El costo escandaloso de las medicinas
A pesar del escándalo, el precio aumentado de Daraprim no ha disminuido, excepto para algunos hospitales ($350 por cápsula). Una de las razones es que el medicamento no lo produce otra compañía que le pueda hacer competencia a la que lo fabrica, la otra es que las presiones de las compañías súper ricas combaten cualquier viso de regulación sobre sus productos, particularmente los precios. El cabildeo de los poderosos es avasallador. Según CNN Money (8/25/16) un suplido de Daraprim que dura cuatro (4) meses le cuesta a un paciente $18,000 de su bolsillo (si es que tiene un seguro que cubre 20% del costo inicial; más, si no tiene buen seguro médico). Los programas de Medicare y Medicaid confrontan con esta y muchas otras drogas unos gastos estratosféricos que, en el caso de los seguros privados, han hecho que suban las primas de los asegurados.
Cuando le preguntaron a Shkreli por qué subió el precio respondió que le debía ganancias a sus accionistas. Se le olvidó decir que eso también aumentaría la bonificación del director ejecutivo (él, en su caso). Sin embargo, ese es el resultado en la mayoría de los casos de las ganancias exageradas de las farmacéuticas: van a los bolsillos de los ricos, aunque reclamen que una parte se usa para investigación y desarrollo.
Ese argumento, que las ganancias se usan para desarrollar otras medicinas, es uno lleno de contradicciones internas ya que muchas veces las compañías producen “me too drugs”: compuestos que tienen poca si alguna distinción de lo que ya está en el mercado. Sin embargo, porque tienen una variable consiguen una nueva patente y anuncian el producto como distinto (lo es químicamente pero no en sus efectos) a lo que hay en el mercado. El público interpreta que el nuevo medicamento es mejor al que ya existe.
Nosotros los consumidores tenemos mucha culpa por haber caído en la trampa de la publicidad y la falsa idea de que uno “participa de las decisiones del tratamiento” y que una nueva droga, por definición, es mejor que la vieja. Por supuesto que uno no debe dejar que los médicos lo manipule y debe cuestionar lo que no entiende. Pero leer cosas en la red y pensar que uno cualifica para saber qué medicina debe usar es una falacia de grandes proporciones, y peligrosa. Esa actitud, de que uno sabe de medicina tanto o más que la doctora o el médico, es en gran parte resultado, no solo de la red y las comunicaciones, sino de la desregulación de los negocios —en particular el de las farmacéuticas— que comenzaron a fraguarse e implementarse a raíz de las ideas fallidas de la reaganómica. Ese disparate no solo trajo lo que se llama “direct to consumer advertising o DTCA” (mercadeo directo al consumidor), que hace que el paciente y otros se crean que han aprendido lo suficiente (por lo que declara el anunciante) para exigirle al equipo médico sus medicinas, sino que condujo al gasto enorme en el que incurre la compañía. Hay que mencionar que en el mundo el único otro país que permite DTCA es Nueva Zelanda.
Según el Los Angeles Times (David Lazarus; 15 de febrero de 2017) en el año (1997) que DTCA se disparó, la industria invirtió en ello $664 millones. ¡Hoy día la cifra ronda $5-6 billones! Hay que añadirle a esa cifra los costos de representación directa a médicos y hospitales. El gasto en DTCA representa el 40% del presupuesto de los costos publicitarios de las farmacéuticas (The Milbank Quarterly 2006 Dec; 84(4): 659–699). Si creen que un negocio no le pasa un gasto de esa magnitud a alguien, piensen de nuevo. En el caso de las medicinas, o al consumidor o al gobierno, o a ambos. El Kasier Family Foundation (R. Kamal y C. Cox, 20 diciembre de 2017) indica que el gasto (al detal) en medicamentos que requieren receta representa más del 10% del gasto total en salud y que per capita equivale a $1000 anuales. Una de cada cuatro personas (presumo que en Puerto Rico es igual o peor) tiene dificultades económicas para adquirir sus recetas. Además, señalan que el gasto reciente en medicinas se debe a tres cosas: “nuevas marcas”; medicinas cuya marca está protegida porque sus patentes no han expirado; y el alto costo de las medicinas existentes.
