Desacuerdos en el hoyo
There must be some way out of here, said the joker to the thief.
–Bob Dylan
Pero el acuerdo sobre los retos que confrontamos, que sabemos que no es unánime, dura muy poco. Dura mientras no lo definamos. Dura mientras no conversemos sobre sus orígenes. Dura mientras no hablemos de soluciones. A veces no dura ni tan siquiera los instantes en que se reconoce la encrucijada porque pronto se plantean diversos grados de complejidad que la revelan distinta cuando se explica por diferentes interlocutores. Algunas piensan que estamos muy mal. Otros, más que pensar, se comportan como si estuviéramos en un proceso en el cual todavía decir que estamos muy mal parece exagerado. Pero los hay también que ya nos dan por definitivamente perdidos.
Algunos de los que plantean que no es para tanto y que nos engañamos al pensar que se trata de una dinámica catastrófica, alegan que hemos estado en peores situaciones, escenarios en los que parecía que nunca habríamos de dejar atrás la miseria que nos agobiaba, y pese a ello fuimos capaces de sobrevivir y de reivindicarnos de manera honorable. ¿Por qué no va a ser posible en esta ocasión? La respuesta que le darán otros es que se trataba de sociedades muy distintas.
En la crisis que experimentamos bajo España, la cual duró siglos, se vivía aisladamente y los problemas de sobrevivencia se podían atender individualmente y no era necesario ponerse de acuerdo colectivamente para echar hacia adelante. Aquella era una sociedad preindustrial en la que no se esperaba mucho del Estado pues este, sobre todo en una isla distante del poder metropolitano que la administraba, si se puede hablar en tales términos, apenas tenía algo que ofrecerle a sus ciudadanos. ¿Cuántos hospitales, cuántas escuelas, cuántos despachos gubernamentales había entonces fuera de San Juan que hubieran podido haber acostumbrado a la ciudadanía a ciertos servicios que habrían sido echados de menos? ¿Quién se valía, por ejemplo, de vías públicas de transportación, realmente inexistentes? En tales condiciones la vida se habría sentido como agobiante, no la ausencia de alguno que otro servicio, de todos modos inimaginables.
Y en lo que respecta a la sociedad que sufrió las décadas de miseria bajo los Estados Unidos, ¿se habrá experimentado un pesimismo parecido al que hoy abunda? Se tenían todavía pocas expectativas. Si se miraba hacia atrás, pese a intérpretes de nuestra historia muy importantes, ¿se podía sostener que alguna vez se había estado mejor? Nos encaminábamos hacia una sociedad industrial y no será hasta el periodo en el que el país comienza a levantarse que surge un Estado alerta a las vicisitudes de la ciudadanía. La historia estaba por hacerse. El socialismo recién se estrenaba en algunos países y el fascismo apenas mostraba las garras que lo convertirían en una de las experiencias sociales más vergonzosa de todos los tiempos. Creo que en el ambiente debía de haber más optimismo que hoy.
Sobre los orígenes de la dinámica que vivimos no hay consenso tampoco porque algunos plantearán que ya lo veían venir hace décadas. Según estos, el mismo ordenamiento constitucional, o su ausencia, habría de traer lo que hoy, de acuerdo a ellos, se sufre. Otros piensan que comenzó en un momento específico, con una decisión que tomó alguna persona, a partir de un evento muy concreto.
Hay quienes achacan la dinámica que experimentamos al tipo de personas que somos en general, a nuestra idiosincrasia. No viene de un evento, viene de la sangre que es responsable de una personalidad que se inclina al fiao y a la gansería y que es muy poco dada al sacrificio o al trabajo duro. Para otros es parte de la misma crisis de la época, el resultado de la falta de frenos o controles en individuos que hemos perdido la dirección en este contexto malsano de nuestros días.
