De fantasmas y presentaciones. Fantasmas de Rima Brusi Gil De Lamadrid
A Atabey, Elainne, Jeanette, Joel, José y Madeleine
De los límites y posibilidades de las presentaciones.
En una columna reciente, Mayra Montero defendió la opción de presentar ella su novela, La mitad de la noche. Sumo a sus objeciones que las presentaciones, como los libros, suelen tener varios guiones. A veces son extensos resúmenes de tramas, estrategias de escritura o contextos culturales e históricos, dirigiendo la lectura. Otras, se agobia a los presentes en un despliegue de referencias teóricas y eruditas y de lenguajes crípticos dirigidos a un público que se presume entrenado en los mismos. En casos desafortunados, se toma a la ligera y se ensartan comentarios con digresiones jocosas o personales. Confieso que, al sentarme al aceptar esta encomienda, me sentí víctima y culpable de los males imputados. Qué hacer, –me pregunté–, ¿cómo escapar de tal condena y, a la vez, honrar uno de los ritos primeros de la publicación de un libro urdido en intimidad: su presentación pública, el rito de pasaje que amista al creador con sus lectores en un acto compartido en que un libro se entrega para su devoración. ¿Cómo incentivar su lectura sin develarlo ni gravar sus encantos?
La portada de Fantasmas me sugirió una pista. La imagen de Roberto Silva Ortiz de la Virgen de Regla, venerada en Cuba por católicos y por santeros quienes la asocian a Yemayá, orisha de las aguas y patrona de los marineros, emerge transfija la mirada, su cuerpo suspendido en el mar, la falda al vuelo y con un trasfondo de animales fantásticos.[i] Cuenta la leyenda que su origen data del siglo V en una talla de San Agustín el Africano trasladada a España y, posteriormente, al Caribe tras sobrevivir una tormenta en el Estrecho de Gibraltar. Hoy, su culto incluye a balseros y emigrantes quienes invocan la protección de la Virgen negra al cruzar otros mares. Pienso que Fantasmas es, como su portada, un montaje de cruces, adherencias y desplazamientos: una hibridez conflictiva que reúne lo aparentemente disperso, así como hechos constatables e imaginados que se encuentran y desencuentran. Un convite en el cual una madama alucinada (llámese Rima o la cronista) incita a un pacto de complicidad con los fantasmas del pasado y de su presente. Y quien, al estilo del vestido de la virgen/orisha, se muestra y se oculta en contoneos y en los afectos que atraviesan cuerpos y escrituras. Es así, también, como justifico la presentación de un libro lejos de la falsa seguridad de poseer el secreto y el derecho a enunciarlo. Prefiero festejar la conversación a la que Fantasmas nos invita y a la cual hemos acudido con particular gusto y entendimiento. Así, aquí estamos, aunque en breve tiempo, repartiéndonos el habla en la posibilidad de otra comunidad hecha de palabras, aquellas que interrumpen el ruido y el azote de la crisis fiscal y estatal, de las ruinas de María, de la Junta de control y del asedio a la Universidad de Puerto Rico (hoy añadiría los terremotos, el COVID y el bipartidismo). Hacerlo, incluso, incurriendo, maliciosamente, en los riesgos que conlleva toda presentación.
Escuchemos, pues, el rumor de Fantasmas y, como en su portada, fisgoneemos el espacio que media entre el ruedo de la falda salpicada de un mar agitado que se nos aproxima y la figura del monstruo marino que se oculta tras las aguas. “Me llaman desde allá/ larga voz de hoja seca”, escribía el vate Luis Palés Matos azuzando “el susto que toma a las palabras”. Cito de “Puerta al tiempo en tres voces” II.
De los procesos de la memoria y su parentela con la crónica
En sombra de sentido de palabras,
fantasmas de palabras;
en el susto que toma a las palabras
cuando con leve, súbita pisada,
las roza el halo del fulgor del alma; …
¿Qué lenguaje te encuentra, con qué idioma
(ojo inmóvil, voz muda, mano laxa)
podré asirte, columbrar tu imagen,
la imagen de tu imagen reflejada
muy allá de la música-poesía,
muy atrás de los cantos sin palabras?
