El castigo ejemplarizante como rémora democrática
Punishment is one of the many institutions which helps construct and support the social world by producing the shared categories and authoritative classifications through which individuals understand each other and themselves. In its own way, penal practice provides an organizing cultural framework whose declarations and actions serve as an interpretative grid through which people evaluate conduct and make moral sense of their experience. Penality thus acts as a regulatory social mechanism in two distinct respects: it regulates conduct directly through the physical medium of social action, but it also regulates meaning, thought, attitude –and hence conduct- through the rather different medium of signification.
–David Garland
En Vigilar y castigar, Foucault abre el texto con una puesta en escena tremendamente terrorífica para muchas de nuestras sensibilidades contemporáneas. Sin introducción que sirva de amortiguador, expone la fría y minuciosa descripción de la tortuosa muerte del parricida Damiens frente a la puerta principal de la Iglesia de París. Este ejemplo extremo de violencia física contra el cuerpo de un penado, el cual se realizó a modo de castigo ejemplarizante en concurridos espacios públicos, tiene un efecto inmediato en el lector que se enfrenta a la influyente obra del autor de Poitiers sobre el castigo en la Modernidad. Las formas de castigo se han transmutado desde aquellas huellas primigenias que nos llegan desde el Código Hammurabi (el ius talionis) hasta los complejos sistemas penitenciarios que, aunque demasiado escasos, hoy apuestan por la sensibilización y compasión en vez de la cruda venganza mediante la violencia extrema. El trabajo de Foucault ha sido una piedra angular para entender cómo las técnicas de poder y disciplina de los sectores hegemónicos son impuestas de formas cada vez más invisibles, pero a la misma vez de forma sumamente efectiva para la configuración de sociedades ampliamente controladas.
Lo que hace pocos siglos representaba un panóptico físico mediante el cual se dominaba a la población de reos, en las sociedades contemporáneas ese panóptico benthamiano se desvistió de realidad física, de su arquitectura visible, y se convirtió en técnicas de biopoder menos brutales en términos físicos, pero sumamente efectivas a nivel de control social. El proyecto de la prisión, tan criticado desde principios de siglo XIX, se trasladó al complejo escenario de relaciones de poder que caracteriza la sociedad moderna. Las técnicas de control y disciplinas que germinaron en proyectos como la cárcel, especialmente el modelo panóptico de Bentham, se tradujeron a técnicas disciplinarias ya no sólo aplicadas a reos, sino al ser humano en tanto tal, desde la enseñanza primaria hasta los diagnósticos médicos en la vejez. De forma un tanto radical, Foucault le atribuye un papel de demiurgo al proyecto de la cárcel en la confección de las técnicas de poder ejercidas en nuestras sociedades contemporáneas.
En parte esta mutación de los dispositivos disciplinarios de la cárcel en técnicas de control social se da dentro un proceso de progresiva sensibilización de la humanidad respecto a la violencia física antes normalizada. Desde una perspectiva eurocéntrica, el pensamiento ilustrado posibilitó críticas importantes al castigo desproporcionado y a la arbitrariedad en la materialización de la sanción penal. Si bien a Beccaria se le debe la crítica que fecundó que surgiera el importante principio de legalidad en las codificaciones que comenzaron tempranamente en el siglo XIX, y que hoy es el pilar fundamental del Derecho penal contemporáneo, a Kant se le debe un andamiaje ético por el cual ningún ser humano debe ser instrumentalizado o tratado como un medio, sino como un fin en sí mismo. Aunque el último hubiese justificado la pena de muerte, mientras que el primero fue un notorio detractor de ésta, la exigencia ética de no instrumentalizar al ser humano permitía la imposición de un castigo como retribución proporcional al acto reprochable cometido, sin ulteriores fines preventivos que abrieran la posibilidad a tratar a la persona autónoma como un chivo de expiatorio en virtud de algún fin exógeno a la justa retribución. Es decir, para Kant la pena es un imperativo categórico.
Desde una perspectiva dialéctica, para Hegel la pena no es sino la negación de la negación que representa el delito frente al derecho. La irrogación de un mal como imposición de una pena no tiene como objeto la persona en tanto sujeto libre, sino al delincuente que ha pretendido negar mediante el injusto típico la validez del derecho. El retribucionismo de Hegel llega al punto de preceptuar como honroso el sufrimiento de una pena, pues considera al sujeto penado como un individuo que tiene derecho a la pena como estabilizadora del derecho que pretendió negar mediante libre albedrío. Muy al contrario de nuestras Políticas criminales contemporáneas, en el retribucionismo de raíz kantiana y hegeliana el fin de la sanción penal se materializa en un tipo de acto de habla que comporta un reproche simbolizado en la fijación y cumplimiento de una pena, donde se presume la aceptación del reproche por parte del autor del delito, lo que significa que no se exige dicha aceptación. En definitiva, en Hegel la pena implica el reconocimiento de la agencia racional de la persona responsable como razón suficiente para el reproche a través de la pena.
