Dos de Fellini
1.
En enero pasado se cumplió el centenario del nacimiento de Federico Fellini, quien murió en 1993. Descarté escribir algo sobre él entonces porque hay mucha tinta y muchas páginas sobre su obra. Pero Mercedes López-Baralt escribió sobre “La Grande Bellezza” de Paolo Sorrentino en estas páginas, y despertó mi consciencia de que hay que volver a hablar del gran maestro (mi reseña de esa cinta salió en 80grados el 21 marzo 2014). En particular, porque ya no se hacen filmes que se acerquen a los de él y que mantengan un nivel artístico de esa envergadura.Quiero concentrar en dos filmes de los años 60, “La Dolce Vita” y “8 ½”, que son fundamentales para entender lo que ha sucedido en el cinema desde entonces y las influencias que han ejercido en la obra de otros directores. La primera, de 1960, fue un éxito crítico y monetario internacional de grandes proporciones. La segunda ganó el Oscar como la mejor película extranjera de 1963. Ambos filmes están unidos por el tema de la soledad y la búsqueda del amor y la felicidad; ambos exploran de forma indirecta, el machismo y el hedonismo que marcó esa época, una en la que se estaba llegando al pico de la incertidumbre inducida por la desquiciada guerra de Vietnam y sus consecuencias globales. Además, denuncian las influencias de la religión. Se habla mucho de la importancia de la primera oración de libros famosos. Con Fellini es la escena inicial la que nos deslumbra.
2.
Marcello Rubini (Marcello Mastroianni) es un periodista que cubre la vida social nocturna en la Roma de 1960 y vive “La Dolce Vita”. Conoce a todo el mundo que asiste a los restaurantes de lujo y los clubes nocturnos de la Via Veneto, donde se congrega la aristocracia venida a menos y los ricos que sobrevivieron los problemas de la ocupación nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Lo conocemos primero en la inolvidable escena (que ha sido imitada varias veces) mientras vuela en un helicóptero que sigue a otro del que cuelga una imagen de Cristo que han de llevar al Vaticano, estableciendo así el vínculo a lo religioso que nos ha de ofrecer la cinta. Conocemos rápidamente sus dotes de “man-about-town” mujeriego: desvía el helicóptero que va filmando al que lleva la estatua para saludar y pedirles sus teléfonos a unas muchachas que toman el sol en bikini en la azotea de un edificio. Su capacidad para “el levante” le viene fácil, es apuesto y simpático, y puede prometer que la dichosa que se vaya con él, ¡saldrá en la prensa!
Una de sus conocidas es la hermosa heredera Maddalena (Anouk Aimée) quien no encuentra algo nuevo que la estimule, de modo que convence a una prostituta que la deje hacerle el amor a Marcello en su apartamento. Vemos rápidamente que todo lo prohibido, decadente y sexual, se ha de experimentar por los ociosos ricos en un intento de tener nuevas sensaciones sensacionales. Es, según evoluciona la película, la herencia que dejaron los Césares corruptos. Esta aventura es un interludio de sus bretes y peleas con su prometida Emma (Yvonne Fumeaux), quien obceca por él tanto que, para tratar de retenerlo, intenta suicidarse. Uno de los encargos que le da su periódico es cubrir la visita a Roma de una actriz americana llamada Sylvia (Anita Ekberg) que va a filmar en la ciudad. Para que no perdamos el subtexto religioso, en un momento, ella lleva un traje que es una parodia del de un sacerdote. A pesar de estar acompañada de su prometido, Robert (Lex Barker), no pasa mucho tiempo sin que esta siga a Marcello por Roma. La aventura los lleva a entrar a la Fontana de Trevi, en una escena icónica que resume las banalidades y frivolidades de los ociosos de la época. (Siempre he pensado que Feillini copió la idea del famoso chapuzón de Zelda y Scott Fitzgerald en la fuente del Hotel Plaza en Nueva York).
3.