¿Cómo asir la memoria? ¿Su frágil tesitura, su engañosa vestimenta “en el susto que toma a las palabras”? ¿Cómo distinguir entre el evento –aquello que sucedió–; el recuerdo –el modo en que se imprime como huella en una siquis singular o colectiva– y el trabajo de memoria en tanto la llamamos –invocamos–, o nos llega, –nos convoca? ¿Cómo aparece? ¿En la imagen fija, detenida, icónica o en el sinuoso devenir de las asociaciones, de lo relacional que péndula y contagia una experiencia con otra? ¿Qué equipaje trae? ¿Cuán confiable es? Del saco de los recuerdos, uno entre otros viaja al presente capturando capas de tiempo, espacio y voces en el camino, transformándose en nuevas combinatorias y explosiones de sentido. Lo sensorial es uno de sus detonantes. En Fantasmas el olor, el más desconfiable de los sentidos para la cultura occidental es lo que suscita el texto y los cuerpos maternos que lo suturan:
El olor era claro, agudo, perfecta e inevitablemente separable de otros olores en su entorno. Pero a la vez me resultaba desconocido, no identificable. …Nadie más podía olerlo. Solo Yo. …Un olor que visita con frecuencia…pero sin aviso. En la jerarquía de los sentidos, el olor no es demasiado importante… Pero de algún modo es un goce… Porque el fantasmal olor que me visita es un misterio…empezando por mi propio cuerpo y mis sentidos…para recordar que a veces, incluso sin querer, incluso en las áreas más triviales, más ridículas, nuestro cuerpo nos permite, nos impulsa y nos obliga a crear y recrear lo innombrable, lo inefable, lo que no existe. (13-18)
Convocada por el olor, la memoria se apalabra a partir de sus propias fallas y carencias, danzante en la turbulencia de múltiples estímulos que se atropellan entre sí:
La definen ciertos animalitos. Gallos, gallinas y pollos. Culebras, ratones, cabros y conejos. Caracoles, cangrejos, perros, monos, vacas, tortugas. La definen ciertos lugares. Las montañas. El río. Un valle, una casa de madera, una casa de cemento, un edificio parcialmente dilapidado, otro en franca ruina. Un Nueva York sórdido, una Colombia fantasmal, un Puerto Rico a ratos verde, a ratos gris. (21)
Es ese el mapa tentativo de Fantasmas. No privilegia entre lo personal y lo social, lo cotidiano y lo excepcional, lo ocurrido, lo presentido y lo imaginado. No distingue entre el cuerpo, los sentidos y los afectos; la razón y la imaginación. Sabe, también, que no hay memoria sin olvido, ni olvido sin memoria. De ahí la conjetura:
¿Se vale escribir memorias llenas de huecos?… podría inventar lo que falta…qué tal si lo que quiero contar…es precisamente lo que no recuerdo bien? …Aún los recuerdos más rotundos y concretos son tenues, borrosos en las orillas, escasos en sonido y textura. Son temblorosos, pero están vivos. Articularlos es como atrapar y proteger una pequeña mariposa nocturna, tenerla oculta en el hueco de mi mano… (30-31)
