Diez piezas sobre Maravilla
Sangre curvada en dolor
hasta ser sangre infinita.
-Francisco Matos Paoli
Edgardo Rodríguez Juliá recogió el peso de ese momento. Apalabra en 1985 el espanto del suceso: “No sólo hubo premeditación. Esta fue la condición para el entrampamiento. Hubo algo más; la frialdad del abuso, la pasión del odio convirtiéndose en sangre fría, era la degradación más perfecta del poder del estado. No era fácil aceptar que nuestra sociedad fuera capaz de semejante barbarie” (94, bastardillas del autor). T. W. Adorno sentenció, con archiconocidas palabras, que “escribir poesía tras Auschwitz es barbárico”. En efecto. ¿Cómo hacer, del horror, arte? ¿Y de éste, en particular? ¿Cómo expresar una atrocidad que nuestra sociedad, aún confrontada con irrefutable evidencia, teme admitir como parte de su experiencia histórica?
Si la palabra resultara insuficiente, démosles también la bienvenida a las imágenes. Aquí recogemos diez de ellas. (No dudamos que existan más, pero estas son las que conocemos.) De su valor y longevidad, la posteridad decidirá. Por ahora, bástenos reconocer su existencia, saber que nos hemos negado a olvidar el crimen. Los medios, tan variados como los acercamientos al tema: grabado, pintura, performance, instalación. Esperanzador resulta que una cantidad de artistas, algunos de los cuales no habían nacido en 1978, haya dedicado su trabajo a recordar, denunciar, analizar, llorar esta “historia de mentiras, brutalidad, duplicidad, traición, conspiración y asesinato” (Rodríguez Juliá, 100). Veamos, en orden cronológico.
A tan solo dos años del suceso, cuando todavía no se había realizado una investigación exhaustiva que desmintiera la versión oficial de los asesinatos, cuando el tema era tabú y quienquiera lo mencionara quedaba carpeteado como subversivo, el siempre pertinente Homar nos entregó esta serigrafía. La violencia del hecho se dramatiza con las líneas diagonales que forman picos cortantes, no muy lejanos de aquellos que Goya pintara en sus Fusilamientos del tres de mayo. Puesto que los cadáveres no están identificados, las líneas en la composición forman las iniciales de “Cerro Maravilla”, para dejar claro de quiénes se trata. Los colores, enlutados. Homar trabaja la técnica serigráfica como relieve escultórico. Graba las imágenes de los dos mártires como si tallara una tarja conmemorativa, de esas que se espera tengan multicentenaria vida. La serigrafía en relieve, desarrollada por Homar con prodigioso virtuosismo para su serie de retratos de bailarinas, se utiliza aquí en un asunto que más alejado no podría estar del ballet clásico, ese arte tan flor de aristocracia. Imagen violenta realizada con técnica preciosista, este trabajo de Homar resulta en un comentario múltiple, pues aborda la representación pictórica del hecho histórico y, simultáneamente, declara toda actividad artística como una sola acción imprescindible para el combate contra la injusticia. Asumir todo arte, desde el más aristocrático y europeo hasta el más popular y caribeño, desde la figuración hasta la abstracción, todo nos es útil: que en la colonia, donde hasta la vida se nos niega, todo lo necesitamos.
Tour de force de dibujo. Se coloca en una tradición definitoria del arte puertorriqueño que podemos trazar desde José Campeche: la maestría técnica como demostración de la capacidad creativa e intelectual de aquellos a los que tal cosa el coloniaje les niega. La gravedad del hecho histórico exige la gran escala de estos dibujos, al igual que la laboriosidad con que están realizados, por la copiosidad del follaje que sostiene y arropa a los dos cadáveres. Sambolín no se satisface con recordar a los asesinados. Levemente oculta en toda la composición descubrimos la cabeza de un jabalí, aquí símbolo de maldad y brutalidad. Sambolín parte de la idea, recurrente en el arte puertorriqueño, de una naturaleza benévola que con placidez acoge en su seno los cuerpos de sus hijos. El amenazante jabalí, empero, impide que esa placidez suavice el crimen, manteniendo en vez una imagen dura, brutal, intolerable.
