El debate sobre la muerte asistida (parte 1)
“Dios padre (…) tomó al hombre (….) y poniéndolo en el centro del mundo, le habló
de esta manera: ‘(…) no te he creado ni celeste ni terrenal, ni mortal ni inmortal,
con el propósito de que tú mismo, como juez supremo y artífice de ti mismo,
te dieses la forma y te plasmases en la obra que eligieras”.
Giovanni Pico Della Mirándola (1463-1494)
“Discurso sobre la dignidad del hombre” (1486)
No sorpresivamente, las voces conservadoras de sectores religiosos, tradicionales y ortodoxos han dominado el debate público en tenaz oposición al derecho propuesto que ya es ley en unos países y es evaluado en tantos otros. Los opositores alegan que la muerte asistida no es una práctica humanista, no es un derecho humano, no ayuda en la dignidad ni la autonomía de voluntad del enfermo terminal, no es religiosa ni cristiana, no es cónsona con los principios morales sociales o profesionales médicos, no es justicia social ni reflejo de solidaridad con el dolor ni sufrimiento, no ofrece calidad de servicios de apoyo paliativo y no deja morir al paciente terminal de la manera correcta. Dicen que muerte asistida es un craso eufemismo que oculta el suicidio, homicidio, asesinato y no sé cuántos delitos más.
Estos alegatos merecen análisis. El humanismo tiene muchos significados, aunque, en su definición más simple, es aquello centrado y propio del humano… como la vida, la muerte y todo el entremedio. Al presente, ser humanista significa “adaptar la fuerza de un mensaje antiguo a los perfiles del mundo moderno”, declara la UNESCO.2 Es estar a favor de los asuntos humanos, su desarrollo, posibilidades, progreso, derechos y avances. Significa respetar y hacer valer el valor y la dignidad ‘del otro’ permitiendo que escoja, realice y disfrute sus potencialidades al máximo de sus posibilidades en libertad. El verdadero humanismo combate el discrimen, libera el esclavo y promueve la paz pero hay simulados humanistas (y falsos profetas) que pretenden adelantar causas particulares falseando beneficios y representatividad. Tales “salvadores” disfrazan de altruismo inocente y desinteresado lo que en realidad es una agenda proselitista de su punto de vista como el único aceptable estableciendo que solo se muere cuando Dios lo decide, y no antes, y que el sufrimiento es parte de los procesos obligados para la purificación del alma. Ese tipo de absolutismo gnoseológico medieval (una sola verdad; “la mía sí, la tuya no”) debió haber desaparecido hace tiempo pero sobrevive basado, sobre todo, en una elaborada estrategia ideológica de mensajes de conformidad o intimidación coercitiva teológica. El filósofo Michel Foucault3 denunció y criticó este simulado humanismo. Decía que las instituciones sociales elaboran prácticas de micro poder basadas en la creación de falsas soberanías (por ejemplo: que el alma es ‘libre’ pero sometida a Dios según interpretado por el hombre eclesiástico que a final de cuentas es someterse a los dogmas de una iglesia). Con esto, decía, tratan de detener cambios sociales suprimiendo el deseo de poder, prohibiendo la querencia del poder y eliminando la posibilidad de tomarlo para permitir, en cambio, la apropiación del conocimiento por jerarcas de sus propias elites. Crean falsas conciencias, falsas paternidades, ¿o debemos decir paternalismos interesados y conciencias condicionadas?
Por suerte, no todo humanismo es falso. Los hay de tipo anónimos, altruismos heroicos reales (al decir del psicólogo social Phillip Zimbardo)4, que sin pretender protagonismos logran hacer la diferencia de salvar o mejorar las condiciones de vida y muerte de personas en necesidad. Otros humanistas transforman su filantropía personal en movimientos abiertos, multitudinarios, siempre revolucionarios en mayor o menor grado, denunciando violaciones a derechos fundamentales humanos. Proponen alternativas, soluciones y propuestas; en otras palabras, cambios necesarios para liberar al ser humano de sus cadenas de explotación, miedo e intimidación para adelantarle en su evolución filogénica social.
