De lo superfluo
El lado negativo en este recrudecimiento de hipótesis del desastre y teorías de reconstrucción que asientan tanto miradas introspectivas como desesperadas soluciones que vendrían de ultramar, es el efecto relativizador contra la pertinencia y singularidad de cualquier pronunciamiento particular, producto de la saturación, fatiga y eventual cancelación de la conversación pública.
Acepto el peligro de contribuir aún más a este babélico orden de las cosas con otra “indispensable” opinión sobre el asunto de la crisis económica. Si me aventuro a hacerlo es en reacción a otro problema que plantea el presente estado de confusión y sonaera, que es el monopolio discursivo que voces expertas, ya sea de la banca o las ciencias económicas, reclaman para sí en medio de una situación que se considera demasiado técnica para que cualquiera opine o “dispare de la baqueta”, términos con los cuales se ningunea del saque a cualquier opinante que no venga de los bastiones tradicionales de peritaje económico.
La crítica preconcebida contra los que nos aventuramos a opinar sobre el último capítulo de nuestra prolongada crisis se sirve de nuestra “natural” tendencia a la “sobre-simplificación”, versus la presumida complejidad del asunto, que va de lo legal a lo político, pasando por la “objetivísima” vertiente económica.
Hoy me iré por uno de esos flancos “pedestres”, uno que domina las mentes de todo aquel con el poder para reasignar recursos, eliminar programas, “apretar cinturones”, o cualquier otra expresión con la que se designan los actos de encogimiento presupuestario y consolidación en periodos de escasez de recursos. Quiero hablar de la preconcepción de lo superfluo.
Se habla de la unidad en la crisis, casi como conjuro, cuando las crisis pueden muy fácilmente degenerar en enfrentamientos entre las distintas fuerzas políticas que se reparten el País, desde sus clases acomodadas hasta sus organizaciones gremiales, cada segmento enfocado en el único propósito de salvar su pedazo del pastel; olvídate del bien común.
No es que el resto permanezcamos fuera de la discusión; de hecho, los medios aprovechan el presente estado de ansiedad para exacerbar el ángulo de potenciales recortes, pues de todas las noticias de la crisis, esa es la que más puede configurarse con rostros de víctimas específicas, y así mantener los necesarios niveles de drama que nos mantendrán aferrados a la noticia, hasta que nos acostumbremos a ella, o hasta que muera como cualquier otro ciclo de novedad inicial e irreversible hastío.
No quisiera abonar aún más a la narrativa de víctimas oprimidas y opresores encumbrados, y no porque no existan estos bandos en la realidad cotidiana del País, sino porque me parece que la víctima en este caso, al mirar lo que atesora, o aquello que le parece importante, comparte la misma cosmovisión de lo esencial que se la adjudica a su alegado opresor. En la medida en que se retraen a un mismo discurso de exaltación de lo privado, de aquello que asegura su bienestar personal, antes que entender como necesidad las inversiones en el bien común, que son las que al final del día tendrían la capacidad de comprarle futuro al País, no hay víctimas aquí, sino una gran masa de opresores en medio de un arrebato autodestructivo.
Y es que en el clima de desesperación y angustia que diseminan los medios de comunicación y las redes sociales —el primero explotando el morbo, el segundo acopiando las descargas emocionales del día—, vuelve uno a encontrar la misma mentalidad de finca privada, de bienestares familiares antepuestos a bienestares comunes, que son las conductas que alimentaron el aparato de privilegios e inequidad de nuestra miserable convivencia.
Frente a ese resurgir de la mezquindad nuestra de cada día, me interesa repasar las hipótesis de esencialidad que articulan las categorías de lo necesario e indispensable, o de lo superfluo como su unilateral reverso, pero sobre todo enfrentar quiénes son los llamados a definirlas y si, en efecto, estos le sirven bien al País, se sirven de él, o le sirven a intereses específicos dentro de un oscuro concepto de la lealtad. Por encimita ya uno ve que contrario a la experiencia del día siguiente del huracán, la aparente calma aún en medio de la debacle económica no ha producido el escenario de tragedia que activa las vernáculas reservas de solidaridad y cariño comunal. El desconcierto inicial tal parece que ha dejado inalterado el abordaje de la administración del País, y de sus posibles rutas de salvación, al punto de que se habla de “volver a” antes que “dejar de”, como objetivo nacional en el manejo de su emergencia.
