Invitación a una relectura de la historia reciente de Puerto Rico
En el contexto del Ciclo Revolucionario Atlántico en especial la Revolución Francesa, los periódicos pugnaron por emanciparse de la coacción monárquica y eclesiástica. Desde allí en adelante la “prensa libre” comenzó una larga odisea contra la censura. Los panfletos o folletos rebeldes fueron parte de aquella gesta concebida como el espacio idóneo para articular la voz del Tercer Estado, el Pueblo, ante la Nobleza y la Clerecía. La “prensa libre” surgió como la expresión de una protesta y un compromiso con el cambio. Esto significa que, al lado de la voluntad de informar y conocer, estaba la de criticar y transformar el mundo. La prensa que observaba el acontecer con una imparcialidad rayana en la insensibilidad y el letargo no estaba por ninguna parte: periodismo y activismo iban de la mano. No en balde el Conde de Mirabeau en 1788 reclamaba a los representantes de los 3 estados en el parlamento francés que la primera de las libertades que debía consagrarse era “la libertad de la prensa, la libertad más inviolable, la más ilimitada, la libertad sin la cual no serán conseguidas jamás las otras”. Su afirmación era una acusación directa a la censura como un freno al progreso, el ideal más respetado del siglo 19.
Los avatares de ese fenómeno social y cultural en Puerto Rico los conocemos bien. Durante el siglo 19 la prensa y el periodismo expresaron las vacilaciones políticas entre el conservadurismo y el liberalismo peninsulares. De un lado, la monarquía absoluta la interpretaba como una amenaza a la integridad nacional española. Del otro lado la monarquía limitada liberal y los sectores radicales la juzgaban como una garantía de libertad y progreso. La situación no era distinta a la del contexto de crisis del Antiguo Régimen en Francia. Eso sí: las relaciones coloniales resultaron ser un filtro embarazoso. Los consensos que tomaban los liberales españoles para la península no siempre aplicaban de igual modo en la ínsula por lo que el desarrollo de la prensa y el periodismo en la colonialidad estuvo lleno de tropiezos y desfases. El control oficial fue la orden del siglo. La Gaceta (1806) y el Boletín Mercantil (1839) no fueron ideados, como afirmaba Mirabeau, para estimular las libertades ciudadanas sino como la voz de un poder que, por medio de la censura, frenaba cualquier amenaza real o ficticia a la integridad del orden.
Aquella anomalía no impidió que la prensa se hiciera notar y, con ella, el periodista de la primera modernidad, el que se concebía a veces como la voz del pueblo, y en otras como la voz del poder. Desde El Cigarrón (1814), “órgano de los servilones y desafectos de la constitución”, hasta las primeras décadas del siglo 20, la prensa y el periodismo puertorriqueño mostraron una continuidad extraordinaria. El asunto no deja de sorprender porque la experiencia local, antes y después del 1898, no pareció afectarse con el tipo de prensa corporativa a estilo de William Randolph Hearst cuya retórica había ayudado a manufacturar el ambiente emocional que legitimó la invasión, ocupación y anexión de Puerto Rico como un acto patriótico deseable para el estadounidense común. Los signos distintivos del periodismo y el periodista de la primera modernidad estaban presentes en la segunda modernidad prometida por los invasores. La afirmación me parece válida lo mismo para La Democracia (1893) como para El Águila de Puerto Rico (1902). Las preferencias políticas o editoriales de uno u otro foro no alteraban la situación. Ni siquiera La Correspondencia de Puerto Rico (1890), un diario autosuficiente con notables rasgos modernos escapa de ese juicio.
