De un solo tiro
Salgo al balcón. Hace buena brisa y huele a lluvia. Olor agradable, me pone de buen humor. También me recuerda aquella canción que nos ponía la maestra de quinto. Ha pasado tiempo pero aun puedo cantarla entera.
“Me huele a lluvia mojada
me huele a llanto del cielo
me huele la lluvia encantada
la lluvia encantada
cuando se esconde en el suelo…”
Conmigo está mi niño. Tiene ocho años aunque aparenta más. Veo su pelo moverse con el viento. Luce hermoso ahí parado, mirando los árboles con detenimiento. Es uno de sus pasatiempos favoritos ahora que no tiene clases en el colegio.
De pronto me señala un árbol muy cercano y veo la iguana. ¡Wao!, impresiona su habilidad para dar con ellas rápidamente aunque se camuflen. Él lo sabe y a leguas se nota la excitación que le produce verla. Yo lo dejo, es parte de la diversión. Luego toco su brazo izquierdo suavemente para que vaya calmándose. No quiero reprimirlo, solo le recuerdo que debe tener paciencia y autocontrol. Lo hace. El chico comprende muy bien cuán importantes son ambas.
La iguana es grandísima y va escalando el árbol con paso lento aunque firme. Es un árbol pequeño, un tuco de palo más bien, pero lo trepa hasta llegar al tope. Es poca cosa, no sobrepasa los seis pies de altura, pero igual allí se posa para contemplar el paisaje circundante.
Las iguanas siempre me han parecido repugnantes, aunque no por ello voy a negarles cierta lindura. Esas tonalidades verdosas y amarillas las hacen lucir al menos llamativas.
¿Te gusta?, le pregunto al chico. No me mira, sus ojos están clavados en el lagarto, pero aun así me contesta. Es perfecta, papá.
Desde la posición conquistada la iguana empieza a mover la cabeza, arriba y abajo, con bastante ligereza. Curioso gesto. ¿Jaquetonería selvática? Desconozco. Prefiero leerlo como uno de presuntuosa celebración. Suena mejor. La iguana goza su logro con actitud de campeona. Un flow al estilo: éste será un tuco de árbol pero es mi tuco de árbol.
Imagen sugestiva. Me confieso proclive a ver alegorías en todos lados y me pongo a cavilar en el gesto de la iguana. Se podrían pensar tantas cosas. Sin embargo, cuando casi concluyo que su actuar constituye un atinado ejemplo de resiliencia, me fijo al lado izquierdo. Hay otro árbol, mucho más alto y repleto de hojitas verdes. En una de sus ramas, casualmente la que exhibe mayor cantidad de retoños, diviso otra iguana. Se la señalo a mi niño para que también pueda observarla. Descubro entonces que esa otra iguana no solo es más joven sino que posee un cuerpo más esbelto y es dueña de un color verde muy bonito por lo radiante y lo eléctrico. Verde chatre, le llaman.
Igual advierto que la iguana joven está observando detenidamente a la del árbol más bajito. La altura le ofrece ventajas para lograr un mejor punto de vista. Lo noto y me creo que el animal está plenamente consciente de ello. Pero hay algo más pues su mirada denota una expresión muy particular. No logro descifrarla de inmediato pero es una mirada rara tomando en cuenta que proviene de los ojos de una iguana. He visto esa mirada miles de veces y no precisamente en animales de su misma especie.
No es de agresividad. Estoy seguro que la iguana joven no le apetece atacar a la otra. Está tan cómoda en su rama alta, disfrutando de sus ventajas, que no va a abandonar su posición solo para echarse una pelea.
Y viéndola en semejante placidez doy cuenta del significado de su mirada. Es claro. En la mirada de la iguana joven hay un destello de profunda compasión pero no cualquier compasión sino de esa que, inevitablemente, le otorga al sujeto observado un halo de inmisericorde pendejismo. Pobrecita, parece decirle a la otra iguana, tú allá abajo alardeando y no te das cuenta que es una mierda de palo el que trepaste.
Me sonrío. La escena no es para otra cosa. Una simple iguana nos brinda una gran lección. La naturaleza es sabia.
Miro a mi niño y, como si estuviéramos conectados en pensamiento, también me mira sonriente. ¿Cuál te gusta más?, pregunto y él vuelve a señalar la grande. Lo sabía, una vez escoge es difícil que varíe su opinión.
Asiento con mi cabeza.
Adelante, le digo y revuelvo un poco más su pelo.
Sin titubeos mi niño levanta su rifle y se acomoda. Logra la postura idónea. Apunta y respira profundo para calmar el pulso. Le gusta lograrlo de un solo tiro.