Un rito realizado en memoria del innombrable, identificado por las iniciales de un nombre para siempre execrado. Junto a la acción, el horror se expresa con la palabra, las frases repetidas “a anteriori” (sic) y “a posteriori”, utilizadas por el innombrable durante su testimonio en juicio, palabras reveladoras de la pavorosa lobreguez de ese adolescente reclutado por el Estado para forjarle la identidad de Traidor. El ejecutante, sentado junto a una proyección de la foto del sonriente fratricida, vierte su sangre sobre el pan, en un imposible intento de comunión que termina lanzado a la basura y cerrado con una imagen de excremento. Para recordar al más despreciable protagonista del suceso, joven explotado y liquidado por el poder, ese quien tanto nos cuesta reconocer como la tercera de las víctimas. La línea de Shakespeare, “this thing of darkness I acknowledge mine”, advierte cuán nuestro es este horror.
Ningún temor de inscribir el nombre del innombrado, ningún temor de darle cara a nuestra miseria. Sobre todo, ningún reparo en definirnos como “una mentira”. Mentira que se escribe sobre un brillante fondo amarillo, para que no pueda obviarse. Desde el borde inferior una niña reconoce que “ese señor” –maligno engendro nuestro– “da miedo”. El sonriente ectoplasma del Traidor se manifiesta gracias al pigmento sobre tela. Nuestro médium es el artista Vargas, quien decide no preparar su tela con la intención de que la imagen eventualmente desaparezca (ya ha perdido varios pedazos), como si el artista reconociera vano todo esfuerzo por expresar este horror, pero, al mismo tiempo, actuara urgido por el deber de nombrar lo innombrable, enfrentar lo temido, exorcizar la monstruosidad, la nuestra.
Para espectadores sin conocimiento del hecho, la imagen de esa torre de telecomunicaciones es sólo eso, una torre. Pero esta instalación está pensada para puertorriqueños. Una foto de la torre del Cerro Maravilla entre fotos de la masacre de Ponce. Los asesinatos de 1937 se enlazan con los asesinatos de 1978. Las fotografías se presentan como “evidencia histórica” sujeta al libre uso de sus espectadores. El montaje contextualiza el crimen de Maravilla de tal modo que éste no aparece como un “episodio aislado”, ni como un “error de juicio” cometido por “algunos pocos” desvariados individuos, sino como parte de una centenaria violencia conscientemente organizada por el Estado para asegurar el coloniaje. Su meta: Puerto Rico sin puertorriqueños. El 16 de abril de 1950, Pedro Albizu Campos dijo, “Es triste cosa que hombres nacidos en esta tierra sean los provocadores” (Acosta, 156). Triste, en efecto, pues las masacres de Ponce y Cerro Maravilla ocurren con la complicidad de puertorriqueños, triunfo contundente del coloniaje en su concertado plan para desaparecer a quien ose cuestionar nuestra extinción. No en balde nuestro arte siempre ha sido sospechoso.
Una criatura subhumana armada domina esta composición. El texto que lo rodea repite el deseo expresado por tantos puertorriqueños de “poner a los independentistas en fila” y matarlos a todos. Deseo que se concretó en Maravilla. Consciente de la gravedad de su trabajo, el artista fija esta tosquedad sobre recortes de periódicos, esto es, sobre evidencia histórica del hecho. Asimismo, añade muestras del mundo en el que este espanto se desarrolla, los anuncios de ventas especiales, las tirillas cómicas, la farándula. El capitalismo, para resumir, con su reducción a mercancía del pensamiento. De tal salvajismo no se salva ni el arte, aquí representado por un anuncio de una exhibición de artistas contemporáneos. Fajardo constata la continuidad existente entre el asesinato de dos muchachos y la explotación colonial, imposible uno sin el otro. La compleja situación tiene su correlato en la compleja imagen que exige una inspección cuidadosa de sus elementos, colocados como están unos sobre otros, en una confusión liberadora. Para reflexionar sobre cómo cada aspecto de nuestra existencia, su atrocidad misma, está determinado por relaciones económicas.
