De Veveviejo a Imalabra, la ruta de la vida
Ahora Veveviejo llega a Cuba acompañando la extraordinaria exposición retrospectiva que Toño Martorell se regala -¡y nos regala!— por sus setenta y cinco años de vida, “tres pesetas”, dice él, en otro juego de sentidos que alude el modo en que en Borinquen se refieren al “quarter” y a su valor en dinero, y se ríe mientras celebra la ligereza de su mente y el vigor de su cuerpo: Imalabra, se llama la muestra, curiosa palabra sobre la que ya volveremos.
El punto de partida de Veveviejo fue una serie de textos de Toño, escritos como reacción al estímulo de ver nacer y crecer a su nieta Marola –combinación inequívocamente caribeña de mar y ola-, que entregó a Rosa Luisa con la proposición de convertirlos en un trabajo escénico. De los ochenta y dos originales, ella seleccionó catorce que, como la pareja misma cuenta ante el público, hilvanó, cosió y bordó, para dar como resultado una pieza a dos voces, en la que los amigos y colegas de tantos años comparten ficciones poéticas y memorias, fantasías y pasajes autorreferenciales sobre la ruta de la vida.
Veveviejo, “to junto”, porque sí y porque significa muchas cosas, pues propone un juego verbal que es contrapunteo entre grafía y fonética, ya que como en estas islas solemos no distinguir demasiado el sonido de la b del de la v, suena a algo imposible, al par contradictorio bebé-viejo, y esa es una de las ideas que le sirve de base. Pero el título resulta también de la unión del modo imperativo de los verbos ver e ir, en la segunda persona del singular, tal y como se le dice cómodamente por los otros tanto a los niños como a los ancianos, inhabilitados para tomar decisiones por cuenta propia. Y ese singular abuelo que es el artista multidisciplinario recuerda a su abuela cuando cita: “Veveviejo. Una sola palabra con una V que se repite como la vida misma del bebé que, como decía mi abuela: o te mueres joven o llegas a viejo…”
Sobre todo eso quiso hablar y hacer pensar Toño, y Rosa Luisa lo secundó proponiéndole una trama escénica en la que, ante una instalación de Martorell iluminada por su caligrafía como elemento identitario y recurrente que recrea en trazos manuales las propias palabras dichas, alternan narración y representación, lectura y apropiación, manipulación de objetos –con unos hermosos títeres, Vevé y Viejo, que hizo para ellos la mascarera Deborah Hunt–, vueltas al pasado que recuerdan pasajes y personajes de libros de Toño como La piel
de la memoria y el Libro de las cosas perdidas, canciones de antaño y de la memoria sentimental latinoamericana que nos invitan a hacer nuestras acompañándolos, y una sesión de dibujo, primorosa, cuando él recrea con carbón la imagen que imagina tuvo una espectadora madura cuarenta años atrás, o el aspecto que tendrá un joven o un niño salido del público, cuarenta años por delante, y les obsequia los retratos, generosamente.
Viejo es una palabra que se cierra al final y frunce los labios como un anuncio de futuras arrugas, pliegues, colgalejos, foferías, verrugas, venas varicosas, celulitis; pelos donde están de más y su ausencia donde hacen falta…
Veveviejo es una obra universal en su humanismo entrañable, juego performativo entre dos seres que se conocen perfectamente, que de solo mirarse son capaces de enrumbar un tema o rectificar un camino para remontar vuelo, asidos a la metáfora o al retruécano. Para ellos, en escena, el tiempo es un leit motiv que nos hace volver a la infancia, recordar la primera maleta escolar o la consabida frase de la madre sobre los deberes para con la higiene, común a la cultura latina toda, o concientizar el juego de roles y relevos que el espejo nos devuelve como extraña compensación para las pérdidas y con el paso de un día tras otro, hasta que se vuelven años, muchos años. El suyo es un dueto de complicidad raigal y simpática, que les permite relevarse, completarse, complementarse el uno al otro desde la sabiduría o el cariño, desde el trueque y la fusión de saberes, desde evocaciones compartidas o confesadas, desde la imalabra que saben tejer y bordar y hacer volar.
Me llaman bebé y no saben por qué. A los grandes no les importan las palabras porque las conocen, las poseen y las usan todo el tiempo. Las unen unas con las otras, ensartando sonidos y significados, como cuentas en un collar, casi sin darse cuenta.
Imalabra es la identidad nueva con que Toño Martorell bautizó el acto de fundir creativamente la palabra y la imagen, y “que supone mucho más que la suma de sus partes”, operación afirmativa para una identidad mayor en permanente tensión, metamorfosis de la palabra en imagen y al revés, del cuerpo en signo, de los objetos en el discurso vivo de una vocación artística múltiple y desatada, aventura en permanente riesgo, que no conoce límites ni fronteras, que transgrede, viola, usurpa y reacomoda con el don del talento y la gracia.
La muestra monumental que acompaña Veveviejo, titulada Imalabra y subtitulada Antonio Martorell y sus amigos, es la síntesis de un viaje largo y lleno de peripecias, selección de obras de cuarenta y seis años de creación multidisciplinaria. Como afirma su curador y compañero Humberto Figueroa, un atisbo al tránsito “desde el Caribe, Puerto Rico, radiando con los vientos alisios y contra ellos por aire, mar y tierra”. Una exposición “enfocada en el artista como comunicador. Lector y dibujante, diseñador y grabador, performero y escritor, prefiere llevar sus múltiples acciones y reacciones en formas y soportes variados, en registros insospechados ante todo motivo vital que lo mueve al impulso creador.”
Desde la herencia de Lorenzo Homar y Rafael Tufiño en la vocación, la disciplina y el depurado oficio gráfico, y en la entrada al mundo de la escena que le facilitó el primero, Imalabra pasa por múltiples técnicas y perspectivas: xilografías sobre papel, xilografía y caligrafía a mano, instalaciones y fusiones que dan cuenta del talento y la imaginación de este creador. No falta la acción política de hora mismo, con el homenaje a Oscar López Rivera, “El preso político más antiguo de América”, para quien Toño lee en Veveviejo un hermoso texto, y quien aparece en Imalabra dentro de la obra Comunión, en uno de los platos que, servidos sobre una amplia mesa, reconstruyen en síntesis la vida de numerosos luchadores por la independencia de la Isla.
Si Veveviejo, prestrenado en marzo pasado en el Cascarón de la Luna, en San Juan, Puerto Rico, como soplo fugaz que es el teatro, pudo ser visto entre nosotros en el Hemiciclo del edificio de Arte Universal del Museo Nacional de Bellas Artes los días 15 y 16 de abril, Imalabra queda expuesta hasta inicios de julio en la planta principal de la propia institución para disfrute del público cubano y como primera escala de un recorrido de celebración que llegará a la Ciudad de México, a Madrid y Santo Domingo antes de concluir en San Juan.