A pesar del intento de apartarse de la crítica religiosa, la escena inicial nos prepara para un episodio (el filme está divido en siete y un epílogo) en el que Marcello, Emma y Paparazzo (Walter Santesso, un amigo fotógrafo que vende sus fotos al periódico; de ahí la palabra paparazzi) van a las afueras de Roma a cubrir la supuesta aparición de la Virgen. Las críticas sobre el fanatismo religioso son simultáneamente obvias y sutiles, y todo el frenesí en el intento de pedir favores personales a Nuestra Señora, resultan en una tragedia que sobrepasa cualquier beneficio del montaje por parte de la oficialidad gubernamental y religiosa. Es una de las manifestaciones más precisas en contra del fanatismo religioso en el cinema. Nos restriega el rostro en el fango.
En contraste a las referencias al suicidio que veremos en “8 ½”, las que ocurren “La Dolce Vita” son situaciones más oscuras y profundas y surgen de una premonición de muerte y desespero, de insignificancia de los personajes. Además, están acompañadas del asesinato. El ansia existencial es muy superficial en Marcello y los miembros del círculo en que se mueve. Sin embargo, ese no es el caso con Steiner (Alain Curry), quien teme que todo humano lleva un vacío imposible de llenar y que conducirá al hundimiento de la raza humana. El reencuentro de Marcello con este amigo, marca el cambio total de su forma de pensar y proceder. Un tiempo después de lo que acontece con Steiner, Marcello se ha convertido en un “publicista” que acude a fiestas de pura trivialidad e inconsecuencia. No ha encontrado nada que lo redima y es obvio que está a la deriva.
4.
Fellini nos va llevando a un final sorprendente y enigmático, que tiene referencia emocional con el final de “8 ½”, porque contrasta agudamente con la de ese filme. Luego de una fiesta en casa de un amigo, donde ya no está la presencia de la aristocracia que solía juntarse con él, los juerguistas van a la playa donde unos pescadores han atrapado una especie de monstruo marino que, moribundo, los mira con ojos brotados y con una mueca de desdén. Nadie, ni tan siquiera los pescadores saben qué es el monstruo, que parece un legado de la prehistoria o, tal vez es el leviatán que se tragó a Jonás. Están a punto de irse, cuando Paola (Valeria Ciangottini) una jovencita que Marcello conoció en un restaurante costero en Fregene, cerca de Roma, lo llama desde el otro lado de un estuario. El no oye lo que dice porque las palabras que intercambian se pierden en el viento y son ahogadas por el golpe de las olas. Es incapaz de entender lo que ella dice o interpretar sus gestos. Se encoge de hombros y regresa con los asistentes a la fiesta; una de las mujeres se une a él y se toman de la mano mientras se alejan de la playa. En un largo primer plano final, Paola saluda a Marcello y luego lo observa con una sonrisa enigmática. La metáfora que Fellini conjura parece estar clara: la vida que Marcello vive es un monstruo agonizante y él no sabe reconocer la posibilidad de redención. Respalda esa posibilidad que antes le ha dicho a la joven que “parece un ángel de un cuadro del Renacimiento”. Si es un ángel redentor, lo ha dejado irse. Es curioso que, en “8 ½”, el acercamiento de Guido al Cardenal para que lo ayude con su falta de inspiración, no le consigue nada. En cambio, el prelado lo crítica por su forma de proceder, desde un punto moral.
5.
Nadie que ame el cinema puede olvidar la escena que abre “8 ½”. En silencio absoluto, estamos en un tapón vehicular de grandes proporciones. Los automóviles parecen estar unos encima de otros, como si ocuparan el mismo espacio. En el sombrero del conductor de uno de los carros, reconocemos una figura que, intuitivamente, sabemos que es “Fellini”. De por sí, que de una silueta reconozcamos la identidad, el alter ego del director, es un logro cinemático de concisión narrativa y síntesis. Los ocupantes de los vehículos que lo rodean lo miran impávidos. Las miradas también acusan pesadumbre, como si supieran de sus andanzas y los estuvieran juzgando. La cantidad de personas que lo hacen va aumentando y, súbitamente, el automóvil se va llenando de un humo (o gas) que está asfixiando al conductor. No hay escape. Es, nos parece una muerte segura, ciertamente un castigo. Lo próximo que descubrimos de la personalidad del atrapado es su distanciamiento de los “otros”, pues, en la próxima escena está flotando sobre la costa. Tiene una soga amarrada a una pierna que alguien manipula desde la playa y le pide “que baje”, el personaje se cree mejor que nadie, más alto que nadie; está sobre todas las cosas. Nos alerta, desde el punto epistemológico, que vamos a “estudiar” los motivos que mueven al personaje. La transición de la sensación claustrofóbica del auto, a la amplitud y esparcimiento de la costa, es parte del misterio que es la vida del atrapado, Guido Anselmi (Marcello Mastroinanni), y que veremos resolverse, por lo menos en parte, según la cinta avanza. Descubrimos que ese sentido de liberación cerca de la costa tiene su origen en la niñez del personaje y veremos cómo eso ha moldeado su adultez y sus acciones.
