Davos 2016: utopía y pesadilla de la automatización
Desde el punto de vista de quienes luchamos por una transformación profunda de la sociedad no podemos hacer otra cosa que dar la bienvenida al debate sobre la automatización. Si algo se nos ha dicho en años y décadas recientes es que el cambio social radical es imposible: hay que resignarse a las reglas del capitalismo, o de la globalización existente. Como decía Margaret Thatcher: T.I.N.A. o «There Is No Alternative». Pero si la automatización pone algo sobre el tapete es precisamente la posibilidad y yo diría la necesidad de cambios sociales, económicos y políticos profundos. Nos recuerda, cuando más lo necesitamos, que «otro mundo sí es posible» para tomar prestado el lema del movimiento alter-globalización. Un viejo pensador socialista español, Enrique Tierno Galván, decía que «dios nunca abandona al buen marxista». Yo diría, más bien, que el capitalismo nunca abandona al buen (o la buena) marxista. Incesantemente replantea problemas y hace posibles soluciones que reviven a esa tantas veces enterrada escuela de pensamiento.
La automatización es el mejor ejemplo de cómo las reglas del capitalismo convierten las fuerzas productivas que genera en su opuesto, es decir, en fuerzas destructivas. Muestra cómo el capitalismo frustra el potencial benéfico de sus inventos y cómo impide aprovechar el potencial liberador de las potencias tecnológicas que produce.
La automatización conlleva la reducción radical, cuando no la eliminación de lo que Marx llamaba el trabajo directo en la producción. Permite, por tanto, satisfacer las necesidades materiales de todos y todas, a la vez que se reduce el trabajo necesario para hacerlo. Permitiría, es decir, mayor seguridad material para todos y todas y una reducción radical de la jornada de trabajo. Nos permitiría trabajar cuatro o tres horas al día, o tres días a la semana y asegurar una vida materialmente segura para todos y todas. Permitiría ampliar el tiempo libre, es decir, el tiempo disponible para el ocio o las actividades que escogemos libremente (artísticas, deportivas, recreacionales, científicas, familiares, etc.), que Marx llamaba el «reino de la libertad», a costa de las que nos impone la necesidad de asegurar la supervivencia (que Marx llamaba «el reino de la necesidad»). Exigiría y a la vez permitiría una población más capacitada técnicamente para supervisar los procesos productivos cada vez más fundamentados en el conocimiento científico y dotaría a cada uno de tiempo libre para que todos participen activamente en la organización de la sociedad. Es decir, sería la base material pare reducir radicalmente la oposición, la polarización entre el trabajo manual y el trabajo intelectual, entre supervisores y supervisados, entre gobernantes y gobernados. Esto permitiría igualmente un progreso medido como mayor calidad de vida, no como consumo de una cantidad siempre creciente de mercancías. Un progreso que más allá de cierto punto prefiere trabajar menos que aumentar la producción. En pocas palabras: si estamos a las puertas de la «cuarta revolución industrial», de la plena automatización, debiéramos estar entonces a las puertas de un gran avance para la humanidad entera, que tendríamos que abrazar con entusiasmo.
Pero todo lo que hemos dicho supondría que la nueva tecnología, que los procesos automatizados, fuesen propiedad social y que se introdujeran, por tanto, para reducirle tiempo de trabajo a la sociedad y para satisfacer más plenamente las necesidades de todos y todas, incluyendo la necesidad de más tiempo libre para cultivar nuestros talentos y facultades. Pero esas no son las reglas del capitalismo. Aquí esa tecnología es propiedad privada de empresas sometidas a los imperativos que se imponen unas a otras a través de la competencia implacable: la automatización se introduce para aumentar las ganancias privadas y, si no genera tales ganancias, no se introduce. Por eso se convierte en su opuesto: en lugar de una vida más segura, lanza a muchas trabajadoras al desempleo y aumenta la precariedad de otros empleos, en lugar de reducir y aliviar las tareas de los empleados, alarga la jornada de trabajo y la intensifica, en lugar de dar más participación a los productores, aumenta la vigilancia a que se les somete por otros, en lugar de nuestra amiga, se presenta como una amenaza, en lugar de un progreso medido cualitativamente como mejor calidad de vida, impone un crecimiento cuantitativo incesante con terribles consecuencias ecológicas, en lugar de permitir superar el productivismo, se convierte en medio para acelerarlo, en lugar de permitir una relación menos destructiva y conciente con el entorno natural, la hace más ciega e irresponsable.