De entrada, cuando escucho las comparadas de índices de crecimiento, decrecimientos, participaciones laborales, y otras matemáticas, se detecta una renovación de la fe en la dictadura de los números, y en el incuestionable valor de los salvavidas financieros que contribuyeron a la debacle. O sea, que más-candela-para-ese-trasero parecería ser la respuesta gubernamental, y ciudadana, en una lógica que para nada toca el orden económico y político que nos llevó hasta aquí. Es más de lo mismo cuando se pide prestado aún más, en momentos en que la insuficiencia ha sido admitida como el problema. Sin duda, una venta muy difícil para el gobierno, por todo lo contraintuitivo de la premisa. Las explicaciones “técnicas” que se escuchan huelen a comprar tiempo en lo que esta administración completa el cuatrienio, cosa de que le toque a otro, y no a los incumbentes, disponer del reguero. Nada que no se haya visto antes.
Pero ese ni siquiera es el asunto que me interesa abordar aquí, ya eso será disectado en toda su irracional belleza cuando la estrategia fracase, si no es que antes se convierte en un prominente issue de campaña. A mí hoy lo que me interesa es la definición de lo esencial, y cómo los prejuicios o predisposiciones del votante son usados políticamente para justificar rumbos aún más autodestructivos que los que nos trajeron hasta aquí.
Para hablar de esto, quisiera plantear mi versión de la crisis, dado que no respondo bien a toda esa corriente de análisis que quiere explicarme el asunto desde una perspectiva estrictamente fiscal, o monetaria, sin tocar los imaginarios de bienestar, o los supuestos estados de plenitud a los que se pretendía llegar desde políticas públicas específicas. A mí me resulta increíble la poca discusión que se le dedica a las decisiones históricas de mover un País hacia la descentralización en sus estrategias de ocupación del suelo, por ejemplo, abrazando al automóvil y a la urbanización como instrumentos inequívocos de bienestar. Y mientras lo digo imagino las expresiones de “qué carajos tiene que ver esto con nuestra crisis fiscal”.
Procedo a disipar ese escepticismo inmediatamente. El territorio que heredamos de siete décadas de errático crecimiento impone grandes facturas de mantenimiento, y encarece nuestra vida cotidiana sin siquiera proveer las conveniencias bajo las cuales se predicó. Nos hicieron creer que toda esta inversión de infraestructura en ruta al paraíso industrial era necesaria, y que el patrón expansivo adoptado era la única manera de hacerlo. Ni el público, ni el gobierno parecen percatarse que esa adopción incuestionada del crecimiento desparramado y la baja densidad se está quedando con nuestros menguantes recursos. Tras de costoso es ineficiente. Para lo único que ha sido efectiva esta involución anti-urbana sobre el territorio fue para construir incondicionales lealtades hacia Estados Unidos y sus particulares formas de definir plenitud, apostando a una misma forma de desear desde la supremacía ensimismada de la mentalidad imperialista. Sobra decir que este condicionamiento desde la definición de los patrones de habitabilidad en el suelo facilitó nuestra incondicional adopción de sus rituales de consumo.
El momento pide, acaso, pensar en la disposición de esa gran masa superflua de crecimiento tumoral que hace de la Isla entera un “surplus” de otro tiempo militar, y cuyo retranqueo organizado debía ser parte de la discusión pública y de cualquier conversación en torno al diseño de nuestro futuro.
Sin embargo, el retranqueo del que sí se está hablando es el de la educación. Se cierran escuelas antes que detener la construcción y establecimiento de más centros comerciales. Y el público le hace el juego a esta insensata definición de lo esencial protestando los boquetes en las carreteras antes que la devaluación de su oferta de educación y salud, dos pilares de bienestar que, por alguna razón, el País ha tirado a pérdida, acostumbrándose incluso a la idea de que siempre serán apartados de servicios deficientes y eterna disfuncionalidad.
La facilidad con que gente de “izquierdas” desahucian a la Autoridad Metropolitana de Autobuses, como otra área superflua del gobierno que debía desaparecer, abrazando el mensaje idiota que la Legislatura envía de que “es más costo-efectivo comprarle un auto personal a quién no lo tuviera [sic], que subsidiar un sistema de transporte”, me tiene dando vueltas en desconcierto.