Abundan los desacuerdos sobre el grado de complejidad que caracteriza la deteriorada dinámica socioeconómica que vivimos. Es difícil determinar si son muchos, pero los hay, que insisten en que el futuro que nos espera será aún más traumático que lo que ha sido el desarrollo económico acelerado que nos ha dejado tan desarraigados. Sospecho que un grupo más amplio niega esto con igual insistencia porque no se puede imaginar que sea posible desmontar los paisajes urbanos en los que nos movemos. Pero que en las próximas décadas la infraestructura del país se deteriore hasta parecerse a países que algunos han visitado, no le parece imposible a los primeros, porque consideran que lo que se ha vivido entre nosotros ha sido pura vitrina, o porque no supimos mantener la pujanza que nos caracterizó cuando supuestamente éramos un modelo empresarial que atraía estudiosos de todas las partes del mundo, interesados en averiguar cómo era que habíamos logrado dejar atrás el hambre. Pero, ¿qué le garantiza a los segundos que no volveremos a ser atrapados por la miseria?
El convencimiento que se comparte en sociedades entre industriales y post industriales de que siempre habrá un quehacer económico que garantizará el mismo nivel de consumo es tan solo un acto de fe ingenuo, un sueño del que parece que no han despertado muchos sectores de la población, si se observan los grandes centros comerciales y no se toman en consideración infinidad de pequeños comercios que han desaparecido en pueblos o sectores metropolitanos menos chic. El consumismo a lo americano que cultivamos más y más se ha asegurado de que hayamos perdido la posibilidad de concebir otro mundo. ¿Quién se puede imaginar que mañana cerraran los moles que vertebran la isla de norte a sur y de este a oeste? Sería como si llegara el fin del mundo. ¿Qué haríamos? ¿Cómo nos entretendríamos? ¿Con qué se le daría sentido otra vez al día, a las horas que se administran en función de la visita que allí haremos, o en función de las cosas que allí compramos para darle sentido a la vida? No digamos nada de la gente que allí tiene un empleo, probablemente un porcentaje sustancial de nuestra masa trabajadora.
Ese mundo de escaparates seductores y de olores placenteros esconde la producción bruta de las riquezas que lo posibilita, aunque también se podría decir que nos la exhibe en nuestras propias narices. Ciertamente nos oculta el proceso de manufactura que se da en los llamados “sweatshops”, sobre todo orientales, pero nos manipula sin disimulos, dejándonos cada vez más endeudados, mediante los múltiples ardides de una mercancía que nos hace sentir muy especiales y, según reclaman valiéndose de terminología existencialista, auténticos. ¿Cómo es que este mundo de las góndolas abarrotadas de productos, en las grandes tiendas de los moles, cuál más interesante, podría llegar a su fin? ¿Qué tipo de crisis económica podría dar por terminado un mundo tan en su sitio? Si no son estas marcas, o estas tiendas, vendrán otras. Marshalls substituyó a González Padín, los perfumes de Gaga tomaron el lugar de los de Madonna. Semejante situación no se la puede imaginar nadie y si no se lo puede imaginar nadie, tiene que haber algo que la haga imposible. Dios, los americanos, las mismas cadenas. A ver si no están construyendo un mol más grande que el de Plaza camino al aeropuerto.
Pero las dinámicas económicas en sociedades como las nuestras pueden deteriorarse muchísimo más de lo que lo han hecho entre nosotros. Los países del este de Europa, pero también en los mismos Estados Unidos algunas ciudades, constituyen un buen ejemplo. Se ausenta el capital, desaparecen negocios, no hay empleos, no llega el dinero oficial a la calle y el área se sume en un letargo desesperanzador. Si hay gente con recursos, los moles no desaparecen del todo, pero para los demás, para aquellos que no tienen nada, comienzan a significar otra cosa. El dinero puede llegar a ser escaso. ¿Qué hacer entonces? Alimentar una familia, según ocurre en tantos países del mundo, puede convertirse en un reto diario.