El consumidor sufre, no solo por ser llevado por la nariz a considerar medicamentos cuya composición y efectividad desconoce, sino que también pierde porque el gobierno le permite a la industria deducir de sus impuestos los $5-6 billones que gastan en publicidad sin que ese dinero entre al erario para servicios necesarios para la educación, la salud y otras actividades para el bien de todos. Las senadoras Claire McCaskill, de Misuri y Jeanne Shaheen, de New Hampshire, ambas demócratas, han propuesto legislación para eliminar la deducción, pero el cabildeo de las compañías ha entorpecido lo que sería un paso adelante.
Creo que no tengo que convencerlos de que, de ser exitosas las senadoras, eso beneficiaría a Puerto Rico. Nuestra población envejece y el número de nacimientos viables es casi idéntico al número de muertes. Ese estancamiento en el crecimiento poblacional, empeorado sin duda por la emigración, augura más dependencia de medicamentos (habrá más gente sobre los 50 años en la isla) en los que usan el sistema gubernamental de salud, que depende de asignaciones federales. La dependencia de lo que ocurre en la metrópolis se desprende del “Informe de la salud en Puerto Rico, 2016” sometido por la exsecretaria de salud Ana Ríus Armendáriz, MD. De hecho, una de las estrategias sugeridas por la doctora es: (cito del informe salud.gov.pr)
“Estrategia G5.1: Aumentar el acceso y uso efectivo de fondos federales para la salud en PR. Objetivo G5.1.1: Para mediados de 2016, fortalecer la Oficina de Recursos Externos del DS, para darle las herramientas para solicitar más fondos y mejorar el monitoreo del uso de los fondos federales que recibe el Departamento.”
No encontré en el informe de Ríus Armendáriz un solo dato referente a los gastos de medicamentos del programa de salud gubernamental, pero no creo que sea muy distinto al que mencioné arriba para los Estados Unidos y me atrevería a especular que los gastos per capita aquí son mayores que allá. Sí sabemos por un documento de ASES (no está fechado, pero se puede deducir de su contenido que es de, por lo menos, el 1 de mayo de 2017) que la agencia gasta 28% del total de su presupuesto en medicinas y que este subió de $479 a $626 millones en 2016. Sin duda un reflejo del aumento en los costos y en el uso de medicamentos especiales para enfermedades especiales.
Si reexaminamos el argumento de que los costos de las medicinas y las exenciones de impuestos a estas compañías están justificados porque ese dinero se usa “para investigación y desarrollo de nuevos medicamentos”, encontramos que no es así. El Washington Post del 11 de febrero de 2015 indica que nueve (la excepción es Roche) de las 10 más grandes casas farmacéuticas gastan más en promoción comercial que en investigación. Hay un problema pernicioso que lanza su sombra sobre el paciente como cómplice incauto y de las farmacéuticas como sobornadores: le pagan a muchos médicos para que receten preferencialmente sus productos. En vez de estar haciendo de farmacólogo o de pseudomédico, el paciente tal vez le debe preguntar a su suplidor de salud si recibe dinero de las farmacéuticas, incluyendo la receta que le acaba de entregar. El problema ético de quienes participan de estos toma y dame de la industria debería ser motivo de censura de parte de las asociaciones o colegios médicos, pero desconozco si se ha llevado algún caso de esta práctica infame aquí o en EE.UU. Entiendan que en 2015 el gasto de las compañías en cabildear de esta forma entre los que le pueden añadir MD a su nombre estaba alrededor de $25 billones anuales.