La pretensión comunicativa del reproche a la persona autora de un delito es un presupuesto para que ésta pueda aceptar el castigo como legítimo, solo y si éste es realmente proporcional a la gravedad de la conducta penada. Si el fin de la pena se concentra en la prevención del delito, por el contrario, este reconocimiento de reciprocidad entre la persona autora y la imposición de la pena se diluye al grado de frustrarse. ¿Cómo podemos pretender que una persona pueda aceptar que una pena por hurtar unas sandalias de una tienda sea equivalente a quince o veinte años de cárcel? ¿Cómo podemos presuponer la aceptación de la pena de muerte cuando ésta implica la imposibilidad del cumplimiento de la pena conscientemente? El grave problema de las teorías prevencionistas, sin entrar en su amplia gama de particularidades y versiones, es que siempre abren la posibilidad para que las penas sean tanto desproporcionadas como impuestas a personas inocentes. Mientras que el retribucionismo conlleva la aplicación de penas necesariamente proporcionales, porque de otra manera no estaríamos respetando al sujeto como fin en sí ni como agente libre en una sociedad, el prevencionismo como fin se traduce en la búsqueda de penas óptimas sólo para la evitación del fenómeno criminal.
En sociedades ampliamente desiguales como en las que vivimos, las políticas públicas para mitigar la desigualdad necesaria para nuestro sistema económico en el ámbito privado son insuficientes para obtener el fin presunto. Los complejos focos criminológicos que se generan en cada sociedad son, más que evaluados y atendidos sesudamente mediante políticas inteligentes, tratados mediante los tentáculos del poder punitivo. De esta forma, el poder del Estado para castigar, o el ius puniendi, se instrumentaliza de tal manera que sirve de colofón para mantener un control social que en muchas ocasiones implica la neutralización de la materialización de alguna oposición tanto individual como colectiva respecto a un sistema hegemónico. Más que concentrarnos en la raíz de nuestras desigualdades socioeconómicas, por ejemplo, los sectores dominantes y dirigentes han optado por combatir mediante el poder punitivo a quienes no se adapten a los roles sociales que permiten la perpetuación de sus privilegios de clase. En el ámbito anglosajón contemporáneo, esto Loïc Wacquant lo ejemplifica con el cambio entre Welfare al Workfare.
Políticas como las de la “guerra contra la drogas y el crimen” y de “ley y orden”, gestadas bajo administraciones públicas norteamericanas que han elevado estratosféricamente el cupo de prisiones en ese país, y que han sido exportadas de manera profusa mediante una globalización homogeneizante que pretende más controles sin tanta sangre derramada, han instaurado climas normativos de disciplina cuyo éxito justifica la desaparición paulatina de los linchamientos públicos con fines preventivos. Como advertía Foucault, y como desarrolló posteriormente David Garland en el contexto anglosajón, nuestras sociedades internalizan las técnicas probadas en la cárcel para ejercer disciplinariamente un control desde que la persona nace. Las jerarquías y dinámicas de temor que se probaron en prisiones como las del panóptico de Bentham son traducidas en normas sociales que condicionan nuestras interacciones en la llamada libre comunidad. Los ojos del guardia de prisión que veía lo que sucedía en todas las celdas en el modelo de cárcel benthamiano se sublima y abstrae para que su función de gran hermano tenga efectividad aun cuando no exista físicamente.
De igual forma, el castigo ejemplarizante, aunque ya no en una plaza pública ni de forma sangrienta, sigue siendo una técnica que se nutre de Políticas criminales fallidas que instrumentalizan al ser humano y lo convierten en conejillo de indias para infundir temor ante la autoridad dominante. La perversión de los fines de la pena en nuestra sociedad se extralimitado al punto de que exclusivamente se dirige al prevencionismo prácticamente ilimitado y a la venganza in extremis. Es decir, no hay normativamente un control, como lo podría ser en algunos casos la culpabilidad, que impida que las sanciones penales en nuestras jurisdicciones respeten al autor o autora en tanto sujeto autónomo responsable sólo por su conducta reprochable. Por el contrario, además de una popular expansión de poder punitivo que abarca cada vez más conductas y agrava las consecuencias de las mismas, lo que vemos es cómo las modificaciones penales y los procesamientos criminales se dirigen exclusivamente a evitar a toda costa las conductas que nuestras endebles democracias representativas consideran como reprochables. Las recientes enmiendas al Código penal, donde se agravan penas sin fundamentos criminológicos y se añaden tipos penales que están en conflicto con garantías constitucionales básicas como la libertad de expresión y el debido proceso de ley, son ejemplo de ello.
