Dichos y desdichos en la narrativa del Estado Islámico
En la cotidianidad solemos hablar de las guerras como si fueran meros fenómenos observables a los que podemos acceder ‘objetivamente’. Es por ello que no titubeamos en estipular cuándo inician o terminan, qué esta en juego en cada batalla, al igual que dónde ganan unos y pierden otros.
Sin embargo, una mirada crítica a cualquier conflicto requiere hilar fino con respecto a las formas en que lo nombramos, significamos y operacionalizamos; y con ello, inquirir sobre qué dice esto acerca de nuestra propia realidad social.
Desde la entrada del Estado Islámico de Iraq y Siria (ISIS) a la crónica noticiosa, nuestros discursos con respecto a este grupo se han ubicado en tres polos: el “fundamentalista”, el “excomulgatorio”, y el “androcéntrico”.
Por un lado, el discurso “fundamentalista” explica a ISIS como la expresión inflamada de una religión aparentemente perversa. La tendencia es explicar a ISIS en virtud de su propia propaganda, calificándole como un grupo ultra-religioso con el claro objetivo de crear un estado islámico (califato). Para ello, se dice que ISIS inflige terror logrando controlar cientos de kilómetros en lugares donde las autoridades estatales se han evaporado, difuminando así las fronteras y desplegándose desde la costa mediterránea de Siria hasta el sur de Bagdad.
Este modo discursivo ha encontrado su espacio en rotativos como ‘The Atlantic’, ‘The Independent’, ‘El País’, ‘El Nuevo Día’, entre muchos otros. En ellos, la tendencia es atender preguntas como: ¿Cuáles son los orígenes de ISIS?, ¿Quién lidera este grupo etiquetado como terrorista?, ¿Qué es lo que ISIS intenta lograr?, ¿De dónde viene el dinero del grupo?, ¿Cuál ha sido la clave de su supervivencia?, ¿Cómo obtiene apoyo?, ¿Cuál es su relación con otros grupos de al Qaeda?, ¿Cuál es su estrategia?, ¿Cuál es su debilidad?, ¿Cómo se posiciona su economía frente a la de otros grupos terroristas en el mundo? y ¿Qué tan significativa es su amenaza?
Al culminar el escrito, se espera que los lectores/as concluyamos que ISIS es un grupo musulmán ‘salafista’, ‘fundamentalista’ y ‘terrorista’ para el cual su claro objetivo es crear un estado islámico en las regiones sunitas de Irak y Siria. Para ello, se nos informa que los combatientes infligen terror logrando controlar cientos de kilómetros cuadrados en lugares donde las autoridades estatales se han evaporado, ignorando así las fronteras internacionales y desplegándose desde la costa mediterránea de Siria hasta el sur de Bagdad. Aparentemente, sencillo de explicar y comprender.
El segundo modo discursivo—el “excomulgatorio”—ubica a ISIS fuera de los parámetros del islam. Este argumento ha sido expuesto con mayor alcance por el Presidente Obama, en su respuesta ante la decapitación del periodista estadounidense James Foley, el primer ciudadano estadounidense asesinado por ISIS en agosto de 2014. En la rueda de prensa posterior a esta matanza, el Presidente Obama expresó su enorme pena por la pérdida de este insigne periodista, ratificó su compromiso para aniquilar a esta organización, y fue más allá afirmando que ISIS no representa ninguna religión, pues ninguna fe—a juicio del Presidente—le enseña a la gente a masacrar inocentes. En palabras categóricas, Obama le comunicó a su Estado y al mundo “ISIS no es islámico”.
Esta postura reverberó nuevamente en el mes de febrero, cuando el Presidente exhortaba a líderes musulmanes de todo el mundo a que hicieran más para combatir la idea—a su juicio falsa—de que grupos terroristas como ISIS les representan. A tenor con ello, en medio de su discurso, el Presidente de los Estados Unidos afirmó: «No estamos en guerra con el islam. Estamos en guerra con la gente que ha pervertido el islam” (énfasis mío).
El tercer modo discursivo se corresponde con una narrativa androcéntrica de ISIS. Algo que decimos a la vez que desdecimos—toda vez que no lo estipulamos explícitamente—es nuestro enfoque masculino al momento de evaluar este conflicto. La mayor parte de las narrativas relacionadas a ISIS giran en torno a los hombres. Sin embargo, frecuentemente me pregunto: ¿Dónde quedan las mujeres? ¿Qué roles ocupan ellas? ¿Por qué apenas escuchamos hablar de las mujeres en este conflicto; y cuando sí se habla de ellas, cómo toma forma la narrativa?
