Ecos del 17: un siglo desde la Revolución rusa
La Revolución rusa cumple un siglo. No se puede entender este mundo en que vivimos, nuestra «patria en el tiempo», como decía Trotsky, sin tomar en cuenta su curso y consecuencias. Dediquémosle, entonces, algunas páginas. Inevitablemente tendremos que dejar fuera aspectos importantes: tómese lo que sigue como invitación a otras lecturas.
Una revolución
La revolución de 1917 fue sin duda… una revolución. Hay que decirlo, pues constantemente se le presenta como un golpe de Estado o como la toma del poder por una minoría o como el secuestro de una revolución democrática por los bolcheviques. En realidad, fue ocasión de un vastísimo experimento de movilización y organización social y popular. Su vehículo fueron comités de fábrica, sindicatos y los consejos de trabajadores, campesinos y soldados: los sóviets.
No era una democracia directa: no es posible organizar democráticamente a millones de personas sin algún tipo de representación, es decir, de elección de delegados. Pero era la más flexible y participativa forma de representación: los delegados eran electos y revocables, debían rendir cuentas. Existía libertad para debatir, publicar y expresar distintos puntos de vista y para organizar partidos y tendencias.
Luego de que en febrero grandes huelgas, iniciadas por trabajadoras, provocaran la abdicación del zar, surge una situación de poder dual: de un lado, el gobierno provisional, que pretende continuar la participación en la guerra y posponer temas cruciales, como la reforma agraria; del otro, los sóviets. La posición de Lenin, luego de regresar a Rusia en abril, será: ¡Todo el poder a los sóviets! Los sóviets serían un nuevo tipo de Estado, por, de y para los desposeídos. Es la forma desarrollada de la Comuna de París en 1871. Según Lenin, ese Estado-comuna debía empezar a extinguirse, no en el futuro lejano, sino inmediatamente según la población se incorporaba a las tareas anteriormente controladas por oficiales al servicio de las clases poseedoras. (Ver su Estado y revolución [1917].)
El rumbo es turbulento, pero la dirección clara: a partir de febrero la autoridad de los sóviets aumenta según decae la del Gobierno provisional. La representación bolchevique y de sectores afines en los sóviets aumenta hasta convertirse en mayoría. La revolución de octubre, en la capital, casi se reduce a desbandar a los ministros del gobierno provisional y ocupar puntos estratégicos. (Sobre esto, nada ha superado Historia de la Revolución rusa de Trotsky, ni analítica, ni literariamente.) Del nuevo Estado, que se inaugura con un gobierno de coalición entre bolcheviques y socialistas revolucionarios de izquierda, se espera que cumpla con lo que su antecesor negó: salida de la guerra, tierra para los campesinos, justicia y participación a los trabajadores, libertad para las naciones oprimidas.
Una revolución permanente
¿Revolución socialista en Rusia? La idea parecía contradecir los supuestos fundamentales del marxismo. En Italia, Gramsci la celebra, pero la llama «revolución contra El Capital«. Es cierto: Marx señalaba que el socialismo tan solo podía concebirse sobre la base de la industrialización capitalista. De ahí que el Manifiesto Comunista sea a la vez un ataque y un homenaje al capitalismo. ¿Cuáles son las premisas del socialismo? Un desarrollo considerable de la industria y la tecnología, crecimiento de la población urbana respecto a la rural, formación de una clase trabajadora mayoritaria, elevamiento de los niveles culturales y destrezas. Tales condiciones permitirían convertir los grandes medios de producción en propiedad social. La productividad alcanzada permitiría reducir la jornada laboral y habilitar el tiempo libre para la participación universal en la vida social y política. Sin esa base material, advertía Marx, la socialización acabaría por reproducir la vieja «basura», es decir, privilegios y desigualdades. Cabía concluir que los escenarios iniciales del socialismo serían y debían ser los países más desarrollados. Rusia carecía de todo eso. Social y económicamente, era el poder europeo más atrasado. Políticamente, era una autocracia del tipo que en Francia se había derribado en 1789. La mayoría de la población no era ni urbana, ni obrera, ni industrial, sino rural, campesina y analfabeta.