Esa consideración fue la que hace algún tiempo me condujo a examinar en la prensa estadounidense de los primeros años del siglo 20 la representación de una de las expresiones del catolicismo popular puertorriqueño: el culto de la Monserrate de Hormigueros. En el paso de las tropas invasoras por la localidad en la cual nací, la estructura del vecindario y el culto de los vecinos llamó la atención de los sajones. La aldea se convirtió en un tema recurrente de la prensa continental en el marco de la puesta en el mercado de la nueva posesión como un destino turístico exótico para las clases medias continentales que querían saborear lo español sin viajar a Europa. En aquel ámbito, igual que en la manufactura de una imagen de medios del procerato puertorriqueño para el consumo estadounidense, la indagación arrojó más preguntas que respuestas. La lectura de la prensa hasta 1914 me mostraba escenarios inéditos que otras aproximaciones metodológicas o teóricas no eran capaces de captar. La visible asimetría entre la prensa y el periodismo de aquí y de allá sigue reclamando una explicación profunda en el marco de la representación que elaboró cada una de las partes del otro.
Se sabe cuánto dependió la historiografía profesional tradicional de la prensa y los periodistas, a la hora de forjarse una imagen del pasado puertorriqueño antes y después del 1898. El registro acumulado al socaire de la Gran Depresión, el Nuevo Trato y el reformismo que condujo a una colonialidad más o menos tolerable llamada Estado Libre Asociado, posee una riqueza de matices extraordinaria. El interés de Antonio S. Pedreira por apropiar el tema en El periodismo en Puerto Rico (1941) es un emblema de ello. La prensa y los periodistas habían sido el “archivo” apropiado capaz de registrar las huellas y la memoria de un activismo civil diverso. En ausencia de estructuras archivísticas apropiadas hasta mediados de la década de 1960, aquellas fuentes se constituyeron en el repositorio idóneo para despejar un pasado rico en matices.
Esta larga introducción tiene que ver con el libro de Luis Fernando Coss, De El Nuevo Día al periodismo digital: trayectorias y desafíos (2017). Si para comprender el Puerto Rico de la primera modernidad la prensa cumplió un papel tan protagónico, algo nos dirá la mirada a ese ámbito hoy cuando el país se encuentra en la frontera del fin de aquel proyecto colectivo inconcluso. Para un historiador consciente de su papel, este volumen es un reto franco para que se disponga a mirar uno de los logros de la modernidad, la prensa y el periodismo, desde la capilla ardiente de aquella, es decir, desde la modernidad tardía o la posmodernidad. Para la comprensión creativa del acontecer contemporáneo, revisar el tránsito de El Día de Ponce a El Nuevo Día de San Juan y el reto del periodismo digital, puede ser de utilidad para comprender los choques entre “lo que realmente sucedió” y “la percepción de lo que sucedió” y hasta dónde es posible un balance entre esos extremos en el proceso de transmisión de información.
En torno a un libro: invitación a la lectura
El hilo conductor de todo el libro es la experiencia de El Nuevo Día, su virtual monopolio del mercado publicitario y del tráfico de información y su capacidad para convertir las nuevas formas de conciencia social (más allá de la nación o la clase) en una mercancía aprovechable. La primera parte titulada “El Nuevo Día y la crisis del periodismo contemporáneo”, documenta el papel revolucionario que cumplió al momento de su aparición el 18 de mayo de 1970. Digo “revolucionario” porque ese foro inauguró la “versión más moderna del periodismo puertorriqueño” (18) de la mano de Antonio Luis Ferré al lado del “factor (o fenómeno) Carlos Castañeda” (25). En aquel momento, el diseño y el contenido se juntaron para darle un cariz innovador a la empresa de la información en el país.
Si prescindo del tono heroico en el estilo del historiador Thomas Carlyle, lo “revolucionario” de la aparición de este medio poseía una complejidad que Luis Fernando apunta con precisión. El Nuevo Día brotó en el marco del periodo de distensión de la Guerra Fría (1964-1979) y la recesión económica vinculada a la crisis de los hidrocarburos (1974). Como ha señalado David Harvey, aquel era el final del orden emanado de la segunda posguerra con su liberalismo de rostro humano, y el comienzo del fin del orden bipolar y del estreno del neoliberalismo deshumanizador. En Puerto Rico también hubo un esguince fuera de lo común. En el marco de la dependencia, el país fue testigo del cese de la era del unipartidismo y del inicio de la no menos ominosa era del bipartidismo. La crisis material de los 1970’s tuvo dos efectos concretos. Por un lado, ahondó el sentido de dependencia del puertorriqueño común al afirmar la asimetría colonial en medio de las carencias. Por otro lado, el populismo diluido de la era del Nuevo Trato colapsó en medio de una crisis en el PPD que abrió paso a un estadoísmo progresista de nuevo cuño alrededor del PNP. Aquella propuesta ideológica realizó un interesante ejercicio de autoevaluación y culminó por apropiar el lenguaje de la descolonización igual que lo habían hecho sus antecedentes anexionistas del siglo 19. El nuevo estadoísmo manifestó un consistente crecimiento hasta mediados de la década de 1990 cuando empezó a mostrar señales de agotamiento.
