y cuerpos africanos forzados a padecer feroz esclavitud. En medio del auge del mercado de africanos y su introducción a las costas del Brasil, el jesuita Antonio Vieira resume desde el púlpito la justificación teológica imperante: «El cautiverio de ustedes no es una desgracia sino un gran milagro, porque sus padres estarán en el infierno por toda la eternidad mientras que ustedes se salvarán gracias a la esclavitud».18 Parece olvidar que el cautiverio es amargo tema central en las sagradas escrituras cristianas.
3) La maldición de Noé. Si las etnias aborígenes se definen predominantemente por categorías culturales más que biológicas, en las comunidades afroamericanas la negritud se ha impuesto como signo de inferioridad social. Lo negro se degrada y menosprecia y parece imposible escapar de ese estigma. La hermosa piel de ébano se convierte en prisión de cuerpos y almas de la cual se liberaría solo tras una larga lucha contra el menosprecio y minusvaloración. La negritud se identifica con la esclavitud y se legitima mediante el uso ideológico de la leyenda bíblica que narra la maldición de Noé a su hijo Cam (Génesis 9,18-27).
4) El sincretismo. Estudios recientes sobre la religiosidad de los pueblos afroamericanos ha revelado una excepcional estrategia de simulación carnavalesca, mediante la cual su peculiar sensibilidad espiritual aprende a sobrevivir en contextos hostiles. Es un mestizaje cúltico distinto al elaborado por las comunidades autóctonas y que, por ende, presenta desafíos diferentes a quienes buscan nuevas vivencias y entendimientos del evangelio. El carnaval, que en América logra su esplendor entre las comunidades afrodescendientes, se transmuta en metáfora jubilosa de este peculiar sincretismo.
5) La música. No hay manera de respetar culturalmente a las comunidades afroamericanas sin reconocer la enorme vitalidad de su memoria histórica la cual se refleja no tanto en los relatos míticos, como entre los pueblos autóctonos, sino en el ritmo y la música. En estos el pueblo negro expresa su endecha y tristeza, pero también su enorme capacidad de resistencia y esperanza. Desde su primera novela, ¡Ecué-Yamba-Ó! Historia afrocubana (1927/1933), hasta sus últimas Concierto barroco (1974) y La consagración de la primavera (1978), el escritor cubano Alejo Carpentier percibió la centralidad vital de la música, sobre todo la ligada a los tambores, para expresar y preservar la espiritualidad afroantillana. Música que en sus expresiones clandestinas y subversivas abarca las profundas angustias expresadas en un canto creole que recoge Carpentier en una de sus novelas:
«Yenvalo moin Papa!
Moin pas mangé q’m bambó
Yenvalou, Papá, yanvalou moin!
Ou vlai moin lavé chaudier,
Yenvalo moin?»
«¿Tendré que seguir lavando las calderas?
¿Tendré que seguir comiendo bambúes?
¡Oh, padre, mi padre!
cuán largo es el penar!»19
- Arcadio Díaz Quiñones, La memoria rota: Ensayos sobre cultura y política (Río Piedras: Ediciones Huracán, 1993). [↩]
- Michel Foucault, Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión (México, D. F.: Siglo XXI, 1995), 37. [↩]
- José Lezama Lima, Paradiso (Madrid: Cátedra, 1993), 498-499. [↩]
- Obras de Francisco de Vitoria: Relecciones teológicas (ed. Teófilo Urdanoz, O. P.) (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1960). [↩]
- Historia de las Indias (México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, 1986), l. 2, c. 58, t. 2, 396. [↩]
- Apologética historia sumaria (ed. Edmundo O’Gorman) (2 vols) (México, D. F.: Universidad Nacional Autónoma, 1967), l. 3, c. 48, t. 1, 257-258. [↩]
- El sermón de Montesinos lo conocemos gracias a Bartolomé de las Casas, quien lo reproduce en su Historia de las Indias, l. 3, c. 4, t. 2, 441-442. [↩]
- Cf. para el mundo cúltico andino Pierre Duviols, La lutte contre les religions autochtones dans le Pérou colonial: l’extirpation de l’idolatrie entre 1532 et 1660 (París-Lima: Institut Français d’Études Andines, 1971) y para el de Mesoamérica Robert Ricard, La conquista espiritual de México. Ensayo sobre el apostolado y los métodos misioneros de las órdenes mendicantes en la Nueva España de 1523-24 a 1572 (México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, 1986). Duviols ha sentenciado que «la démonologie fut sans doute la science théologique la mieux partagée parmi le conquérants et colonisateurs…» (La lutte…, 29). [↩]
- Ibid., 240: «C’est la culture indigène tout entière qui risque de tomber sous la coup de l’interdit». [↩]
- Inca Garcilaso de la Vega, Comentarios reales (2 tomos) (México, D. F.: Secretaría de Educación Pública – Universidad Nacional Autónoma, 1982), tomo 2, IX. 10, 338. [↩]
- Relación acerca de las antigüedades de los indios (ed. por José Juan Arrom) (México, D. F.: Siglo XXI, 1987). [↩]
- De procuranda indorum salute (Predicación del evangelio en las Indias, 1588) (ed. Francisco Mateos, S. J.) (Madrid: Colección España Misionera, 1952). [↩]
- Colección de documentos inéditos relativos al descubrimiento, conquista y organización de las antiguas posesiones españolas de América y Oceanía, sacados de los Archivos del Reino y muy especialmente del de Indias (42 vols.) (Joaquín Pacheco, Francisco Cárdenas y Luis Torres de Mendoza, eds.) (Madrid: Imp. de Quirós, 1864-1884), vol. 11, 217-218. La misiva es del 28 de mayo de 1517. [↩]
- Ibid, vol. 11, 243-249. [↩]
- Se reproduce en Fray Bartolomé de Las Casas: Doctrina (ed. de Agustín Yáñez) (México, D. F.: Universidad Nacional Autónoma, 1941), 163-165. [↩]
- Albert Camus, El mito de Sísifo (Buenos Aires: Editorial Losada, 1975), 13. [↩]
- Rigoberta Menchú y Elizabeth Burgos, Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia (México, D. F: Siglo XXI, décima edición, 1994). [↩]
- Citado por Paulo Suess, Evangelizar desde los proyectos históricos de los otros: diez ensayos de misionología (Quito: Ediciones Abya-Yala, 1995), 82. La referencia es a una homilía predicada en 1633. [↩]
- El reino de este mundo (Río Piedras: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1994), 36. [↩]