Ante esa realidad, desde 1905, los marxistas rusos se habían dividido en tres tendencias. Los mencheviques ponían en agenda el equivalente de la Revolución francesa: creación de una república democrática, repartición de la tierra y desarrollo del capitalismo, que instalaría las premisas para la futura revolución socialista. Como izquierda de la lucha democrática, los socialistas debían empujar, fiscalizar, aguijonear a los liberales, que lógicamente tendrían el rol dirigente en la etapa que se vivía.
Lenin y los bolcheviques, antes de 1917, admitían que, en Rusia, dado su atraso material y social, no podía hablarse de revolución socialista. Pero advertían que la burguesía rusa carecía de vocación revolucionaria. Contar con ella resignarse a un desarrollo capitalista sin democracia, sin derechos laborales, sin abolición radical de las herencias feudales; lo que Lenin llamaba el camino Junker al capitalismo, que contrastaba con su desarrollo farmer o americano. Por tanto, había que organizar a la clase trabajadora para que, independientemente de la burguesía, dirigiera la revolución democrática junto a los campesinos, aunque, hasta tanto no se realizara una transformación material profunda o se iniciara la revolución en Europa, Rusia no rebasaría los límites del capitalismo.
Trotsky formuló una tercera posición: la clase trabajadora, en el proceso de realizar la revolución antizarista y de dirigir a los campesinos contra los terratenientes, tomaría el poder político y de inmediato tendría que responder al sabotaje de la burguesía. La revolución campesina se combinaría con la revolución obrera, la revolución antizarista, con la revolución anticapitalista. La revolución rusa sería una revolución permanente, que combinaría lo que en otros países habían sido procesos separados por siglos.
La premisa de esa concepción era la convicción de que los países atrasados, como Rusia, no reproducen la evolución de los avanzados. Precisamente porque se desarrollan bajo la presión y la intervención de los últimos, su evolución combina formas de atraso y modernización: Rusia tenía la agricultura más atrasada de Europa, pero algunas de sus fábricas estaban entre las más grandes y avanzadas. Por tanto, los esquemas marxistas no se podían trasladar mecánicamente de las zonas más desarrolladas al resto del mundo. Tampoco se podía prescindir de esas categorías: lo que se necesitaba era un desarrollo creativo del marxismo para entender esas realidades inéditas.
1917 confirmó la tesis de Trotsky (formulada inicialmente en Resultados y perspectivas [1906]). No refutó al marxismo ni a El Capital, sino sus lecturas mecánicas y estáticas. En justicia, digamos que Marx había rechazado tales interpretaciones en sus escritos sobre Rusia. (También fueron revoluciones permanentes la yugoslava, la china, la vietnamita y la cubana, tema que escapa los límites de este ensayo). En abril, al regresar a Rusia, Lenin descartó la vieja concepción bolchevique. Trotsky, que había combatido a Lenin en distintas y agrias polémicas, ingresó al Partido Bolchevique. Fueron los dirigentes más destacados de la revolución de octubre.
Una revolución aislada
Pero la victoria de la insurrección no negaba las contradicciones de tal proceso en un país atrasado, pobre y mayoritariamente campesino. La repartición de la tierra no era una medida anticapitalista. Más bien abría el camino al más amplio desarrollo de relaciones de mercado, la diferenciación entre campesinos ricos y pobres, la expropiación de unos por otros. Auguraba conflictos con el campo sobre el precio a pagar por el grano. En la industria, por otro lado, sería difícil recortar las jornadas o prescindir de incentivos y privilegios para especialistas y técnicos insustituibles. En definitiva, estas y otras contradicciones tendrían que negociarse de algún modo, pero solo podrían superarse si se recibía el apoyo de otras revoluciones. Para los bolcheviques su revolución debía ser el preludio de la revolución europea o, al menos, centroeuropea. La concepción de Marx de que el socialismo solo podía desplegarse a partir del capitalismo más avanzado retenía su validez, aunque no se le debía reducir a la idea de que la revolución tenía que empezar en el país más avanzado. Podía empezar y empezó en Rusia, pero su curso ulterior dependería de la revolución internacional.