Me parece que el problema de estos modos discursivos radica en que todos reproducen el mismo escollo: banalizan el islam y simplifican la compleja realidad política y económica de la región.
El Estado Islámico: Más allá de la Teología y el Sexismo
Ante estas trampas discursivas, quisiera traer a la discusión una anécdota proveniente de un trabajo de campo que realicé en Jordania durante el verano de 2013. En aquel momento, me interesaba conocer cómo algunos musulmanes identificados como “fundamentalistas” hacían sentido de esta etiqueta. Durante este trabajo, tuve oportunidad de dialogar con un joven sirio, a quien deseo llamar Yusef.
Mi encuentro con Yusef se dio en un café de carretera. A lo largo de nuestro intercambio, conocí que este joven apenas había cumplido 24 años, estudiaba odontología y tenía un trabajo a tiempo parcial en una cadena de ropa. Sin embargo, durante nuestra conversación, Yusef también confirmó lo que ya un amigo suyo me había compartido con recelo: en un tiempo no estipulado, éste se disponía a cruzar junto a un grupo salafista la frontera con Siria, donde pretendía combatir de diversas formas el régimen de Bashar al-Assad.
Esta decisión no es sorprendente en un contexto como Jordania, país que ha recibido alrededor de 806,993 refugiados/as sirios/as en tan solo cuatro años. Sin embargo, la forma en que Yusef hizo sentido de su decisión me parece importante al tratar un tema como el que nos ocupa en este escrito.
Cuando con profundo tiento le pregunté a este joven qué le motivaba a involucrarse con este grupo islámico y cruzar la frontera hacia Siria, Yusef—sin dudarlo—me contestó en fluido inglés lo siguiente: “I go because I know people there who are accomplishing things, and really, I cannot stay here. I can’t. I want to return [to Siria] because I’m simply wasting my time here”.
En la medida en que Yusef me lo permitió, continuamos la conversación. Luego de escuchar cómo este joven entendía encajar con su panorama de lucha y hablar someramente sobre las personas con las que cruzaría la frontera, me compartió una frase que me parece relevante: “I’m with them, but I’m not like them”. Interpelado, le pregunté si le resultaba posible explicarme un poco más sobre lo que quería decir con ello.
Entre las muchas cosas que me dijo, deseo compartir estas palabras: “I’m Muslim, I go to the mosque, I pray, but I’m not so Muslim like them”. Yusef—quizás percatándose de la ambigüedad de su enunciado, quizás queriendo convencer a un extraño referido como yo, o quizás hablándose a si mismo—continuó su pensamiento:
“But that does not matter. I’m not always in agreement with everything these preachers say. And that is fine. I’m not always in agreement with my family either. But this is not the issue. The important, vital, thing is to help my family and my country live. At least this group does something. So I’m with them and so are many people, friends, I know”.
Quise guardar—y con ello respetar—esta información mientras estuve ese verano en Amman. Varias semanas más tarde, me atreví con sigilo preguntarle al amigo de Yusef por su decisión y éste me confirmó que ya, en efecto, éste había emprendido ruta hacia Siria. Posterior a mi salida del Mediano Oriente, apenas traigo esta anécdota a colación en mis clases, en parte por todo lo que me cuesta procesarla. En este escrito, sin embrago, me atrevo a compartir solo una parte de ella con recelo. Y lo hago toda vez que la narrativa de Yousef interilumina y problematiza los modos discursivos que usualmente decimos en nuestros contextos al momento de significar el elemento “religioso” de una buena parte de los conflictos en ese imaginario complejo y diverso que a menudo llamamos “Mundo Musulmán”.
Y es que al momento de hablar del Estado Islámico no debemos perder de perspectiva que esta organización ya ha logrado controlar con relativo éxito una red de grandes centros de población estimada entre tres y cuatro millones de personas, además de los recursos petroleros, militares y vial de estas zonas.
Para ello, las milicias de ISIS administran los asuntos de las poblaciones que gobierna. Esto ha requerido el compromiso y la formación de coaliciones, no sólo de teología y fuerza bruta. En Iraq, por ejemplo, ISIS ha tenido que trabajar con el partido laico Ba’ath, antiguos oficiales militares, consejos tribales y grupos de oposición sunita. En Siria, esta organización ha tenido que negociar con facciones rebeldes, líderes tribales y personal técnico local para administrar los servicios de agua, electricidad, salud pública, e incluso mercados de alimentos.