El problema, en fin, no es la automatización. Al contrario: la automatización entraña una gran promesa para la humanidad. El problema es la automatización según las reglas del capitalismo. Nuestro problema no es denunciar o impedir o atacar la automatización, nuestra tarea es liberarla de las reglas del capitalismo, ponerla al servicio de la humanidad y no del capital. Al decir esto, no estoy afirmando nada nuevo. Hace siglo y medio Marx destacó la tendencia del capitalismo a la automatización, es decir, a la reducción radical del trabajo directo en la producción y destacó también como esa era, precisamente, la forma en que el capitalismo crearía las condiciones para una superación del capitalismo y el surgimiento de una sociedad radicalmente distinta. En el llamado Grundrisse (manuscrito preparatorio de El capital) Marx señala, por ejemplo, como «una vez inserto en el proceso de producción del capital, el medio de trabajo experimenta diversas metamorfosis la última de las cuales es la máquina o más bien un sistema automático de maquinaria…, puesto en movimiento por un autómata, por una fuerza motriz que se mueve a sí misma; este autómata se compone de muchos órganos mecánicos e intelectuales, de tal modo que los obreros mismos solo están determinados como miembros conscientes de tal sistema. En la máquina, y aún más en la maquinaria en cuanto sistema automático, el medio de trabajo está transformado conforme a su valor de uso, es decir a su existencia material -en una existencia adecuada al capital fixe y al capital en general… «. La automatización, en fin, es la conclusión a la que tiende el desarrollo capitalista: está profecía de Marx se cumple cada vez más, como reconocen los dueños del mundo en Davos. Según Marx, por supuesto, (esto no es tan simpático a los amigos de Davos) tal desarrollo técnico hace posible superar el capitalismo. Así nos advierte que: «De que la maquinaria sea la forma más adecuada del valor de uso propio del capital fixe, no se desprende, en modo alguno, que… la relación social del capital sea la más adecuada y mejor… para el empleo de la maquinaria». Tan solo la propiedad colectiva y la administración democrática de las máquinas permitiría realizar su potencial liberador y evitar su transformación en fuerza destructiva.
Como bien ya señalaba Roman Rosdolski en 1968, uno de los más cuidadosos estudiosos de ese texto de Marx: «Hoy en día –en la corriente de una nueva revolución industrial— (Rosdolski escribía en 1968, pero igual parece responder al informe de Davos 2015) difícilmente será necesario… destacar las trascendencia profética de esta concepción inmensamente dinámica y radicalmente optimista. Pues lo que el solitario revolucionario alemán soñaba en 1858 en su exilio londinense ha ingresado hoy –pero solo hoy—al ámbito de lo inmediatamente posible. Solo hoy están dadas, gracias al desarrollo de la técnica moderna, las condiciones para la supresión total y definitiva ‘del robo de trabajo ajeno’; y solo hoy pueden impulsarse las fuerzas productivas de la sociedad, [para] que… en un futuro no demasiado lejano, la medida de la riqueza no sea ya el tiempo de trabajo sino el tiempo disponible, el tiempo de reposo». Y añade Rosdolski: «Mientras hasta el presente todos los métodos en virtud de los cuales se elevaba la productividad del trabajo humano se revelaron al mismo tiempo, dentro de la práctica capitalista, como métodos de una degradación, subordinación y despersonalización cada vez mayores del obrero, actualmente el desarrollo tecnológico ha llegado a un punto en el cual los obreros podrán ser finalmente liberados… de la tortura de la cinta sin fin y del trabajo a destajo y convertirse, de meros apéndices del proceso de producción, en sus verdaderos directores. Por lo tanto, nunca estuvieron tan maduras las condiciones para una transformación socialista de la sociedad, nunca fue el socialismo tan imprescindible y económicamente viable como hoy».
Otros autores continuadores de la obra de Marx han señalado igualmente cómo la automatización es y debe ser el fundamento de una profunda transformación social. Así Ernest Mandel en su clásico El capitalismo tardío (1972) analizaba la tercera revolución tecnológica (basada en la electrónica y los inicios de la automatización) y planteaba cómo «el desarrollo acumulativo de la ciencia y la tecnología» va creando las condiciones para «la liberación de la humanidad de la maldición milenaria del trabajo manual oneroso y mecánico que dificulta y mutila el desarrollo de la personalidad…».