El internacionalismo no era, por tanto, una abstracción, sino una cuestión de viabilidad material del socialismo. La defensa por Lenin del derecho de las naciones a la autodeterminación pretendía, tanto combatir toda forma de opresión nacional y/o colonial como de propiciar la unión libre de todas las culturas y, con ello, su acercamiento y mezcla, para lo cual Lenin formulaba tres pautas: distinción entre naciones opresoras y oprimidas, rechazo de toda opresión e imposición y simultáneamente de todos los elementos antidemocráticos y represivos de todas las culturas, incluyendo las oprimidas. (Ver «Notas críticas sobre la cuestión nacional» [1913].)
Entre 1918 y 1921 los hechos confirman la apuesta bolchevique: revoluciones derriban a las monarquías alemana y austrohúngara; sóviets de obreros y soldados aparecen en Berlín, Múnich, Kiel, Viena entre muchas otras ciudades; huelgas, consejos obreros y tomas de fábricas estremecen el norte de Italia; en el sur de Alemania y en Hungría se proclaman repúblicas soviéticas; en Finlandia y Bulgaria se desatan guerras civiles entre blancos y rojos. Otros países viven, no crisis revolucionarias, pero sí grandes movilizaciones: en Gran Bretaña, el movimiento de comités de fábricas; en China, el movimiento 4 de mayo; en Seattle, una impresionante huelga general, el mismo año de la gran huelga del acero en Estados Unidos.
Pero esta efervescencia no se traduce en victorias revolucionarias. No se trata únicamente de la feroz represión, sino también del rol contrarrevolucionario de los partidos socialistas, vinculados a la clase obrera. El caso más notorio: el Partido Social Demócrata Alemán. Luego de que se proclama la república y que aparecen elementos de poder dual, sus líderes se convierten en los neutralizadores de la revolución, desorientando y reprimiendo, lo cual incluye el asesinato de una de las figuras más brillantes del socialismo, Rosa Luxemburgo. (Véase Pierre Broué, The German Revolution, 1917-1923)
Se demuestra la importancia de otra dimensión de 1917: no basta con el surgimiento de comités y de sóviets, ni con el desbordante deseo de cambio, ni con las movilizaciones gigantescas, ni con la parálisis momentánea de los gobiernos. Si no existe al menos una organización que oriente al movimiento, el momento de la revolución se pierde. La desmovilización sigue a la movilización, la desilusión desplaza al entusiasmo y el orden existente se estabiliza. Era una de las ideas centrales de Lenin, desde sus primeras obras. (Trotsky lo destacará en Las lecciones de octubre [1924]) En lo que aparecen nuevas situaciones revolucionarias se impone la realidad del aislamiento de la revolución en condiciones de atraso, agravadas por la guerra mundial y por la guerra civil.