¿Cuáles se tejen en Fantasmas? ¿Qué forma asumen? ¿Por qué la crónica, ese amasijo de “fantasmas de palabras”, y sus tretas de argucia contra el olvido? ¿Ahora, cuando enunciar con elocuencia, el buen decir, se ha vuelto más sospechoso y elusivo en la era informática? Entre la parcial subjetividad del cronista quien ingresa como uno de sus personajes y la validez fáctica de lo contado es una escritura precaria y provisional que rescata del conjunto detalles empecinados en los cuales la memoria, blanda e inconstante, escarba las trazas de lo que acontece. Y, ¿cuál es su evento, el hilo que remienda sus costuras, su posibilidad de impactar y transformar? ¿El relato de una vida, de otras? ¿Qué tropos la imantan? ¿Vagar, divagar acaso?[ii] En sus connotaciones suplementa el indicio de la virgen/orisha desplazándose. Y, como el olor, se esparce sin respetar fronteras territoriales ni identitarias. Promueve armar la memoria en un archivo alternativo que pesquisa pistas en cartas, fotos, recortes de revistas, relatos propios y ajenos, en hábitos cotidianos, así como en el lapso breve e interrumpido de visitas y llamadas. Araña el hueco que deja el abrazo no otorgado y los olvidos urgidos de aquella, quien estando ausente, imposta su presencia: “…la historia de mis padres debe contarse…Mi madre era una figura de la que todos preguntaban…pero nadie quería saber.” (111)
Varios viajes enhebran el relato transitando fronteras de tiempos y espacios discontinuos; empatando ordenamientos y desarreglos familiares, jurídicos y científicos; exhibiendo aquello que la racionalidad moderna purga y desaloja.[iii] Entre el presente de la madre que busca asir, “columbrar tu imagen”, la del hijo, y el trazado de su genealogía materna se narra un país, o más bien varios, coexistiendo. Pienso que no es al azar que la primera referencia sea el festival musical Mar y Sol celebrado en 1972 en Vega Baja, nuestro remedo de Woodstock. “Llegaron los hippies”, escrito en 1978 por Manuel Abreu Adorno, es su solitaria ficción relatando, –entre la sorna, el escándalo y la empatía–, una trama soterrada de nuestra anunciada entrada a la modernidad: la de los baby boomers, mi generación. Décadas bajo el nuevo imperio, y en el marco de la posguerra, la contracultura osciló entre las figuras del jipi y el guerrillero, entre las consignas de Paz y Amor y las de la Nueva Trova cubana y latinoamericana.[iv] En el marco de un país que se declaraba vitrina de la democracia y el progreso se exportaba una imagen triunfal ya astillada. En el falso fulgor del Estado Libre Asociado y Operación Manos a la Obra, del Cemento Ferré y las 936 y sus crías, –las plantas manufactureras y las farmacéuticas–, de los fondos federales, del juego de las sillitas del PPD/PNP y de los encubiertos e informantes quienes, torpemente, vigilaban a una izquierda que se reagrupaba, es que Marisol Malaret inició el desfile de las reinas de belleza y Lucecita Benítez y la Fania All Stars, el musical, en un ambiente tensado entre cocolos y roqueros. Mientras, nuestros atletas competían mundialmente exhibiendo cuerpos saludables patentizando que el hambre y las miasmas de la otrora charca y del tiempo muerto habían sido vencidos. Simultáneamente, un tibio nacionalismo cultural –blanco, católico e hispanófilo– se asentaba en instituciones culturales y educativas obliterando tanto marcas de clase, raza y género como a las de la emigración que se hacía diáspora –comunidad– allende el mar. No estábamos para excedentes colaterales del milagro puertorriqueño y, mucho menos, para que, de repente, descendieran cincuenta mil pelús del Norte, –y unos cuentos colaos de la Isla–, en la tranquilidad del llano costeño e, igualmente, desaparecieran. Otra era se insinuaba en una colonia que se resiste, aún, a pensarse como tal.