Mandel planteaba igualmente lo que debía ser una nueva fuente de crítica y rechazo del capitalismo: la conciencia de un número creciente de jóvenes estudiantes y profesionales de la contradicción entre el potencial liberador del conocimiento científico y técnico que han adquirido y la forma limitante, mutilada, frustrante que el capitalismo lo utiliza. Para los universitarios estas reflexiones son particularmente interesantes. Según Mandel «el grito de guerra del capitalismo tardío en la educación superior viene a ser: por una ciencia aplicada, especializada y sujeta a la división capitalista del trabajo, una ciencia fragmentada, subordinada a la maximización de ganancias por los monopolios». Así surge una creciente contradicción «entre, por una parte, el crecimiento acumulativo de la ciencia, la necesidad social de apropiársela y diseminarla al máximo, la creciente necesidad individual de conocer y servirse de la ciencia y la tecnología contemporáneas, y, por otra parte, la tendencia inherente del capitalismo a hacer la ciencia una cautiva de sus transacciones y sus cálculos». Como bien señalaba Mandel esto «es esencialmente una forma nueva y específica de la contradicción general del modo de producción capitalista: la contradicción entre la riqueza social en expansión y el trabajo cada vez más enajenado y pauperizado, en la medida que esta riqueza social es prisionera de la propiedad privada».
Esa era también la visión de otro autor marxista, Herbert Marcuse, en textos como Eros y civilización, en los que imagina una sociedad liberada de las formas de represión necesarias para imponer al cuerpo la disciplina del trabajo, y, peor aún, del trabajo explotado. Me limito a una cita: «Liberada de los requerimientos de la dominación, la reducción cuantitativa del tiempo de trabajo y de la energía empleada en él lleva a un cambio cualitativo en la existencia humana: el tiempo libre antes que el de trabajo determina su contenido. El campo cada vez más amplio de la libertad llega a ser en verdad un campo de juego—del libre juego de facultades individuales. Liberadas así, ellas generarán nuevas formas de realización y de descubrimiento del mundo, que a su vez le dará nueva forma al campo de la necesidad, de la lucha por la existencia».
A veces se piensa que al defender a los trabajadores contra la explotación se quiere abrazar la defensa del trabajo. Pero el objetivo del movimiento obrero desde su nacimiento ha sido la reducción de la carga del trabajo, para empezar la reducción de la jornada de trabajo. Nosotros defendemos los empleos, pero no la extensión de la jornada laboral. De hecho, favorecemos la reducción de la jornada laboral sin reducción de salario. Debemos trabajar todos y trabajar menos y tener todos servicios e ingresos garantizados para vivir adecuadamente. Eso es lo que la automatización hace posible. Ya lo decía lo decía Paul Lafargue (yerno de Marx, entre otras cosas) en un panfleto clásico (El derecho a la pereza): si algo deben defender los socialistas es el derecho al ocio.
Pero Marx no solo plantea que la sustitución del trabajo por máquinas y la automatización crean las bases materiales para una sociedad postcapitalista en la que predomine el tiempo libre o disponible, sino que considera que esa tendencia provoca serias tensiones al interior del capitalismo, tensiones que son la fuente de sus crisis recurrentes con todas sus consecuencias. La contradicción puede resumirse brevemente: la ganancia del capital, como el excedente apropiado por todas las clases explotadoras a través de la historia, es trabajo humano (o lo que es igual: el valor de las mercancías y la parte del valor que se convierte en ganancia son representaciones de trabajo humano). Pero el capital tiende a reducir el rol del trabajo en la producción, lo cual se traducirá (saltamos eslabones importantes de la explicación) en una tendencia decreciente de la tasa de ganancia. El capitalismo vive del trabajo vivo, pero reduce el peso relativo del trabajo vivo en la producción (tendencia cuya manifestación más cabal es la tendencia a la automatización): esa es la contradicción reducida al mínimo. Por tal razón, el capitalismo atravesará por crisis recurrentes, en que la producción se paraliza, la miseria y la inseguridad aumentan, no porque haya decaído la capacidad de producir sino porque el capital ha generado más capacidad de producir que la que puede emplear como capital (es decir, como fuente de ganancia) en determinado momento. La más reciente crisis de este tipo la sufrimos en 2008.