Una revolución asediada
La revolución triunfa en la capital casi sin derramamiento de sangre. Pero ninguna clase dominante se rinde sin resistencia. Para verano de 1918 remanentes del ejército zarista inician la guerra contra los sóviets. Tropas de Francia, Japón, Gran Bretaña y Estados Unidos desembarcan en distintos puntos del antiguo imperio. La guerra tiene un efecto devastador. La industria se paraliza. Los ferrocarriles colapsan. Las ciudades no reciben alimento ni materias primas. Miles regresan al campo. Las requisiciones de grano para el ejército y las ciudades quiebran las relaciones con los campesinos. Muchos de los que hicieron la revolución mueren en la guerra. La violencia blanca es implacable y la respuesta revolucionaria devuelve golpe por golpe. Basta leer el terrible y terriblemente honesto Terrorismo y comunismo de Trotsky para comprobarlo. Muchos de los sóviets dejan de funcionar. A menudo sus integrantes han muerto o se han dispersado. Aun así, la revolución se caracteriza por debates abiertos e intensos: sobre la paz con Alemania, el rol de los sindicatos, la administración de las fábricas, el empleo de exoficiales zaristas y otros temas. Los debates sobre el arte, la lingüística, las mujeres, la moral y la familia proliferan. Tatlin, Malevich, Mayakovski, Vertov, Eisenstein, el círculo Bajtín, son algunas de las muchas figuras vinculadas a ese florecimiento cultural. Basta buscar Octubre o El Acorazado Potemkin de Eisenstein o El hombre con la cámara de Vertov en Internet para sentir la audacia y la promesa inicial de la revolución.
A punto de desaparecer en 1919, la república soviética logra prevalecer. El saldo es terrible: al atraso de Rusia se añade el efecto material y cultural de siete años de guerra.
Una revolución burocratizada
El curso de la revolución, en condiciones de atraso y aislamiento, plantearía un problema que algunos marxistas habían sospechado, pero que no habían examinado sistemáticamente: la posibilidad de que en las organizaciones obreras (sindicatos, partidos, estados) cristalizaran nuevas formas de desigualdad (y los privilegios correspondientes), es decir, la tendencia a la burocratización. En Rusia, el atraso, la guerra y el aislamiento fueron sus causas fundamentales, a lo cual hay que añadir decisiones contraproducentes de los bolcheviques. Las largas jornadas laborales, la obligación de dedicar buena parte del tiempo a asegurar la supervivencia, la paralización de empresas, la dispersión de parte de la clase obrera, la herencia del analfabetismo y la baja escolaridad eran todos factores que fomentaban la concentración de decisiones en manos de una minoría activista, militante y más educada, en el mejor de los casos, o más arribista y ambiciosa, en el peor. La escasez obliga al trabajo agotador, acentúa la competencia por los bienes escasos y aumenta el atractivo de asegurarlos con alguna disposición ventajosa. La burocratización avanza según una minoría monopoliza las decisiones y acaba por otorgarse, inicialmente modestos, y posteriormente mayores, privilegios materiales. El ascenso de Stalin durante la década de 1920 es la manifestación más visible de ese proceso de burocratización.
Lenin no dejó de detectarlo. En 1920 ya hablaba de un Estado obrero con «deformaciones burocráticas». Sacrificó su menguante salud en su «último combate»: la denuncia de la naciente burocracia y, al final, del mismo Stalin. (Véase El último combate de Lenin de Moshe Lewin.) Por su lado, Trotsky, que al anticipar la revolución socialista en Rusia también había señalado las dificultades que enfrentaría en condiciones de atraso, a partir de 1923 se plantearía la necesidad de revertir la burocratización. Ese fue el significado de su conflicto con Stalin. Trazar sus altas y bajas, y los temas tratados (régimen interno, política industrial y agraria, entre otros) alargaría demasiado esta exposición.
Baste decir que Trotsky, al igual que Lenin, concebía el marxismo, no como un dogma, sino como un método para entender la historia, a partir de los conflictos de clases y grupos sociales (en último análisis, por el control y reparto del producto social): por eso, la creciente burocratización no le planteó «una crisis del marxismo», sino el reto de enriquecerlo y esgrimirlo para entender ese hecho y combatirlo conscientemente.
Los crímenes de Stalin, planteará en obras como La revolución traicionada (1936), no pueden atribuirse al socialismo, como alegan los defensores del capitalismo. Tampoco pueden explicarse como mera «desviación», «error», o concepción «equivocada» del liderato soviético, como plantean algunos socialistas. Esas políticas corresponden a los intereses de un grupo social, interesado en la defensa de su poder político y sus privilegios materiales, aunque esa burocracia actúe a nombre y se proyecte como representante del socialismo.