Es en el pacto sellado en un viaje de LSD en Nueva York que se concibe a la protagonista iniciándose un periplo nómada –a traspiés del sueño ciudadano y de la modernidad prometida– que la llevará, en intervalos de mar y tierra, a San Juan, Colombia, Luquillo y Nueva York (entre otras estaciones) y a improvisados albergues presagiando la vida inclemente del deambulante. O, a la relativa normalidad de la casa de los abuelos paternos en donde una incipiente clase media transaba tradiciones y escándalos, normas y tabús, con “…el impetú amarrado y las pasiones domesticadas.” (62) La miseria del errar narcómano se cruza con experiencias fallidas de latinoamericanismo y caribeñismo en la fútil búsqueda de orígenes y felicidad comunitarias como horizontes que difieran de los modelos ciudadanos de la familia, el trabajo y el bienestar personal. Sin embargo, ambos intentos, de indigenismo en Santa Marta, Colombia, y de santería en Luquillo, serán fallidos. Palominos es una aldea de jipis e indigentes mestizos vestidos de Salvation Army que venden facsímiles de ritos y oficios ancestrales en falsa comunión con aquellos que siguen siendo los otros extranjeros. En tanto, el rito iniciático en los misterios de Changó no disimula la prisa y el bajo costo de sus ceremonias. Cooptados los legados araucos y afroantillanos por las fantasmagorías de un capitalismo y un neoliberalismo de consumo (aún de la espiritualidad) son para la niña un espectáculo descreído en el cual solo fulgura el deseo por la madre. De ambos escapará Teté. Una vez más.
“¿Qué lenguaje te encuentra, con qué idioma…muy atrás de los cantos sin palabras?”, escribía Palés. De Palomino, solo restan pocos recuerdos, más bien una colección de olvidos. Del Batá, fueron los mitos, las historias, el patakí más que las “novelas de Telemundo y los chismes del TeVE Guía.” (90) Y, aún en la envidia por el frenesí del trance, “mi corazón late a un ritmo distinto, un ritmo obstinado y pequeño.” (94) Otros son sus fantasmas: los “olores objetables” que inducen la memoria, los misterios incitados por la biblioteca de la casa de los abuelos paternos, la pulsión de la escritura hurtada a las tareas profesionales y domésticas, la maternidad asumida con dolor y goce. En el relato del abandono de la madre “…que tantas veces se ha ido” la cronista di(vaga) y teje con hilos sueltos una carta de amor y despedida a Teté como condición de su estar en el mundo: “Regresé porque el amor tira en mí con más fuerza que la desesperación, que el hueco de la noche, y que la oscuridad que tal vez heredé de mi propia madre y su partida.” (130) Por ello, la traumática recuperación de una ausencia termina con la mirada presa de la imagen del hijo amado que danza en las espumas de otro mar, el Pacífico: “Si lo vuelvo verbo, existe…en lo inmediato…en lo presente.” (134)
Por qué se van las madres o de cómo ahuyentar un zombi. Me permito otra cita, esta vez del poemario de Estrategias de la catedral de Vanessa Droz:[v]
Vivo en esa incandescencia
Que es la ausencia de sonido.
Soy eso que –de vez en cuando–
Cada vez menos –acontece.
Soy eso que siempre cae,
la materia de la caída …
todos ellos un cadáver solo
como esta tumefacta
aglomeración de palabras.
Desde la portada de Fantasmas la figura protectora y amenazante de la Virgen/Orisha anticipa la proliferación de modos conflictivos de la maternidad y su resistencia a una representación tersa. En un prisma que abarca a abuelas, madres e hijas me detengo en la de Teté “eso que -de vez en cuando-ada vez menos-acontece. Soy eso que siempre cae”. Teté, la jipi indócil del pasado, la narcómana irredenta del presente. Teté, el trazo que se busca borrar para posibilitar nuevas memorias emplazada la fantasmática peligrosidad de la madre ausente. Teté, para quien la alteración sensorial transita el sexo, las drogas y el trance batá así como la rebeldía a regímenes de control y vigilancia sanitarios y coloniales que le impiden la residencia, el abrazo prolongado: “Teté quería irse. Necesitaba otra cosa, otra vida, otro lugar.” (45)