El Nuevo Día, sin duda, fue uno de los interlocutores más visibles en aquella coyuntura. Aparecido como El Día en Ponce en 1911 bajo la dirección de Eugenio Astol, pasó en 1928 a manos de Guillermo Vivas Valdivieso. En 1946 lo compró Empresas Ferré que, al trasladarlo a San Juan tras la victoria de Luis A. Ferré en los comicios de 1968, lo reinventaron y rebautizaron (23) relanzándolo como un medio comprometido con la estadidad (105) en 1970. Aquellos periódicos fueron testigos de dos de las expresiones más descarnadas del colonialismo represivo en el país. Vivas Valdivieso estuvo allí el día de la Masacre de Ponce (1937), y empresas Ferré experimentó los días del Cerro Maravilla (1978) (70). En ambas ocasiones la vacilación, reflejo de sus concepciones políticas se impuso momentáneamente por encima del compromiso con la verdad posible propia del periodismo moderno. El pulso de una época de cambios dramáticos puede sentirse con precisión a través de la prensa de esta índole.
La revolución que significó aquel fenómeno tenía sus fisuras. “Lo que es noticia, es noticia”, afirmaba Antonio Luis Ferré en los 1970’s. Con el fin de validar una utópica objetividad, reclamaba una independencia a la verdad que convertía al periodista en un mero intermediario entre el “acontecimiento” y el “receptor”. Para un historiador que piensa que el hecho histórico es el resultado de la reflexión del historiador, como afirmaba entre otros Lucien Febvre en medio de un debate con los historicistas y los positivistas, el alegato de Ferré resultará algo más que atrevido. Si el historiador se limitara a “contar realmente lo que pasó” bastaría con que fuera un buen narrador. La reducción del periodista a la condición de medio de transmisión devaluaba a esta figura y la alejaba de la idea del periodista de la primera modernidad. Uno de los resultados de ello fue la transformación de la información en una mercancía y su devaluación cultural (156) y la disolución de las fronteras entre la cultura y el entretenimiento. El Nuevo Día es un laboratorio idóneo para comprender ese tránsito.
La segunda parte titulada el “Siglo XXI: La emergencia del periodismo digital” es una aproximación a un asunto que yo había tocado en un libro sobre el periodo entre siglos -del 20 al 21- mirando hacia la literatura en 2007. En aquel entonces miraba con optimismo el papel de la “literatura digital” en el campo de la escritura creativa. A la altura del 2018 debo reconocer que no tomé en consideración que las virtudes y defectos de la “literatura impresa” podían reproducirse en la virtual con matices nuevos en la medida en que ambos universos desembocaran en una relación estable. Hoy estoy en posición de aceptar que, del mismo modo que el rostro de Che Guevara o la hoz y el martillo fueron convertidos en iconos adecuados para una camisilla Nike, la literatura o el periodismo digital también podían producir efectos inesperados. La reflexión desde 2007 al presente me ha enseñado que el responsable de mantener un nivel de calidad en el incierto entramado de lo digital es el creador cultural y el periodista, no los veo como entes distintos, porque de ello depende su supervivencia y la de su arte.