Pero el problema de la burocracia no solo se refiere a los gobiernos revolucionarios. También acecha a sindicatos y partidos en el capitalismo: ese proceso explica, por ejemplo, la política contrarrevolucionaria del liderato socialista alemán en 1918. Como escribió Rosa Luxemburgo—quien, por otro lado, no escatimó críticas a los bolcheviques— detrás de las distorsiones del socialismo en Rusia se encontraban la distorsionada política socialista en Alemania. Sus líderes, que habían hecho fracasar la revolución alemana y que, de ese modo, habían abandonado a la república de los sóviets, antes de denunciar a los bolcheviques, debían examinar su propia inconsecuencia. En fin, concluiría Trotsky: la lucha socialista contra el capitalismo, el imperialismo y el colonialismo ya no podrían ignorar el problema de la burocracia. Víctor Serge resumió esto como «la regla del doble deber» en un ensayo del mismo nombre (en Literatura y revolución [1932]) que amerita releerse.
En Rusia, la burocracia niega la revolución: la experimentación artística será remplazada por el dogma del «realismo socialista»; se prohíbe el aborto, que se había legalizado; se obstaculiza el divorcio, que se había facilitado; se restablecen las leyes contra la homosexualidad, que se habían eliminado. Sobre todo, se cierran los debates sobre estos y otros temas. También fue necesario reescribir la historia, retocar las fotos, borrar a figuras indeseables. Borrarlas no solo de las fotos: durante la década de 1930, se elimina físicamente a casi todo el liderato de 1917. El marxismo, de una escuela crítica, se convierte en una estéril doctrina oficial. Al Lenin vivo y dinámico se le convierte en una momia, exhibida en un mausoleo.
Esto no convierte a millones de militantes comunistas alrededor del mundo en meros burócratas. Tampoco reduce la obra de figuras como Brecht, Lukács, Neruda, Bloch a propaganda estalinista, aunque sus silencios, autocensuras, complicidades o fingimientos, según sea el caso, también son parte de una historia llena de sombras.
Una revolución saboteada
La política de la burocracia tendría su dimensión internacional, indispensable para entender el siglo XX. La burocracia defiende la URSS, pero según se eleva sobre su clase trabajadora, desvincula esa defensa de la revolución mundial. Su política externa tendrá como prioridad estabilizar su dominio interno. El avance de la revolución internacional sin duda intensificaría la hostilidad del imperialismo hacia la URSS. La burocracia sabía esto perfectamente. Por tanto, intentaría reducir esa hostilidad a costa de desalentar procesos potencialmente revolucionarios. Así, para dar algunos ejemplos, los partidos comunistas, con el prestigio que les daba su vínculo con el estado surgido de la revolución, tuvieron un rol importante en la revolución china de 1926-27, en la resistencia de la república española al golpe de Franco en 1936-39, en el ascenso de las luchas obreras en Estados Unidos en la década del treinta, en las ocupaciones de fábricas en Francia en 1936, en la resistencia a la ocupación alemana y al fascismo durante la Segunda Guerra Mundial. Pero en cada caso los partidos vinculados a la URSS amoldaron los movimientos bajo su influencia a lo que consideraban eran los límites aceptables a los aliados capitalistas con los que la burocracia soviética deseaba negociar algún grado de tolerancia mutua o convivencia. Así, en China en 1926-27 se le amarró al movimiento nacionalista (el Guomindang), proceso que culminó en una sangrienta derrota para el primero. En España se le subordinó a los partidos burgueses republicanos. La tendencia de la resistencia antifranquista a transformarse en revolución socialista fue, no sólo desalentada, sino sofocada a través de la represión (que incluyó en asesinato de Andreu Nin y otros marxistas anti-estalinistas), con la consiguiente derrota del campo republicano. En Estados Unidos se canalizó el ascenso del movimiento sindical hacia el Partido Demócrata y el apoyo a Roosevelt. En Francia, en 1936, se redujo el potencial de las movilizaciones y ocupaciones de fábricas a un apoyo a las reformas del gobierno del Frente Popular. Durante la Segunda Guerra Mundial se amarró la resistencia antifascista a los límites aceptables a los partidos de la burguesía liberal o antialemana, con el consiguiente apoyo y participación de los partidos comunistas en la reconstrucción de los estados capitalistas después de 1945 o el abandono y derrota de grandes fuerzas (Grecia fue el caso más dramático). Desde entonces la tendencia conciliadora de estos partidos se acentuaría: el rol conservador del Partido Comunista Francés en 1968 es uno de muchísimos ejemplos. (Véase Ernest Mandel, «Los amargos frutos del ‘socialismo en un solo país» [1977] en Crítica del eurocomunismo.)