Sobre todo, debemos tener presente que el Estado Islámico está compuesto por combatientes diversos, donde no todo el que se adhiere a la organización comulga con su teología fundacional ni persigue un estado islámico. No debemos olvidar que este grupo surgió de los fuegos de la guerra, la ocupación, el asesinato en masa, la tortura y la privación de derechos derivados heredados de la “guerra contra el terror” del expresidente George W. Bush. Por lo tanto, el Estado Islámico no necesita vender doctrina religiosa para ganar reclutas en Oriente Medio. Sólo necesita confirmar su eficacia contra sus enemigos, en momentos de gran precariedad económica y vacíos de poder político. Claro está, esto resultará efectivo hasta que su ofensiva atente contra los límites de las doctrinas religiosas de las poblaciones que gobierna. Pero esto aún esta por verse en Iraq y en Siria. Ciertamente, en Jordania y Egipto ya estamos comenzando a atestiguar posiciones contrarias.
Por otra parte, me parece que declarar al Estado Islámico fuera del islam no resuelve nada, salvo para los musulmanes que desean condenar a este grupo. Esta estrategia de exclusión—evocativa de la retórica takfiri (apostataria) de Osama bin Laden—contribuye más al desentendimiento y al inacabable juego de autoridad representativa, en lugar de favorecer la autocrítica y una calibrada adjudicación de responsabilidades.
Igualmente, me parece importante cuestionar el lente androcéntrico con el que usualmente evaluamos este conflicto, encubriendo así la participación femenina en este conflicto. Desde el año pasado, por ejemplo, chicas europeas han abandonado su continente y se han marchado al Mediano Oriente para participar en la guerra que allí se desarrolla. Algunas incluso han decidido unir sus vidas con las de combatientes de ISIS. Sin embargo, las narrativas mediáticas y estatales con respecto a este asunto no reseñan las voluntades, ideologías y activismo de estas chicas en los procesos de guerra. Por el contrario, han terminado tipificándolas como “Jihadi Brides” o novias yijadistas, significando así a estas jóvenes en virtud de su vínculo con hombres entendidos como los “verdaderos” actores del conflicto.
Este silenciamiento es sugerente. Para algunos resulta difícil comprender por qué estas jóvenes mujeres se desvinculan de sus escenarios europeos en favor de unos escenarios socio-políticos que aparentemente les someten al garrote islámico masculino. Sin embargo, muchas de estas chicas provienen de trasfondos educados y han sido agentes de participación activa en sus comunidades europeas. Y es precisamente porque estas mujeres no viven enajenadas que optan por desvincularse de unos escenarios e involucrarse con otros. Por todo ello, sus contribuciones en Siria e Iraq no se reducen a cocinar y cuidar niños mientras sus maridos queman y decapitan en nombre de Dios.
Un claro referente de esto lo encontramos en Aqsa Mahmood, una joven escocesa, que tiene la importante responsabilidad de reclutar, junto a otras mujeres, a otros jóvenes en Europa. Su activismo, sin embargo, no ha entrado en nuestro discurso popular; quizás porque tampoco entra en los obtusos imaginarios europeos y americanos que una “mujer occidental” abrace el islam, se case con un árabe musulmán, deje el continente, y opte por hacer la guerra junto al “otro”. Ante este cuadro tan estridente, preferimos recurrir al silenciamiento discursivo enfocándonos en el “macho guerrero” de ISIS junto a la “esposa mistificada”.
Por todo lo antes expuesto, una mirada problematizada a este conflicto requiere aceptar que la definición clásica de ‘religión’ que la reseña como un conjunto de creencias, principios o dogmas que giran en torno a un ideal común de fe, requiere primeramente de gente. No hay religión sin creyentes. Las religiones, por lo tanto, no actúan. Me arriesgo a parecer un disco rayado. Pero mientras las narrativas superficiales y escencialistas con respecto a la religión continúen haciéndose espacio, hará falta apuntar con claridad que el “islam” no habla, el “judaísmo” no mata, ni el “cristianismo” da vida. La gente, por el contrario, sí. Es la gente la que lee e interpreta sus textos sagrados; nunca a la inversa. Es la gente la que anuncia y declara sus identificaciones. Las personas fragmentan poderes y crean alianzas. Sobre todo, la gente no siempre dice lo que hace, ni hace lo que cree.