Mi punto es que las definiciones de lo esencial versus lo superfluo que maneja el gobierno responden a los propios imaginarios del votante, y que cualquier debate sobre más democracia o menos democracia no tendrá ningún sentido mientras el cuerpo social de aspirantes a ella siga las líneas de la ignorancia, de anteponer el fin personal antes que el fin colectivo, y la entrega de sus ideales de felicidad a un sueño americano que si para algo sirvió fue para facilitar la pesadilla incosteable de la anti-ciudad dispersa e imposible de mantener en sitio con un gobierno en quiebra.
Del mismo modo, el manejo de nuestros espacios públicos es causa superflua en medio de la crisis. Si hace diez años se quejaban del uso de granito y materiales duraderos en la remodelación de espacios públicos, por constituir un “lujo extravagante”, hoy no me imagino la importancia que en la imaginación popular le darán al cuidado de los lugares de ocio. El ocio mismo como concepto entra en crisis, si no es que queda demonizado de principio a fin por un discurso de castigo contra el país “vago” e “improductivo”. Y así, sin mucha reflexión, toda una dimensión de la vida, que es la que nos salva de ser meros instrumentos del trabajo y la producción de una riqueza que otro disfrutará con el esfuerzo de nuestras mentes y cuerpos, queda relegada al ámbito de desperdicio y vergüenza nacional, señal indudable de nuestra alegada propensión a perder el tiempo.
Esa es la misma lógica que censuraba las “Letras de Ponce” o los “Los aguacates de la Placita en Santurce” como desperdicio de fondos públicos, pero no reclama la entrega de valiosos terrenos agrícolas a desarrolladores, como tampoco denuncia el uso de fondos públicos en la construcción de una infraestructura vial, eléctrica y de aguas para viabilizarle los proyectos a estos gestores del desastre ambiental y fiscal que es otra manera de calificar al incosteable desparrame urbano. Todavía estas personas son escuchadas en el gobierno con el aura de credibilidad de empresarios valiosos, expertos en crecimiento, cuyos consejos debían ser acogidos para volver a poner la economía sobre ruedas, y seguir el camino del progreso con el cual todo el mundo está de acuerdo. Son estas mismas aves de rapiña las que aseveran que “ellos sólo responden a las fuerzas del mercado”, y así la emprenden contra quien sea que cuestione su modelo de “democrática” e “universal” aceptación. Tienen un punto cuando dicen que ellos le han dado a la gente lo que estos han pedido.
Hoy, más que nunca, ese consenso pide resquebrajarse. Ese deseo de querer volver a las mismas prácticas insensatas tendría que ser desbancado con firmeza, y no veo, francamente, en el tipo de debate que el País se permite, ni siquiera en sus sectores progresistas, un claro entendimiento de que lo esencial, en la medida en que se define desde la suburbanización y su universo expansivo, agotará aún más los menguantes recursos e impedirá un repunte en la dirección de un bienestar extendido.
Es comprensible la multiplicidad de direcciones discursivas que la noticia de la degradación de nuestros bonos a chatarra trae. Y si bien nadie está en posición de asegurar que tal o cual es la dirección definitiva que debía adoptarse, la proliferación de análisis en un clima de democrático pluralismo y relativización de diferencias, no hace mucho por alterar el actual curso. Por cada episodio de duda posmoderna, hay un aparato capitalista transnacional que no vacila y tiene bien claro cuál es la dirección a seguir. Nuestra subordinación a sus lógicas empieza en la entusiasta adopción de un modelo de ocupación del suelo ineficiente que nos hace dependientes de ellos y que monopoliza nuestra imaginación deseante, volcándonos a sus ideales de consumo.
Revertir esta escena de la realidad física del País requerirá décadas de trabajo, y en un momento donde ni siquiera hay recursos para mantener el status quo, mucho menos para encausar enmiendas al curso actual. Pero el primer paso sería erradicar del imaginario nacional este patrón de cajones unifamiliares, barrios dedicados a un sólo uso, patrocinio de comercio de franquicias, y en general, una disposición del suelo que no le hace bien a Puerto Rico.