Si en Yugoslavia, China y Vietnam triunfaron revoluciones socialistas fue precisamente porque allí (en Vietnam, inicialmente, con menos decisión que en los otros) los partidos comunistas desobedecieron las instrucciones del liderato soviético y de Stalin y rompieron, en la práctica, con el mandato de que no se podía ni debía transformar la lucha antifascista o antimperialista en una revolución anticapitalista. En Cuba se realizaría en 1959-61 una revolución socialista, a contrapelo de las orientaciones de los estalinistas cubanos.
Luego de la Segunda Guerra Mundial se derriba el capitalismo en Europa Oriental, según la burocracia soviética opta por crearse un cordón protector. Ya lo había intentado en el marco del pacto Hitler-Stalin de 1939-41. En Europa Oriental, la forma burocrática del derrocamiento del viejo régimen mezcló, malignamente, la liberación con la imposición. Cuando las clases trabajadoras, incluso sectores de los partidos comunistas, intentan democratizar sus gobiernos (Hungría en 1956, Checoslovaquia en 1968, por ejemplo) la burocracia responde con la represión que tan solo acrecienta el desprestigio del socialismo a nombre del cual se realizaban.
Si el horizonte de 1917 había sido la revolución mundial, a lo cual había correspondido la fundación en 1919 de la Internacional Comunista, desde 1924 la doctrina y práctica de la burocracia sería el «socialismo en un solo país» a lo cual se añadiría la disolución de la Internacional en 1943. (Una consideración temprana, útil hasta el presente de este viraje es la «Crítica del programa de la Internacional Comunista» [1928] de Trotsky.)
Patéticamente, todos los intentos de la burocracia de que se le dejara gobernar en paz en su territorio a cambio de respetar al mundo capitalista serían en vano: desde las intervenciones iniciales hasta la «segunda guerra fría» de Reagan, pasando por la invasión nazi, el capitalismo mundial jamás se resignaría ni se resignó a la abolición del capitalismo en Rusia.
Una revolución socavada
La contrarrevolución burocrática paraliza la transición a una nueva sociedad, pero no conllevó la restauración del capitalismo. A las ventajas de una economía planificada le impone el lastre de su autoritarismo: todos los logros, desde la industrialización a la derrota del militarismo alemán, llevan la marca del costo humano impuesto por la dictadura burocrática. Esa administración autoritaria de la herencia de la revolución pasa por distintas configuraciones: del terror de Stalin a las reformas de Jrushov; de las esperanzas generadas por la “desestalinización” al inmovilismo de la época de Breznev; del glasnost de Gorbachov al colapso de la URSS. La burocracia se mueve en su laberinto entre las irracionalidades de la centralización autoritaria que luego intenta corregir con reformas de mercado y mayor autonomía para los directores de empresas, cuyos desbalances, a su vez, busca remediar con la recentralización, sin que las distintas mezclas de burocracia y mercado, represión e incentivos monetarios, logren resolver los problemas de fondo. A la economía planificada, a través de todos los zigzags, se le niega el ingrediente que necesita pero que la burocracia no puede tolerar: la participación democrática de los productores.