La relación entre el cuerpo, la conciencia, las emociones y las drogas tiene una larga historia vinculada a la sociedad y a la cultura.[vi] Varias premisas son constantes. En tanto límite de la razón moderna y sus estrategias de control, la adicción se asocia a la dependencia y a la crisis de voluntad de un sujeto que se presume soberano y productivo. En tanto exceso de un deseo inagotable disuelve la persona y turba la percepción normativa del juicio y de la realidad. En tanto desborde y desgaste su figura es la atrofia: el cuerpo roto, mermado y llagado, “todos ellos un cadáver solo/como esta tumefacta aglomeración de palabras”. Una lectura apresurada de Fantasmas podría confirmar lo anterior. Controlada la voz narrativa por la cronista, Teté aparece referida tanto por la hija como por otras voces que se disputan su representación. Aunque emerge en los recuerdos, estos son residuos de una escena anterior a la cual ni el lector ni la cronista tienen acceso pleno. Incluso su palabra se enmarca en bastardillas. Del adicto desconfiamos de su habla: engañosa, esquiva, elusiva. La data abonada en breves conversaciones filiales las diluye el equívoco y la incredulidad: “bailes delicados, mente en fuga y pies descalzos sobre el filo de la cordialidad y la cordura.” (26) Reencuentros cada vez más dilatados en la intemperie del deambular y reducidos a resolverle la cura/veneno. La despedida necesaria para sobrevivir la propia maternidad enfatiza la distancia entre el cuerpo cuidado, en tanto albergue de otro, y los partos de Teté, su cuerpo débil y enflaquecido visto como cuerpo/basura, desechable en la mirada escandalizada de policías y médicos ante una escena que insulta códigos éticos, legales y sanitarios. Intervenciones familiares y de amigos, sanatorios mentales, clínicos, programas de rehabilitación e inmigración forzada se anulan unos a otros en la terca resistencia de Teté. En ella se cumpliría la sentencia de que, sin introspección e introyección, la voz y el cuerpo demandante del adicto es resto, “la materia de la caída.”[vii]
Como las vidas precarias despojadas de voz y derechos que estudia Judith Butler en prisioneros de guerra e inmigrantes ilegales, el adicto es el límite de lo decible y mostrable en la esfera pública. Una analogía recurrente es la del zombi, la transmutación fantasmal que ha sustituido al vampiro y a la criatura de Frankestein en la representación de los miedos contemporáneos. Cooptado del contexto de la religiosidad vudú por la industria cultural, su estado de suspensión entre la vida y la muerte trasciende su insatisfecha hambre caníbal personificando, en su figura deshilachada, la seducción del consumo –de bienes, de drogas, de placeres– y sus peligros. En el Caribe se ha visto como metáfora del trópico monstruoso, no civilizado ante Occidente, así como residual de la esclavitud en la plantación persistiendo en economías modernas como fuerza de trabajo descartable. Lecturas recientes, como la de Daphne Duchesne Sotomayor, asume cautelosamente lo anterior al preguntarse, a partir de la novela Malas Hierbas de Pedro Cabiya, si es posible hablar de una escritura zombi; esto es, que trascienda el binarismo de lo humano y lo inhumano y que, al modo del cyborg, produzca zonas de contagios entre comunidades diversas generando una “ilegitimidad creativa”. (61-62)
No es arbitrario, por ende, que la crónica (género híbrido por demás) y el vagar/divagar (propio del viaje) conduzca al zombi. Su primera preñez e inicio del deambular de la madre coincide con el filme El príncipe de las tinieblas incitando su reiterado terror “abstracto y borroso” a “las bocas y los pasos lentos de esos muertos en vida”. (74, 81) La maternidad y el reconocimiento de la fallida clausura, es su cura/veneno al terror a los zombis, el cual: “… surge de la tristeza sin fondo de nunca haber podido devolverle a mi Teté el canto de alma que le faltaba. El miedo a los zombis es también el miedo a mi propio potencial para perder pedazos del alma.” (82) Sin embargo, el texto contradice la zombificación como rapto del alma, la voluntad y el cuerpo. Varios teóricos se han ocupado de subrayar lo indecible/indecidible de la condición adicta, renuente al sicoanálisis y al conocimiento jurídico y científico.[viii] Como ha argumentado Ronell, es sujeto a la deriva entre la pérdida de sí y el mundo y la promesa de una exterioridad de las normas y la percepción normativa: de proximidad al cosmos, a la naturaleza, al éxtasis individual y colectivo, dionisíaco, del eros, la muerte, lo sagrado y la caída. Se pregunta, acaso, si produce otro saber que no podemos escuchar, un torbellino de saber: “Vivo en esa incandescencia/Que es la ausencia de sonido”. En tanto enigma, Ronell admite la derrota de nuestros paradigmas de juicio: el adicto no debe ser condenado ni idealizado.