Me parece que una vez somos capaces de aceptar esto como base a cualquier análisis, podemos comenzar a presentar discursos más responsables del “otro” y sus conflictos en tanto que reconozcamos que ese “otro” es tan diverso, complejo y contradictorio como nosotros en nuestros propios escenarios confesionales y de conflicto. Siendo así, debemos entonces comenzar a tomar contacto con las historias y las estrategias políticas de aquellas organizaciones que reclaman para sí las autorías de horrendas masacres que hemos presenciado en los últimos meses. No debemos perder de perspectiva que Al-Qaeda en Yemen, o ISIS en Siria e Iraq trabajan por conseguir lo mismo que las fuerzas estatales de Europa y las Américas: poder. Y para ello, hace falta comenzar a contextualizar sus discursos y acciones, no solo en teología, sino en ciencia política, el derecho internacional, la sociología, la antropología, la economía, la historia, incluso la geología y la ingeniería petrolera.
Al final, como nos dice Talal Asad en su libro “On Suicide Bombing” (2007), ninguna guerra o conflicto es puramente ‘religioso’, como tampoco es exclusivamente ‘político’ o ‘económico’. Todas estas son categorías de análisis que no logran explicar totalmente los entramados de lucha en contextos marcados por el aniquilamiento sistemático de poblaciones. Por lo cual, aun cuando insistiésemos en usar estas categorías para analizar y hablar de la guerra, ciertamente la ‘religion’ no es más ni menos pretexto que la ‘política’ o la ‘tierra’. En definitiva, todos estos son vehículos mediante los cuales se expresan, manufacturan y reconfiguran las relaciones de poder.
Este punto me recuerda mis años en Belfast. En nuestros contextos, el discurso popular describe el conflicto norirlandés como uno sectario entre católicos y protestantes. Sin embargo, la mirada local de allí reseña el conflicto de otra forma, incluso lo apalabra con otras categorías donde la religión no es el factor preponderante. Allí no se habla de “católicos y protestantes” se habla de “Republicans and Loyalists”, y para comprender esta dicotomía hace falta saber tanto de historia, de economía, de partición de tierras, de lingüística, de ideologías y lealtades políticas, como de exégesis y hermenéutica bíblica, simbología religiosa y jerarquías denominacionales. Y es que cuando la gente invoca la guerra, la asiste o la detiene, lo hace con todo lo que es. Por esto su lastre es tan abarcador y perdurable.
Todo lo antes expuesto sobre las formas en que nombramos y hablamos de la guerra, debe ponernos entonces en posición de cuestionar cómo evaluamos el conflicto del otro/a. Narrando el conflicto del otro—condenándolo, tipificándolo, analizándolo, exotizándolo, distanciándolo—también nos narramos a nosotros mismos y nosotras mismas.
Es por esto que este ejercicio también debe propiciar otro cuestionamiento hasta el momento ausente: cómo nosotros mismos y nosotras mismas aportamos a los conflictos del “otro/a”. En otras palabras, debemos comenzar a cuestionarnos cómo desde Puerto Rico nos hemos insertado en el escenario de ISIS. El tema nos ocupa a muchos/as, especialmente teniendo en consideración el retumbe de tambores de guerra que desde Washington nuevamente se escucha y parece reclamar la presencia de puertorriqueños y puertorriqueñas en estas tierras una vez más.
En la medida en que podamos trazar estos vínculos, podremos comprender que de la misma forma que tomamos contacto con las decapitaciones y los cuerpos quemados que tan flagrantemente se muestran por nuestros dispositivos electrónicos, debemos también cuestionar los vestigios silentes que no alcanzamos a ver tan gratuita e instantáneamente. El exceso de imagen virulenta, así como la ausencia de visuales, son caras distintas de una misma estrategia de conflicto; pues ambas ayudan a crear representaciones arquetípicas de espacios que en la superficie se entienden como opuestos.
Esto no lo digo para enlistar admiración, validación ni condonación hacia la visceral violencia infligida por ISIS. Lo digo porque los miles de combatientes del Estado Islámico representan mucho más que una mera expresión de “fundamentalismo” islámico, o un puñado de machos fanáticos que no merecen llamarse “musulmanes”. En la medida en que podemos hacer los vínculos existentes entre nosotros/as y los conflictos del “otro/a” podremos comenzar a entender que ISIS es mucho más que fenómeno teológico sui géneris. Más aún, podremos comprender que nuestro extremismo discursivo siempre aturde, reduce y desdice más de lo que explica, analiza y dice.