Del impasse burocrático podía escaparse por uno de dos caminos: la restauración del capitalismo (propiedad privada de los medios de producción, regulación de la economía según las reglas del mercado, etc.) o la democracia obrera. El desenlace es conocido: a finales de la década de 1980 se impone la primera opción. Algunos autores insisten en señalar como culpables a Gorbachov, o al imperialismo, o la CIA o el Vaticano (y a los trotskistas como cómplices). Pero olvidan explicar cómo una clase trabajadora que, según ellos, se gobernaba a sí misma, que supuestamente contaba con la experiencia acumulada de construir el socialismo durante setenta años, se dejó arrebatar el poder político, se dejó engañar por dos o tres líderes mediocres a sueldo de la CIA. La realidad es otra: desde la década de 1920 la burocracia expropió políticamente a la clase obrera que se sentía cada vez menos representada por un estado autoritario, a pesar de que hablara a su nombre. La burocracia preparó la restauración capitalista. La lucha socialista contra la burocracia fue también una lucha contra ese desenlace: una lucha por salvar lo más noble de la revolución de octubre.
La existencia de la URSS, mientras duró, fue, ciertamente, un contrapeso al imperialismo que abrió espacio a las luchas anticoloniales y antiimperialistas y que propiciaba reformas en el mundo capitalista, en competencia con su rival. Pero el peso muerto de la burocracia degradaba esas ventajas. La restauración del capitalismo sin duda desataría y desató un capitalismo más salvaje y depredador, pero nada contribuía más a vender ese desenlace regresivo como una liberación que las arbitrariedades de una burocracia que hablaba a nombre del socialismo. Había que luchar contra el capitalismo y la burocracia. Quienes lo hicieron merecen nuestro homenaje: de Siberia a Saigón, de Barcelona a Minneapolis, de Bruselas a Buenos Aires, de París a Pulacayo, encarnaron, frente a la represión y la calumnia, la convicción de que el comunismo y el estalinismo no son sinónimos sino opuestos. (Uno de ellos, Isaac Deutscher, analizó y criticó magistralmente la opción de los antiguos estalinistas y anti-estalinistas convertidos al anti-comunismo en «La conciencia de los excomunistas» [1950] y «1984– El misticismo de la crueldad» [1954]).
¿Una revolución pendiente?
2017 también es el ciento cincuenta aniversario de la obra cumbre de Marx: El Capital, cuyo primer volumen se publicó en 1867. Nuestra actitud hacia el legado del 17 depende en parte de nuestra actitud hacia el segundo. En dos palabras: Marx explica cómo la sustancia del valor que se le reconoce a las mercancías en el mercado (cuya representación monetaria es el precio) es trabajo humano, que se distribuye y redistribuye, asigna y reasigna a través de los resultados del intercambio. En el capitalismo, sociedad productora de mercancías, los desposeídos venden su capacidad de trabajo a empresas que compiten entre ellas en el mercado. El valor de esa mercancía, de la capacidad de trabajo, y su precio, el salario, equivalen a parte del nuevo valor creado. La otra parte, que Marx llama plusvalor, se convierte en ganancia del capital. La ganancia (industrial, comercial, financiera), a pesar de la apariencia generada por la forma salario, que se presenta como pago por la totalidad del trabajo realizado, no proviene ni de las máquinas, ni del conocimiento, ni del intercambio, ni de la especulación: es trabajo impago que pasa de manos de los productores al capital. Por otro lado, el arma fundamental de los capitales en la competencia es la reducción de costos a través de la sustitución del trabajo por máquinas. De aquí se derivan varias consecuencias: el capitalismo no solo se fundamenta en la explotación (en eso no se distingue de sociedades de clase anteriores) sino que tiende (lo cual sí lo distingue) a un incesante desarrollo de la productividad, cuya culminación, prevista por Marx, es la automatización. Pero la maquinización, que los capitales en pugna por la ganancia propia se imponen unos a otros, reduce el rol del trabajo, la fuente de ganancia, en la producción y tiende a reducir la tasa de ganancia global. De ahí que toda expansión capitalista conduzca a una crisis, que se caracteriza por la parálisis industrial y comercial, por el aumento del desempleo, la pobreza y la inseguridad, a pesar de que la sociedad cuenta con más capacidad productiva que antes. La crisis, a través de la destrucción de capitales, mercancías y de vidas, crea las condiciones para una nueva expansión… hasta la próxima crisis. ¿Será necesario indicar la coincidencia de este análisis (cuya complejidad hemos reducido violentamente) con la historia y la actualidad del capitalismo? En un mundo en que el capital domina como nunca antes, la obra que mejor lo explica es fundamental.