Además, la tendencia progresiva de determinadas administraciones a ceder jurisdicción al ámbito federal, donde las garantías ciudadanas son más laxas y el sistema propende al mayor índice de convicciones criminales, se ha convertido en un arma para retomar el castigo ejemplarizante en una democracia que lo menos que debería infundir es miedo a ser o miedo a manifestarse. El reciente caso de Nina Droz es paradigmático sobre lo que significa desear que una persona sea juzgada y convicta para enviar un terrible mensaje a la ciudadanía que sirve de espectadora ante un proceso repleto de dinámicas de control y de un discurso que irradia intimidación. Si bien esta ciudadana fue detenida por agentes del orden público de Puerto Rico durante la multitudinaria manifestación del primero de mayo de este año, inmediatamente la Oficina para el control del alcohol, tabaco y armas de fuego (ATF, por sus siglas en inglés), una entidad federal, asumió su custodia con el fin de que fuera procesada en la jurisdicción federal. La fiscalía federal, ávida por el procesamiento, no mostró reparos en asumir jurisdicción y convertir una tentativa de incendio, básicamente, en un terrorífico proceso de punición desmedida.
Mediante una evaluación que dista mucho de ser la más ponderada y razonable, a la acusada no se le otorgó el derecho a fianza, que no es absoluto en la jurisdicción federal, como agraciadamente lo es teoría en la nuestra, ni se le reconsideró dicha determinación en un procedimiento posterior. En estos momentos, la también estudiante universitaria lleva más de un mes y medio encerrada en una prisión por cargos que alegan que fue partícipe de un intento de incendiar un edificio del Banco Popular en la conocida y controvertida zona de la Milla de oro. Más de un mes y medio encerrada aun cobijándole un derecho a la presunción de inocencia que más que derecho parece privilegio. De las fotografías que sirven de alguna prueba de cargo en el caso, y que han sido difundidas profusamente por los medios de comunicación en masa, vemos manifestantes encapuchados de diversas maneras, pero no vemos ni el fuego ni el incendio de un edificio tan imponente como el de la principal entidad bancaria de Puerto Rico. De haber los agentes del orden público observado conducta criminal como la de tentativa de incendio, no era necesario trasladar dicha investigación y persecución penal a la esfera federal, donde se expone a una pena draconiana y radicalmente desproporcionada de hasta veinte años de reclusión, término que es más largo que la mitad de la vida de la acusada.
No obstante, esta persecución penal en esa jurisdicción federal ha servido para afianzar la terrible idea de que esa jurisdicción es más peligrosa y eficiente que la estatal por la cantidad de convicciones a las que se llega. El discurso obedece a los propios agentes del derecho que allí son protagonistas, desde la judicatura hasta la fiscalía federal, la cual ha intentado de todas las maneras posibles que se materialice la pena de muerte en nuestro país, aunque con resultados frustrados afortunadamente. La narrativa que se crea contribuye no sólo a garantizar el papel de verdugo temible a la jurisdicción federal, sino de panóptico tecnocrático al servicio de un sistema penal que se pervierte al evadir u obviar sus fines de justicia. En definitiva, la discursividad que se genera abona al control sin fuerza que se desea recrear exponencialmente en nuestro tejido social. En los casos puntuales que se utilizan para amedrentar la actividad ciudadana y, por lo tanto, política, lo menos que importa es reprochar proporcionalmente la conducta delictiva realizada por la persona acusada o convicta. Lo que realmente importa es el valor simbólico, como una manera de extralimitar aquello que Joel Feinberg denominó hace mucho como función expresiva de la pena, que pueda tener en los interlocutores que de alguna manera se pueden sentir compelidos a reflejarse como potenciales perpetradores de ciertos actos considerados como delitos en nuestra contemporaneidad.