Retrato del Asesino de Maravilla. Lo único que se precisa con alguna dificultad es su rostro, un tanto borroso. El resto de la composición, muy enfocado: las dos víctimas cubiertas por las banderas de Lares y Puerto Rico, la ropa del Asesino cubierta por las insignias del Partido Nuevo Progresista, una corbata/babero con la bandera de Estados Unidos, la frase “LOS PUEBLOS JAMÁS PERDONAN A SUS VERDUGOS”, esta última palabra en mayor tamaño, enmarcando el retrato. Fuera con las sutilezas. Aquí las cosas se dicen y ya. Se escriben los nombres, se señala al victimario directamente, sin metáforas, sin símbolos, sin alegorías, sin miedo. En abierto desafío a la represión y censura.
Tan lindo que se ve ese caballito, evocación del gozo infantil. Pero tanto píxel en ese mural de fondo obliga a sacar el teléfono celular para percibir, a través de su pantalla, aquello que nuestros ojos rehúsan ver: el cadáver torturado y maltrecho de Arnaldo Darío Rosado en el Cerro Maravilla. La consecuencia, el lindo caballo se convierte en abyecta sinécdoque del Caballo Blanco, Asesino de Maravilla. Dice Artaud que el arte existe para enseñarnos que, “no somos libres. Y el cielo se nos puede caer encima” (89). En este caso, a través de la pantalla de un celular. Sierra echa mano de la tecnología en manos masivas para facilitar un arte que transige la censura colonial, pone en evidencia lo vedado, arte puesto a funcionar en espacios colectivos. Tan lindo que se veía el caballito…
Con formato de meme, el artista se va por el lado del humor. La ironía se desborda: el Asesino de Maravilla cuestionado por el Genocida in Chief. Pero aquello que de primera intención podría verse como fugaz broma, cumple en demasía con su horror. Pues, una vez pasa el chiste, la pregunta socava nuestro entendimiento: ¿por qué estos dos muchachos? ¿Por qué? ¿Por qué estos dos muchachos, Rosado de veinticinco años, Soto Arriví de diecinueve, por qué? Entonces, reconocer que no hay respuesta posible, ni razonable ni irrazonable, a tal pregunta, ninguna explicación satisfactoria para admitir tal acción. Como Auschwitz, una brutalidad que excede todo juicio. Miranda Mattei pone ante nuestros ojos esa imposibilidad de comprensión, una interrogante convertida en doloroso grito. ¿Por qué estos dos muchachos? ¿Por qué?
Cuatro décadas después de un suceso que conoce sólo por testimonios de otros, el treintañero Malavé cubre las cabezas de tres personajes con las fotos utilizadas para identificar a Carlos Soto Arriví, Arnaldo Darío Rosado y A. G. M. (innombrado queda). Las pinceladas apuntan a una ejecución rápida en pleine air, sin premeditación. Tanto los cuerpos como el paisaje se presentan fragmentados, interrumpidos. Un cromatismo intenso, de gran hermosura, hace un fuerte contraste con lo siniestro de la escena. El luminoso paisaje en el que se desarrolla el crimen –ese verde celebrado por nuestros poetas y pintores, junto a los colores primarios que concretan la imagen– conflige con lo que en éste acontece. Infructuosamente, nuestra vista corre de lado a lado tratando de hallar alguna coherencia. La composición no alcanza su unidad ni su centro. Malavé nos presenta el escenario lógico para esta atrocidad, un espacio y una acción que se resumen en la frase CONTRA NATURAM. Para nunca olvidar.
Obras citadas:
Acosta, Ivonne. 1993. La palabra como delito. San Juan: Editorial Cultural.
Artaud, Antonin. 1987. El teatro y su doble. México: Hermes/Sudamericana.
Rodríguez Juliá, Edgardo. 1986. “El Cerro Maravilla”. En: Una noche con Iris Chacón. Carolina: Editorial Antillana.
*Obras en museos: Lorenzo Homar y Rafael Rivera Rosa en el Museo de Historia, Antropología y Arte de la UPR (MHAA); Pablo Delano y Nelson Sambolín en el Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico (MACPR); Carlos Fajardo y Garvin Sierra en el Museo de Arte de Caguas (MUAC).