De este universo sometido a leyes impersonales, que no respetan ni a la humanidad ni al medio ambiente (problema que Marx ya planteó, pero que hoy se presenta con mucha más urgencia), tan solo puede salirse convirtiendo los medios de producción sociales en propiedad social, a ser administrada democráticamente. Si tal tarea está pendiente, entonces 1917 es una revolución pendiente: no podemos imitarla mecánicamente, pero tampoco podemos relegarla a los departamentos de historia. Y eso plantea el problema, no solo de un nuevo tipo de estado, sino la función del partido. Parafraseando un comentario de Adolfo Gilly (en La revolución interrumpida) sobre los campesinos en la revolución mexicana: para gobernar hace falta un programa, el programa debe convertirse en una política, para desarrollar una política se necesita un partido. No es una idea muy popular actualmente, pero basta comparar el potencial de la «primavera árabe», por ejemplo, y sus limitados resultados para ver que el problema regresa.
¿Era el bolchevismo portador del «germen» del estalinismo, como tantas veces se ha dicho? Sí, en cierto sentido. En el sentido de que toda organización (sindical, comunitaria, política, cooperativa, estatal) que implique división del trabajo, delegación de tareas, designación de dirigentes supone el peligro de que los funcionarios, representantes o delegados se autonomicen y se burocraticen. La única manera de evitar ese riesgo sería renunciar a la organización misma (sindical, política, etc.), pero en ese caso estaríamos condenados al capitalismo y sus instituciones (también burocráticas). La única actitud antiburocrática consecuente es, por tanto, organizarse sindical y políticamente para luchar contra el capitalismo a la vez que se vigila el peligro burocrático. El germen es inevitable, pero no su crecimiento. Esto incluye evaluar críticamente los errores de los revolucionarios (incluyendo a Trotsky), como la prohibición de facciones en el partido en 1921. (Véase Ernest Mandel, Poder y dinero: una teoría marxista de la burocracia.)
Al pensar en 1917 y Puerto Rico recordamos la teoría de Lenin sobre el problema nacional; las consecuencias del desarrollo desigual y combinado colonial; la impotencia ante ese hecho de nuestras clases poseedoras y los problemas que traslada a la lucha anticapitalista; los vínculos internacionales con que debe contar esa transformación; la necesidad de inventar una democracia amplia, participativa y eficiente; el problema de la organización de partidos y su aspiración a dirigir sin imponerse; el problema de la burocracia. Tampoco son problemas de Puerto Rico exclusivamente.
Los problemas del desarrollo y subdesarrollo desigual y combinado; de la revolución permanente; de la opresión y la autodeterminación nacional; del estado-comuna y la organización desde abajo; de los partidos, con sus capacidades y peligros; de la contrarrevolución; de los vínculos internacionales y de la burocracia, entre otros: planteados en 1917, pendientes en 2017. Enfrentarlos, nos convierte, querámoslo o no, en herederos de octubre. ¿No será mejor admitirlo y combinar la crítica de ese legado con la celebración que merece: recuperarlo para el futuro?