¿Cómo dar cuenta, entonces, de su alteridad fantasmal, de su acecho espectral? ¿Podríamos emparentarlo con la literatura: irreducible su sentido, implosionada su forma? En Fantasmas, Teté es más que cuerpo escoria o estadístico. Su habla, falaz e intermitente, también. Son la materia del archivo alternativo que es la memoria y de aquel que, más que muerto y más que vivo, es sobreviviente, incluso, de sus cenizas. Sospecho que, aún sin proponérselo, la crónica escucha su demanda: entablilla el cuerpo y libera la voz para que Teté, la madre, emerja de las ruinas. Reunir los fragmentos y los silencios, restituir el dolor de la ausencia y la pérdida, recuperar e impugnar el legado rebelde es la cura/veneno que incoa la escritura.
“¿Qué lenguaje te encuentra, con qué idioma/ (ojo inmóvil, voz muda, mano laxa)”, escribía Palés. De Teté, aquella que habla en el lenguaje privado de la “isla Tortuga”, la del cuerpo quebrado, la que escapa a los diversos intentos de disciplinar y arrestar la promesa imposible a la que no renuncia, la que acepta no ejercer la maternidad como acto de desprendimiento de sí, de empatía con el otro de su carne, pocas veces asistimos a su aparición, a su voz desvaída, cortada. Sin embargo, su ruta –una composta de fotos, cartas, diálogos y llamadas telefónicas– transversa la memoria entre el pasado y el presente. Camino al pueblito del Norte donde vive Teté, sabemos de la escritura urgente: la de la maternidad. Decidir el origen del nombre propio es un juego de equívocos:
Teté ríe. Está…casi siempre deprimida. O algo así, algo clínico, no me queda claro qué, pero ello, lo que sea, no impide que se divierta con el lenguaje, con la sonoridad de ciertas palabras, la musicalidad o el absurdo de ciertas expresiones. Compartimos eso. También río… (24)
Teté aconseja a la hija que debe compartir con su médico la singularidad de su concepción ensartada en la alteración sensorial y del sentido común. Tal es el consejo materno, su manual para la vida:
El óvulo es sensible…A mí me metieron en el manicomio y me electrocutaron cuando tú eras óvulo…nos metimos todo ese ácido…Cuando electrocutaron a Rimita el óvulo, estaban también electrocutando a tus hijos…Tienes que decirle como viviste, desde antes de nacer…que en la casa siempre había mafú…siempre había un arma…un estado de desorden y un feeling terrible de que se iba a acabar el mundo, de que todo estaba jodido, de que todo iba a estar peor. Creo que soy yo la que debe escribir ese libro tuyo… (26-28)
Escribir, a tientas y ratos, un relato roto del desamor, del desapego, del desvarío; de la extrañeza que produce la normalidad del bebé: “No es que yo no te amé. Es que fue mucho dolor, cuando naciste, y te llevaron lejos…Mi cuerpo decidió pudrirse, y dejé de sentir…era solo una cosa ausente.” (32-33)
El presente templa la ansiedad diluyéndola en la propia maternidad, en los deberes profesionales y la pasión por la escritura: una vida distinta a la asignada al óvulo. Sobre la relación fáctica priva la fática, la que no necesita corrección ni verificación. Tan solo el contacto de los afectos, vitales, insistentes, inapropiables, contagiosos: [ix]
…los lazos breves de una conversación compartida sola a medias, como quien no quiere la cosa, pero eso está bien. Estamos acostumbradas a renegociar y a calibrar nuestra relación así. Guardando nuestras distancias en el tiempo, el espacio y la mirada. (124)
En la paradoja irresuelta que comparten la condición adicta, la maternidad y la escritura, la cronista se pregunta, finalmente: “¿Y qué tal si este libro que me traído el olor fantasma fuese, al final del día, una especie carta para mi madre? ¿Sería una carta de amor o de renuncia? ¿Sería un gesto ambiguo un rechazo, un saludo, un guiño, un abrazo?” (126) Una carta que, como cualquier otra, lee, también, quien la recibe: nosotros, sus lectores. Una carta lanzada al mar de la Virgen/Orisha, vagando, divagando. Una carta que enlaza la memoria errante de Teté con la memoria intencionada de la cronista y cuyo punto final es la mirada embelesada de la madre atrapando para la palabra la imagen del hijo que emerge de las aguas y: “…que se desliza como esta arena, entre mis dedos, como este momento en mi memoria.” (136) Más allá de la culpa y la vergüenza, de la melancólica nostalgia, subsiste en los mares yuxtapuestos de esta crónica el optimismo cruel de aquello, que sabiéndose imposible, encuentra en la esperanza como tal, –de que algo, otra cosa, es posible–, los cantos de alma a la deriva.