Existen impedimentos naturalizados como dogma y certeza contra cualquier cambio de dirección. El más importante, desde mi perspectiva, es el monopolio discursivo de las ingenierías y las visiones contables, y su acceso privilegiado a los ámbitos decisionales donde el gobierno traza estrategias y define los imaginarios de futuro. La realidad es que aunque este orden de las cosas parezca un ámbito de caos involuntario, es el producto de un diseño, marcado por entendidos ideológicos que operan desde el corazón de estas disciplinas. No las demonizo, aunque ganas no me faltan, pero sí denuncio el limitado alcance que sus respectivas formaciones han adoptado como base curricular, la ausencia de consideraciones éticas, y lo peor de todo, la fe que ponen en el estricto ámbito de conocimiento que manejan, que se refleja en su renuencia a tratar de entender otras lógicas, o entablar comunicaciones interdisciplinarias. Tampoco ayuda que sea el verbo litigioso de nuestros abogados, fungiendo como analistas o políticos, lo que domine la conversación pública. Su trabajo se mide y se piensa desde el plazo corto o, más grave aún, desde el plazo ultra-largo que procura mantener en sitio una estructura de privilegios de la que ellos participan, ya sea directamente o en su asumida defensa de un sector de su clientela vinculado al poder.
En resumidas cuentas, el problema que encara el País es político, pero no me ofusco con las cuestiones de estatus o nuestra complicada (o quizás muy simple) relación con Estados Unidos. Me ofusco por una democracia que despierta dudas cuando los consensos no se cuestionan, cuando no es el enfrentamiento de visiones heterogéneas lo que se pretende negociar, sino la administración de un mismo y unilateral entendido a favor del territorio-pradera suburbana, modelado en el fetiche de Florida, por citar el obvio ejemplo. Político es crear las condiciones para una serie de corto-circuitos de la imaginación, en otras palabras, romper bonche, y comenzar a visualizar otras maneras de pensar la convivencia, desde las cosas que son esenciales y que este modelo de país y territorio no atiende, ni tiene capacidad de atender. La radicalidad y amplitud de visiones que el momento exige de nosotros escapa los limitados imaginarios de los cacicazgos gremiales que han movido el País en la dirección hacia el barranco, y que aún con una crisis encima no permiten la discusión abierta y desinhibida.
Si los contables quieren unirse al nuevo proyecto de País, que usen sus instrumentos para calcular cuánto perdemos al mantener el curso actual de ocupación del suelo, en lugar de emplear su pericia matemática en restaurar prácticas fiscales despreciables. Si las distintas ingenierías quieren sumarse, es hora de que asuman su responsabilidad en la debacle, y redirijan sus instrumentos de trabajo hacia un proyecto racional de País, porque éste, el de las infraestructuras complejas incosteables al servicio de todo el mundo, menos los ciudadanos que conforman esta Isla, no sólo acaba con el ambiente, sino con nosotros como especie viable en él. Si los licenciados en Derecho quieren aportar a un nuevo proyecto de País, que redirijan sus lealtades a la gente, y no al clientelismo encumbrado que ayudan a mantener en sitio. A todos los demás nos toca volvernos receptivos a las grietas en los imaginarios de bienestar y plenitud que hemos adoptado como vernáculo nacional.
No es culpa de los bancos, ni de las casas acreditadoras, ni del gobierno de Estados Unidos, el que hayamos sucumbido a una ruta autodestructiva, y aunque guardo resentimientos para todos los anteriores, estoy convencido que ha sido la complicidad ciudadana, por acción o inacción, por estridencias colocadas en el lugar incorrecto, o silencios inoportunos, lo que a fin de cuentas ha permitido que los propios pobladores del País, es decir, nosotros, seamos ahora un sobrante, un índice más de lo superfluo, al punto de que ya ni nuestro esfuerzo será necesario para extraer riqueza. Como lo veo, si seguimos el ritmo consensuado, terminaremos desposeídos de nosotros mismos. Los indicadores de este apocalipsis blando están ya en todas partes.
Hoy, más que unidad y consenso, propongo la profanación, el desafío y la abierta disensión, lo que sea que traiga el corto-circuito y el definitivo punto de inflexión que descarte viejas prácticas y redefina ámbitos de lo superfluo como nueva urgencia e irrefutable prioridad.