Cómo se fijan los precios de los medicamentos en los Estados Unidos es un proceso complejísimo y con más giros y vueltas que las del laberinto que construyó Dédalo en Creta. Como tal, está fuera del alcance de este breve escrito. Lo que sí podemos considerar es que una de las mantras de Reagan y de sus acólitos al hablar de la recesión de los ochenta era: “Greed is good”. Cuando cortó los impuestos para que la economía se fortaleciera se suponía que el nuevo ingreso de los desempleados y, por lo tanto, el consumo, cancelara las pérdidas del erario. Eso no sucedió y lo que sí logró es que se desatara un frenesí en contra de los impuestos (nunca nadie los ha querido) y muchos pasaron a ser más ricos por los recortes y, como el vampiro con la sangre, quieren más. En el caso de la industria farmacéutica parte de ese dinero pasó a los accionistas en forma de dividendos y a los directores ejecutivos en forma de aumentos de sueldos y bonos “por gran ejecución”. Esas ganancias le dieron la fuerza económica a los ricos que invierten en esa industria y a los que la dominan para cabildear a favor de más desregulación y a prevenir cualquier cambio en la capacidad de DTCA de venderle directamente al consumidor, consecuencia que predijo Paul Krugman hace dos años (PBS News, 4/26/16). Peor aún es que ha permitido que algunas medicinas se usen en condiciones para las que no están aprobadas y, en muchos casos, han causado complicaciones y efectos secundarios severos.
En todos sus aspectos la desregulación de negocios como las farmacéuticas, los bancos, los fondos de cobertura (“hedge funds”), etc, ha tenido consecuencias funestas para la economía y el bien común. En países como Australia, Canadá y Gran Bretaña se regulan los precios de las medicinas para que los servicios de salud, inseparables del arsenal terapéutico que se necesita para muchos trastornos de salud, le lleguen a todos por igual. Por contraste, en la metrópolis que nos controla el “greed”, o la avaricia, anda muy bien, gracias: el director ejecutivo de Mylan (una compañía de genéricos) ganó más de ¡$80 millones! en 2016 (USA Today; 26 agosto 2016). Y los diez directores de casas farmacéuticas qué más dinero ganaron tuvieron sueldos que excedieron los $20 millones. Uno se pregunta ¿qué es lo que hacen estos para que merezcan esos sueldos? La respuesta es obvia. Como dijo Martin Shkreli, le hacen dinero a los accionistas y a la compañía y cumplen de ese modo el dictamen principal del capitalismo desenfrenado y de Reagan: la avaricia es buena.
Como sucede con todo lo malo, hay quienes defienden algunas de estas cosas que han convertido a las farmacéuticas en aves de rapiña. No puedo comentarlas todas, ciertamente no usaré los argumentos que favorecen la desregulación y DTCA, etc. emitidos por los representantes de la industria. Eso sería como pedirle al vampiro que condene los cuellos largos. Concentro en un argumento esgrimido por el extraño revisionista Malcolm Gladwell, quien ha sido catalogado desde “genio” a “impermeable a toda forma de pensamiento crítico”. Lo que nadie debate es que Gladwell es un capitalista, con una fortuna que ronda los $30 millones. En un artículo en el New Yorker (mayo 28 de 2018), el prolífico escritor de “blurbs” para la chaqueta de libros (no creo que sea de gratis), ataca a la doctora Marcia Angell exeditora del “New England Journal of Medicine” y quien hace tiempo critica a las farmacéuticas por sus tejemanejes económicos. No entraré en los detalles (pueden buscar el artículo y leerlo) pero sí en un argumento que pude ser válido. Dice Gladwell que las “me too drugs” pueden ser beneficiosas porque compiten entre sí y como hacen lo mismo ayudan a bajar el costo de ese tipo de medicina. Puede que tenga razón, pero debería existir una forma más fácil de controlar el precio que permitir “gastos” que se le reembolsan a la industria para que le paguen mejor a los accionistas y sus directores ejecutivos para que puedan cabildear y continuar entronizando situaciones que van en contra del bien común. Hay que empezar por controlar el cabildeo y el uso de dinero externo para controlar los políticos.
Mientras tanto, el futuro, con el señor Trump en Casa Blanca, es turbio y huracanado: We are going to be cutting regulations to a level that nobody has ever seen before, ha dicho, más o menos (NY Times, 23 de febrero de 2018), en su forma característica de anunciar algún desastre que él piensa que constituye un logro nunca antes visto. Entonces, para que los ciudadanos se sientan mejor, añadió que protegerá al consumidor. No aguantemos la respiración esperando por eso.