Por ello, y para esta última, “mi compañero, mis hijos y mis amigas me regalan caracoles todo el tiempo y acompañan mi caminar en el inmenso, hermoso y peligroso fondo del mar.” (119). Por ello, toda presentación de libro es haber afectado del amistar. Incluida esta, culpable de divagar en pos de mis propios fantasmas.
* Esta columna fue leída en la presentación de Fantasmas de Rima Brusi Gil De Lamadrid en noviembre de 2019 en el Recinto de Cayey de la Universidad de Puerto Rico y editada posteriormente. A partir de los protocolos de la presentación, exploro la relación entre los procesos de la memoria y el cuerpo materno en la crónica y en sus particulares contextos.
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[i] Me aclara la cronista que el monstruo marino es Olokún, el camino más extraño de Yemayá, quien es una deidad independiente en otros panteones “y que estuvo debajo del agua todo el tiempo, acompañándome de manera curiosamente amable, porque, si bien es monstruoso, también trae consigo el regalo de la profundidad”.
[ii] Sobre la relación entre la narcografía y el relato de viaje ver la “Introducción” de Herrera y Ramos a Droga, cultura y farmacolonialidad.
[iii] Sobre la Guerra Fría y la cultura ver mi ensayo “Frías batallas, ardientes escaramuzas: Guerra y cultura” en Tiempos Binarios. La Guerra Fría desde Puerto Rico y el Caribe.
[iv]La CORCO es hoy su monumento fantasmal y la bioisla su legado. Sobre este tema ver de Miriam Muñiz, “El Farmacón colonial: La Bioisla” en (269-282). Muñiz retoma el concepto de farmacón de “La farmacia de Platón” extrapolando los sentidos opuestos de cura en la relación entre logos y escritura, voz y verdad, al ámbito de remedio/veneno en la bioeconomía posfordista, específicamente en la producción y consumo de medicamentos. Otros teóricos del libro mencionado lo exploran respecto a las drogas duras y otros modos de la adicción del consumo capitalista y sus políticas neocoloniales: el porno, los deportes, entre otros. Así, por ejemplo, el ensayo de Paul Beatriz Preciado “La era farmacopornográfica” (245-268): y el capitalismo gore y sus estados liminales entre el goce y la muerte en el de Sayak Valencia, “El capitalismo como construcción cultural” (305-322). Lo gore sería el ejercicio sistemático y repetido de las violencias más explícitas para generar capital. El mismo incluye lo excitable para el cual violencia no es ya un medio sino un fin. Para el estudio de la cultura ver sus usos rituales y contestarios en los de Néstor Perlongher “La religión de la Ayahuasca” (97-126) y en Juan Duchesne Winter “El Yonqui, el Yanqui y la Cosa” (145-160).
[v] El poemario de Vanessa Droz persigue la danza solitaria de una tecata, su propio vértigo en tanto enigma espectral, olvidada de y por la ciudad de las luces. Orfandada de todos es el fuego fatuo de nuestras utopías ciudadanas, los límites del compromiso ético, recuperable en la voz poética que respeta su alteridad radical. Ver mi ensayo “Estigmas ciudadanos…”.