La retribución y la proporcionalidad quedan en un segundo o tercer plano cuando el fin último es la prevención a toda costa de determinadas conductas. Al cada vez penalizar más conductas humanas y, además, más actos que prima facie están cobijados por garantías constitucionales, el efecto deseado es la aminoración progresiva de actividades que incidan en cierta oposición pública que pueda afectar los intereses de los sectores dominantes y dirigentes del país. No es casualidad el espectáculo mediático, a modo de rescate, que protagonizó el Gobernador de Puerto Rico al acudir a la sede del Banco Popular para ver cómo habían roto algunos cristales de la institución el día antes como parte de una manifestación multitudinaria en contra de las medidas de austeridad que están siendo impuestas por órganos políticos supraestatales en Puerto Rico. La intención es la prevención de ciertos comportamientos que pretendan generar una reacción progresiva de indignación que se pueda traducir en una articulación organizada de política alternativa al bipartidismo hegemónico del país. El efecto de este tipo de caso puntual y paradigmático no es otro que el desalentar la participación ciudadana ante los poderes que protege nuestro derecho positivo. En estos momentos, la función de revisor constitucional de nuestros tribunales es decisiva y la que puede, aunque no necesariamente, servir de escudo ante legislación y procesamientos que limiten cada vez más garantías constitucionales como la libertad de expresión.
El caso de Nina Droz sirve y servirá de ejemplo paradigmático para estudiar este tipo de persecución penal en aras de una perversión del Derecho penal como castigo ejemplarizante con meros fines preventivos. No hay espacio para la justicia cuando el fin justifica los medios, y aquí el medio para la disuasión de la participación ciudadana es la persecución penal de una persona y la imposición de una pena totalmente desproporcionada ante la gravedad del acto que se le imputa. Más aún cuando nunca se materializó ninguna lesión a bien jurídico alguno. El juicio paralelo que crean los medios de comunicación, seguramente incrementado por los prejuicios y estigmas culturales que arrastramos como sociedad, también será un vehículo para difundir tanto una realidad del proceso como el discurso y la simbología que pretende crear el Estado sobre este caso. Por tal razón, aún más se necesita un periodismo altamente crítico que no caiga en el habitual barrunto de sensacionalismo y farándula patética al que estamos acostumbrados y acostumbradas.
Ante ese escenario, en una democracia de calidad mínima los casos de castigo ejemplarizante, los que tienen como efecto amedrentar a la ciudadanía, no tienen cabida y deberían ser considerados como rémoras institucionales. Son técnicas que surgen y contienen huellas de sistemas inquisitoriales que hoy tienen que ser reprochados por nuestro Estado de derecho constitucional y democrático. Provienen de una política criminal abocada al prevencionismo con un alto grado de utilitarismo, donde los medios justifican fines que posibilitan el extravío de la justicia. Abonan a la consideración de la persona, y precisamente por esto es tan antidemocrático, como instrumento del poder punitivo para ejemplarizar castigo como sanción ante las conductas que la deficitaria democracia representativa entiende como repulsivas o reprochables. Contribuye a la perpetuación de un ejercicio de poder que tiene como fin la ruda disciplina en virtud de una amenaza de sanción ejemplificada en ciertos casos. No nos debe caber la menor duda de que el referido procesamiento de la ciudadana antes mencionada es un terrible ejemplo de ello. Este proceso la cosificará como una chiva expiatoria para amedrentar a quienes pretendan siquiera acercarse de cierta forma a algunas propiedades privilegiadas de nuestro país. ¿Creemos que todo este espectáculo mediático e institucional se hubiera llevado a cabo si la misma conducta hubiese sido realizada en una barriada humilde? ¿Hubiesen asumido jurisdicción los organismos federales si esto hubiese pasado en un residencial público?
Referencias:
Beccaria, Tratado de los delitos y de las penas, España, Ed. Uni. Carlos III, 2015.
Benjamin, Iluminations, U.S., Harcourt, Brace & World, 1968.
G.W.F. Hegel, Rasgos fundamentales de la filosofía del derecho, Biblioteca Nueva, 2000.
Feinberg, “The Expressive Function of Punishment”, en A. Duff & D. Garland, A reader on Punishment, NY, Oxford University Press, 1994, pp. 71-91.
Foucault, Vigilar y castigar, Buenos Aires, Siglo Veintiuno, 2002.
Garland, Punishment and Modern Society. A Study on Social Theory, U.S., Oxford University Press, 1990.
Garland, The Culture of Control. Crimen and Social Order in Contemporary Society, U.S., Oxford University Press, 2001.
Kant, Metafísica de las costumbres, España, Tecnos, 2005.
J.P. Mañalich R., “Retribución como acción punitiva”, en Derecho y Humanidades, Núm. 16, V. i, 2010, pp. 49-67.
L. Wacquant, Punishing the Poor, U.S., Duke University Press, 2009.