Zero Dark Thirty
La metáfora de la oscuridad que sugiere el título de esta película atrevida es referente a las condiciones durante el asalto que mató a Osama Bin Laden y el secretismo que rodeó el operativo más importante de la CIA en lo que va de siglo.
Quiero recordarles a todos los lectores que, aunque el hecho es muy real y sus detalles han sido divulgados en minuciosos reportajes, programas televisivos, informes en revistas y periódicos, esto es una película. Es como el caso de “Argo”, que también es una película y no el pietaje en vivo de los hechos verídicos en los que está basada la cinta.
Sin embargo, la parte más álgida del filme se presenta en la primera parte de la historia. Se trata de la tortura de agua (“waterboarding”) empujada por Dick Chaney e instituida por la administración de George W. Bush, después del ataque a las Torres Gemelas. El filme sugiere que ese mecanismo fue parcialmente responsable de, al fin y al cabo, dar con el arquitecto de 9-11.
Aunque eso ha sido motivo de un número de artículos a favor y en contra de lo que insinúa el filme, la evidencia indica que no es cierto que lo divulgado bajo tortura fuese importante, ni que fuese la clave para dar con Bin Laden. Para empezar, lo ha negado la CIA (¿no creen que hubieran dicho que sí para justificarse?) y casi todos los oficiales de rango partícipes de la campaña para atrapar al árabe saudí. Asimismo, el guionista Mark Boal y la directora, Kathryn Bigelow, han negado que haya una conexión entre la tortura y el desenlace de la misión. Me inclino a creerles, primero porque las escenas de tortura no van más allá de lo que sabemos de Abu Ghraib (donde, en realidad, no se aprendió nada nuevo acerca del terrorista), segundo porque el uso de ese tipo de tortura parece haberse limitado a los años 2002 y 2003; tercero porque la muerte de Osama no ocurrió hasta tres años después que la administración de Obama había prohibido esa forma de interrogación.
El filme, tal vez siguiendo al “Godfather” de Francis Ford Coppola, comienza con la pantalla a oscuras y la voz de alguien atrapado en los escombros de las torres en el bajo Manhattan el 9-11. Una serie de ruidos e imágenes electrónicas van invadiendo el campo de visión y, en unos minutos, el espectador se ha sumido en el terror que debe de haber sido para muchos ese día fatídico. Bigelow logra inmediatamente un gran detalle cinemático al presentarnos al torturador, Dan (Jason Clarke) que podría ser alguien de un suburbio norteamericano que los domingos ve los juegos de fútbol con el vecino. Trivializar el significado moral del torturador y justificar sus acciones (por ejemplo, la tortura fuera de los Estado Unidos, no era tortura) fue parte de la guerra contra el terrorismo de Bush y sus secuaces. Bigelow, lo presenta sin el más mínimo ribete partidista y sin pasar juicio sobre lo que fue un hecho. Eso le da una coherencia artística a un filme que pudo haberse perdido por los acantilados de la demagogia.
Acompañando a Dan y demostrando su rechazo a los métodos sádicos de su colega, está Maya (Jessica Chastain), una investigadora que le ha dedicado todo su tiempo como operativo de la CIA a la caza de Bin Laden. Persistente y detallista, su empeño en continuar la tarea que le ha sido asignada hasta el fin, le rinde frutos, no por usar la tortura, sino por usar su cabeza y creer en los datos que ha visto y conoce.
Al mismo tiempo que esto es una película que califica como thriller, no se pueden esperar situaciones como algunas de las de “Argo”. La búsqueda y ejecución de Bin Laden no se prestan para inventos y revisionismo histórico: los sucesos son demasiado recientes y bien constatados para ser perfumados con tonterías.
El clímax de la cinta, el ataque al complejo en Abbottabad, Pakistán está estructurado con precisión y verosimilitud. Nadie que se interpone a la misión, como fue el caso, sobrevive. No hay un solo momento de sentimentalismo ni conmiseración con el enemigo. Es, además, una secuencia que, desde distintos puntos de vista, nos indica cómo ha evolucionado la guerra y los métodos que hoy día nos ponen a todos a la merced de fuerzas externas.
La cinematografía del australiano Greig Fraser es una de las razones para ver la película. Junto a la dirección de Bigelow, la primera mujer en ganar un Oscar como mejor directora, la fotografía le suple al filme una intensidad de colores, un ritmo y, a la vez, una agilidad, que va definiendo la frustración de los que laboraron tan larga e intensamente en la búsqueda del perpetrador de 9-11.
La película, no cabe duda, es de Jessica Chastain. Con su cabello del rojo que adquieren los ponientes en tierras lejanas y sangrientas, sus pecas sutiles en sus hombros y sobre la nariz, sus pómulos prominentes y sus labios un poco protuberantes, sobre un mentón dividido por una ranura justamente apropiada, ella también representa la vecina de al lado, pero de esas que se mudan antes de que uno se de cuenta de quién iba a ser. La inteligencia que habita en ella se desborda cuando lo tiene que hacer, y sus momentos más dramáticos, y su impaciencia contagiosa, los vivimos con ella porque nos convence de que quiere lograr lo que se ha propuesto. Como si no supiéramos lo que ha de ocurrir. Eso es una actuación. Para mí, una ganadora.