[vi] Refiero a los ensayos incluidos en Droga, cultura y farmacolonialidad y a la Introducción de Herrera y Ramos. De particular relevancia a la cultura el libro inicia con el tabaco y la cubanidad en Fernando Ortiz “De la transculturación del tabaco” (33-44) y cierra con tropos y jergas de los lenguajes narcos en el ensayo de Rossana Reguillo “La narcomáquina y el trabajo de la violencia: Apuntes para su decodificación” (323-342).
[vii] Sobre el cuerpo/basura refiero al ensayo de Avita Ronell, “Hacia un narcoanálisis” incluido en Droga, cultura y farmacolonialidad (127-144).
[viii] Ver Ronell, Reguillo y de Eve Kosofsky Sedwig “Epidemias de la voluntad” en Droga, cultura y farmacolonialidad 203-220. Para Kosofsky la compulsión narcómana requiere una ética relacional que reemplace la legislación antidroga, la tolerancia con el narcotráfico y la violación de garantías constitucionales y derechos humanos mediante su acceso seguro y gratuito y centros de salud integrados. Para Reguillo ante la violencia estructural, utilitaria y expresiva es menester una contramáquina, un “conjunto de dispositivos frágiles, intermitentes, expresivos y fragmentados que la sociedad despliega para resistir, visibilizar o sustraer poder”. (336) Es la sociedad su actor, no el estado, en operativos residuales que operan con los saberes a la mano (marchas, asociaciones, prensa entre otras) o emergentes en un espacio distinto auspiciado por la expresividad de los nuevos medios de información (red, blog, performance) y de escritura e imagen como el fotoperiodismo y la crónica.
[ix] Afecto entendido como las capacidades relaciones que donan y reciben intensidades más allá de la razón y las emociones, lo humano y lo in/pos/transhumano. Un palimsesto de alianzas e interrupciones cuya superficie son, sobre todo, los cuerpos y que afecta y es afectado por entes y colectividades. Sin referentes o constataciones los afectos se asocian a lo expresivo y diferencial. Sobre este tema ver los ensayos incluidos en The Affect Theory Reader, sobre todo “Cruel Optimism” (93-117) de Laureen Berlant, “Writing Shame” de Elspeth Probyn (71-92) y “Modulating the Excess of Affect: Morale in a State of Total War” (161-185).
Bibliografía
Brusi Gil De Lamadrid, Rima. Fantasmas, Editorial Educativa Emergente, 2019.
Butler, Judith. Precarious Life. The Powers of Mourning and Violence. Verso, 2004.
Duchesne Sotomayor, Dafne. ¿Qué ocurre cuando el zombi habla? Editorial Educación Emergente, 2020.
Fernández Olmo, Margarite y Elizabeth Paravisini. Creole Religions of the Caribbean. NYU Press, 2011.
Gregg, Melissa y Gregory Seigworth, editores. The Affect Theory Reader. Duke University Press. 2010.
Herrera, Lizardo y Julio Ramos, editores. Droga, cultura y farmacolonialidad: la alteración narcográfica. Universidad de Chile, 2018.
Montero, Mayra. “Odiosas preguntas”. El Nuevo Día. 27 de octubre 2019. Consultado 29 de octubre de 2019.
Rodríguez Castro, Malena. “Frías batallas, ardientes escaramuzas: Guerra y cultura”, Tiempos Binarios. La Guerra Fría desde Puerto Rico y el Caribe. Ediciones Callejón, 2017, 251-294.
Rodríguez Castro, Malena. “Estigmas ciudadanos: Monstruosidad y locura en la literatura puertorriqueña”. Escrituras en contrapunto: Debates y lecturas para una historia crítica de la literatura puertorriqueña. Editores Marta Aponte, Juan Gelpí y Malena Rodríguez Castro. Editorial Universidad de Puerto Rico, 2015, 365-420.