La tesis de Luis Fernando le impone unas responsabilidades extraordinarias al periodismo digital en el marco de lo que llama “la crisis del periodismo contemporáneo” (123 ss), concepto que en el contexto en que se utiliza sugiere el periodismo impreso y, en particular El Nuevo Día. La “explosión” informática y digital, como la denominó Paul Virilio y que tan lúcidamente historió Armand Mattelart desde la década de 1990, viabilizó que desde el 2000 un “periodismo digital” crítico asomara en el país. Desde mi punto de vista lo más valioso de la experiencia ha sido su voluntad de ser crítico e inteligente y no que fuese digital. Lo mismo afirmo de la literatura “digital” o “impresa”: lo más valioso es que sea creativa y capaz de decir cosas que muevan al lector al disfrute estético y la reflexión y no que sea digital.
El panorama que Luis Fernando ofrece informa al lector que, durante la segunda década del siglo 21 el “periodismo digital” se hizo de un lugar a través de la blogosfera, las nerviosas redes sociales y en proyectos de enorme complejidad como Prensa Comunitaria, Noticel, el Centro de Periodismo Investigativo, Sin comillas, Mi Puerto Rico verde, y claro está, 80grados, entre otros. Concurro con el autor en que la aparición del “periodismo digital”, así como el de la “literatura digital”, expresaba una protesta contra el anquilosamiento y jerarquización del orden de lo “impreso”. La ocupación de un espacio abierto por la revolución informática permitió tomar una cautelosa distancia del otro. Pero también entiendo que, en algún momento, la experiencia digital deberá echarle tierra a ese conflicto larvado, olvidarse del dualismo de lo “digital” y lo “impreso” y dedicarse a hacer “periodismo” y “literatura”. Me parece que eso no ha sucedido todavía.
Las razones pueden ser varias. Una de mucha relevancia tiene que ver con la invasión del periodismo impreso, con sus virtudes y sus defectos y la retórica del redactor de medios, al espacio digital. Me parece innegable que lo que una vez se poseyó como una oportunidad para la libertad, en el sentido que Gianni Vattimo le dio al “pensamiento débil” y a la posmodernidad, estaba en peligro de desembocar en lo contrario. Algunas reflexiones de Umberto Eco y Zygmund Bauman sobre el papel de la Internet y las redes sociales han considerado de manera punzante ese asunto y han insistido en que no se confunda la multiplicación matemática de las voces con el avance de la libertad.
Una palabras finales: el sentido de lo “contemporáneo”
Este libro de Luis Fernando Coss conmina al lector a reevaluar la historia contemporánea o reciente de Puerto Rico de una manera original y agresiva. Enfrenta temas que la historiografía tradicional ha evadido o mirado con recelo, escudándose en consideraciones tales como la ausencia de perspectiva y la incertidumbre de un juicio en torno a problemas ocurridos en marcos de tiempo reducidos. En la historiografía tradicional los deberes con el presente fueron desplazados hacia disciplinas como la econometría y la sociología. Por lo bajo se les ha dicho a los historiadores que tienen poco que aportar al asunto. Esa es una herencia de la interpretación moderna de la cual resulta difícil emanciparse pero que los historiadores, esos trabajadores intelectuales que sobreviven reorganizando los rastrojos del pasado, deben tomarse el riesgo de retar.
El volumen que me ocupa, sin ser un libro de historia, evalúa el presente a la luz de uno de sus componentes decisivos: los medios masivos de comunicación en el marco de la transición del orden emanado de la segunda posguerra mundial y el neoliberal. El papel protagónico que aquellos tuvieron en el diseño de la forma en que se ha percibido ese tránsito lo justifica. Ese solo hecho me autoriza a recomendar su lectura. Más que una invitación a conocer lo que pasó, este libro es una convocatoria para que se reflexione sobre cómo se manufacturó una imagen aceptable de ese acontecer y sobre el papel desempeñado por algunos de los actores del proceso. Es también, sin duda, un convite a evaluar la validez o invalidez de esa imagen. Después de todo, ese puede ser el papel que corresponda desempeñar a los intelectuales en un presente que los devalúa.
Que se trate del proyecto periodístico de las empresas Ferré, El Nuevo Día, ya representa una ganancia. A fin cuentas, ya muchos se han convencido de que lo importante no es cómo sucedieron las cosas sino como fueron percibidas y en ese aspecto El Nuevo Día es sin duda “un gran periódico”.
*En Hormigueros, P.R, a 23 de octubre de 2018.