Por esta razón la automatización, bajo el capitalismo, augura crisis y una acentuación de sus consecuencias. Por lo mismo, como bien plantea Mandel, el capitalismo solo podrá desarrollar una automatización parcialmente. Una anécdota, probablemente falsa pero iluminadora, relata una conversación entre un ejecutivo de General Motors y Walter Reuther, líder del sindicato de obreros automotrices. Al señalarle el prototipo de un robot, el primero le dice a Reuther: «A ver cómo organizas a ese trabajador». A lo cual Reuther le contesta: «A ver cómo le vendes automóviles». Reuther tiene razón: la automatización haría obsoleta la relación salarial y por tanto, la venta de productos, es decir, acabaría con el capitalismo. El capitalismo siempre será, por tanto, una articulación de procesos automáticos, semiautomáticos y no automáticos, como también señalaba Mandel. (Por un mecanismo bien explicado por Marx, las ganancias de los sectores automatizados o robotizados serán transferencias de las generadas en otros sectores.) Pero, como siempre y quizás más frecuentemente, la expansión basada en la automatización provocará las crisis indicadas, con el aumento del desempleo, la miseria, la caída de salarios reales. El capital, por otro lado, preferirá trasladarse a donde pueda emplear fuerza laboral barata allí donde exista, antes que impulsar la automatización. La misma automatización generará una población desempleada y excedente dispuesta a trabajar por bajos salarios, lo cual limitará las ventajas en términos de reducir costos de la automatización. Podemos esperar, por tanto, mayor inestabilidad, mayor marginación para poblaciones enteras, mayor desigualdad entre regiones. Y podemos esperar mayores reacciones represivas contra esas poblaciones cuando resistan o se rebelen o intenten moverse a los polos de mayor desarrollo social y tecnológico (emigrando, por ejemplo). Y todo esto, irónicamente, como consecuencia de una transformación tecnológica que permitiría lo opuesto: más seguridad material y menos trabajo para todos y todas. Con la tendencia a la automatización que elimina el trabajo de la producción, el capital, que vive de la explotación del trabajo se topa con lo que Mandel llama su «límite inherente absoluto» («absolute inner limit» en la versión en inglés). Eso no quiere decir que desaparezca, ni que colapse. Quiere decir que chocando con ese límite tendrá una existencia cada vez más convulsa, tensa, contradictoria.
En fin, se plantea de nuevo una vieja alternativa: socialismo o barbarie. A veces se piensa que esa frase afirma que el socialismo es inevitable, pues la otra opción sería la barbarie. En realidad plantea lo opuesto: la barbarie es inevitable, a menos que actuemos a tiempo, superando el capitalismo. Me refiero de nuevo a la advertencia de Mandel, más vigente hoy que cuando la formuló: «Aunque las fuerzas productivas puedan conocer todavía un nuevo desarrollo, ello no altera el hecho de que la función histórica del capital ha concluido. De hecho, tal desarrollo cuantitativo de las fuerzas productivas puede, en ciertas circunstancias amenazar sus logros cualitativos. La tesis de Lenin de que no hay situaciones absolutamente irremediables para la burguesía…, no implica que, mientras no ocurra una revolución socialista el modo de producción capitalista podrá sobrevivir indefinidamente, al precio de periodos cada vez mayores de estancamiento económico y crisis social. Pues la automatización generalizada, que implica un decrecimiento más rápido de la masa de plusvalía, no solo opone un obstáculo absoluto a la valorización del capital, que no puede ser superado con ningún aumento de la tasa de plusvalía. La dinámica de despilfarro y destrucción del desarrollo potencial que lo anterior implica en el desarrollo real de las fuerzas productivas, es tan grande que la única alternativa a la autodestrucción del sistema, o incluso de toda la civilización, es una forma superior de sociedad. A despecho de todo el crecimiento internacional de las fuerzas productivas en los últimos veinte años, la opción entre ‘socialismo o barbarie’ adquiere hoy su plena pertinencia».
La conclusión es la que ya señalamos. Tenemos que temerle seriamente a la automatización pero también tenemos que verla como una oportunidad. Oportunidad para retomar los sueños de una sociedad radicalmente distinta, el sueño de una sociedad que garantice a todos y todas condiciones de vida adecuadas y tiempo libre para disfrutar y cultivar nuestras capacidades y relaciones con los demás. Dos autores en un libro que merece una discusión más crítica, más detenida, plantean varias exigencias que podemos y debemos levantar en el futuro inmediato: plena automatización, reducción de la jornada laboral sin reducción de salario, ingreso garantizado para todos y todas y, last but not least, cuestionamiento de la centralidad de la llamada «ética del trabajo» como medio para enfrentar la presente crisis social. Haría más falta una ética del tiempo libre, de la exigencia de garantías sociales y tiempo disponible sobre la base de los avances técnicos a nuestro alance. Ética que exige superar la idea de la vida como algo que hay que ganarse con el sufrimiento. Tema controvertible sin duda. En cada país esto tendrá que tomar formas concretas y Puerto Rico no es la excepción. Pero eso es tema para otro artículo. Por ahora les invito a leer el trabajo que reseñaré en otra oportunidad: Inventing the Future: Postcapitalism and A World Without Work de Nick Srnicek y Alex Williams (London: Verso, 2015).