Pero si sobre la seriedad de la crisis distamos de un acuerdo porque el mismo sistema económico fomenta la negación, cuando se pasa al tema de las estrategias que pudieran ponerle fin, entonces sí que se nos complica el panorama. Durante años nuestros economistas señalaban que el modelo económico del país no daba para más y había que sustituirlo, pero, no se sabe por qué, nunca especificaban. El momento para conversar sobre ello fue cuando desaparecieron las llamadas compañías 936, pero tampoco. Con ellas se fue el modelo económico, el de la exención contributiva a compañías extranjeras, realmente el único que hemos tenido desde el declive del cultivo de la caña. ¿Qué se suponía que lo substituyera? Pues si terminaba un modelo económico, ¿no era el momento para uno nuevo? Algún político insistió en el turismo. ¿Convertir la isla en un inmenso hotel con mil playas y millones de kioscos para que los extranjeros se sacaran fotos con nativos agradecidos? ¿Pero esto era un modelo económico? Sí lo era para algunos y en algún momento temimos que no solo nos tendríamos que sonreír mansamente con el visitante sino que se tendrían que preparar legiones de “bartenders”, mucamas y guías turísticos que supieran hablar inglés. Entre lo que no se decía estaba el que los salarios de estos habrían de ser bajísimos.
Hace algunos años también se hablaba de la necesidad de un nuevo modelo económico cuando la UTIER negociaba, pero tampoco se especificaba. Lo que se quería dar a entender, pero que no se decía, era que no se le debía ofrecer salarios tan altos a los obreros.
Los únicos que se han atrevido a hablar con franqueza sobre un nuevo modelo económico son los socialistas, quienes desde siempre han impulsado la nacionalización y mejores salarios para los trabajadores. Los mismos cooperativistas, quienes nunca dejan de traer a colación las extraordinarias experiencias que se han tenido en otros países con el cooperativismo, se distinguen más por su timidez que por su asertividad cuando llega la hora de hablar del modelo económico que recomiendan.
Aun hoy, cuando el debate no aguanta generalizaciones y se tienen que tomar decisiones, nos seguimos expresando eufemísticamente sobre el asunto. Se habla del IVU, del IVA, de que algunos no tendrán que pagar nada, de la necesidad de atraer inversionistas del extranjero, pero no de modelos económicos y las grandes diferencias que puede haber entre ellos. A veces se menciona un gobierno más pequeño, pero no se dice nada sobre el achicamiento de los servicios que este ofrecería y de la gente que se afectaría. O se habla de la llamada permisología (feísima palabra) y las dificultades que confrontan quienes desean establecer un negocio, pero no se dice nada sobre las implicaciones de no tomar en consideración el impacto que las nuevas iniciativas tendrían en múltiples ámbitos.
Consumimos el tiempo conversando sobre el estatus y la próxima campaña electoral, pero evitamos dialogar sobre modelos económicos, discusión que debiera servir no solo para aclararnos hacia dónde realmente nos dirigimos en lo que a status se refiere, sino para proveerle a quien llegue a la posición más importante del país de un mapa que le muestre el camino que aspiramos a recorrer con su ayuda. Continuamos con discusiones estériles que nos llevan a gritar cada vez más alto, convencidos de que alguien acabará por escucharnos. Pero así solo logramos elevar el nivel del ruido.
No se trata de obligarnos a ponernos de acuerdo sobre los orígenes, la gravedad o los distintos diagnósticos que se ofrecen para salir del atolladero y mucho menos sobre un modelo económico. Tal unanimidad sería ficticia y de todos modos imposible en una sociedad como la nuestra. Pero en lo que sí deberíamos estar de acuerdo es en ventilar y discutir con franqueza y por sus propios nombres los asuntos que sí afectan nuestra convivencia. Lo otro será cuestión de tiempo: lo que se tarde en volver a cuajarse una mayoría ciudadana. Sólo entonces, si hemos deliberado sobre los asuntos realmente pertinentes, podremos salir del hoyo en el que hemos caído.