6.
Guido Anselmi es un famoso director de cine, que planea dirigir una película de ciencia ficción. El problema es que Guido ya no tiene ideas. No se le ocurre nada para el guion, ni cómo ha de conseguir que la narrativa se acerque a las cosas que pasan por su mente e invaden sus sueños. Tiene inhabilidad para escribir unida a gran desinterés por lo que quiere decir con su película. No quiere que sea un conflicto religioso (catolicismo contra marxismo), no quiere que refleje problemas filosóficos profundos, ni que el espectador tenga que esforzarse demasiado para entender su mensaje. Contrata a un crítico de cine (Jean Rougeul) quien le señala que el diálogo es débil, pedestre y confuso. Su perplejidad ante el proyecto se profundiza, y el conflicto entre su deseo de poder completar la película o abandonarla, le trae imágenes de suicidio.
Mientras tanto, nosotros presenciamos su lucha con los recuerdos de su infancia, el porqué de su obsesión con el mar (Fellini era de Rímini; el mar fue parte de su infancia), su ambivalencia hacia las mujeres que ha querido, y la lucha interna que vive por las que ahora quiere: su mujer Luisa (Anouk Aimée) y su amante Carla (Sandra Milo). Los momentos que recuerda de la infancia, que incluyen a sus padres, son parte de su rechazo (que oculta) del catolicismo y la iglesia. Además, está en esos recuerdos su despertar sexual y su sentido de culpa porque lo indujo una prostituta que vive en una casa abandonada de la playa. Por esa infracción pecadora, los curas de su escuela lo someten a un juicio. La escena es una maravilla: bañada de luz, las figuras, que incluyen los padres de Guido, en negro, es como uno esperaría que fuera, el primer círculo del infierno, o un procedimiento presidido por la Inquisición.
Gran parte de la cinta se desarrolla en un spa, al que ha acudido Guido para hacerse tratamientos que tal vez despierten su inspiración. Las aguas termales, los baños de vapor y de fango tal vez la aviven. Las escenas en las que vemos la clientela del lugar y palpamos la decadencia de la aristocracia que quedó después de la Segunda Guerra Mundial y de las nuevas clases burguesas que ahora se mezclan con ellos, son de gran belleza. Las composiciones de los grupos de actores y su coreografía revelan la sensibilidad de Fellini al mismo tiempo que muestran su capacidad irónica y paródica. La cinematografía de Giannini de Venanazo, los vestuarios de Piero Gheradi y, como es el caso en “La Dolce Vita”, la música de Nino Rota, acentúan la nostalgia y el desespero de Guido y, aunque vemos que se está desmantelando el set de la película fallida, algo nos dice que el director ha de readquirir sus facultades, sin solucionar sus complicadas relaciones con las mujeres. En una escena soñada (una de las más comentadas y celebradas del filme), las múltiples amantes que ha tenido se rebelan contra él. Con un látigo las domina por un tiempo, pero sabemos que la rebelión no ha sido sofocada por mucho tiempo. Pero la más bella es al final del filme. El director y los productores están desmantelado el set que se ha preparado para la película que no se ha de filmar, pero todos, reales o imaginarios trepan a un muro y, tomados de la mano, con la hermosa y juguetona música de Rota, van moviéndose en un círculo alrededor de Guido, como si fueran un pensamiento que no se olvidará.