La vieja y estática ética misionera (política, religiosa o cultural) establece que la tarea esencial es la ‘salvación’ mediante cruzadas de evangelización, aculturación y condicionamiento a los principios propios del agente mesiánico sin reconocer, mucho menos respetar, la diversidad del otro. Se basa en el supuesto del bienestar homogéneo, lo que los psicólogos conocemos como el principio de normalización: “todos al mismo rebaño”; “todos iguales”. Esta ética, criticaba el psicólogo Norman Matlin5, está presente en los corolarios asumidos de muchas profesiones de servicio y ayuda. Quienes quieren aplicarla no tienen obstáculos pues gozan de autorización y legitimidad social, pero lo mesiánico reniega de la ética del respeto que se basa en la regla de oro de no hacer a otros lo que no te gustaría que te hicieran o hacer lo que te gustaría recibir. Interesantemente, mis estudiantes me aclaran que la vieja regla de oro ha sido resignificada. Quien tiene el oro pone la regla, ahora interpretan (un giro semiótico de poder instrumental individual que nada tiene de ético pues la ética es ‘con y para los otros’ y nunca para sí misma). La ética del respeto no promueve imposiciones sino el diálogo abierto y dinámico, el intercambio, el escuchar, el negociar la construcción colaborativa de acuerdos y consensos de la realidad pero sobre todo, -y lo más difícil- de aceptar la divergencia, la discrepancia y la diferencia sin criminalizar, penalizar, ni demonizar.
Los favorecedores de la muerte digna no pueden solicitar la terminación activa del sufrimiento pues el estado jurídico actual no lo permite. El asunto es que la propuesta del derecho a morir dignamente no le quita derechos a nadie. Quien diga lo contrario, miente. Por el contrario, otorga un beneficio protegido por ley a quienes, dispuestos al ejercicio de su autonomía personal y en plena facultad de razón, desean elegir el momento y la forma de morir dentro del mismo margen de elección que otros tienen de escoger una agonía atendida en cuidados paliativos. Se acepta el derecho religioso a preservar el paradigma del valor del sufrimiento como experiencia, y condición, que valida la salvación del alma en la tragedia de la enfermedad terminal, pero es hora de reconocer que tenemos, por igual, que dar la razón al derecho de escoger la muerte en iguales circunstancias liberando al que elige no pasar intolerables dolores porque no cree en el sufrimiento como ineludible prueba sobre la calidad de su ser. En un caso paralelo, Estados Unidos revisa hoy el “derecho a discriminar por razones religiosas” contra los homosexuales en el caso de una floristería que se negó a entregar flores a una boda gay. El planteamiento es claro: hay que revisar los mecanismos institucionales que facilitan que “grupos minoritarios pueden secuestrar una religión entera e insistir en que esa práctica religiosa requiere discriminar a ciertos grupos”.6 No hay excusas ni perdón para ninguna discriminación.
Para mí, el asunto siempre ha estado perfectamente claro: los que prohíben derechos humanos son los opositores de la muerte digna, no los propulsores. Los auto-proclamados defensores de la vida inhiben derechos de los que no abrazan su ideario. No toman en cuenta, convenientemente, que los defensores del derecho a la muerte digna también son defensores de la vida. No son suicidas ni homicidas sino seres condenados a morir contra su voluntad y deseo. Quisieran vivir pero ya no pueden y, dentro de tan irreversibles circunstancias, escogen salir de la vida sin tortura ni sufrimientos innecesarios. La impostergable muerte, por sí misma, es suficiente sentencia, ¿por qué agravarla más? ¿Cuál es el temor de estos sectores conservadores de aceptar el derecho ajeno divergente? ¿Acaso creen que la táctica de la prohibición social extingue el juicio crítico y la toma racional de decisiones? Al expandir derechos, ¿declaran pecadoras las sociedades de avanzada en derechos humanos y civiles? ¿El ejercicio del libre razonamiento crítico debilita el progreso humano? ¿Cuál es la verdadera razón para impedir la legalización de opciones que amplían la democracia?
Otro controversial renglón de debate es el discurso de que la muerte digna se opone al juramento médico. Si bien existen trabajadores de la salud opuestos por razones profesionales y religiosas debemos advertir que en la literatura investigativa existe suficiente evidencia para constatar que también hay muchos que apoyan la muerte compasiva de sus pacientes terminales. Debe identificarse cuál de los juramentos de Hipócrates es la referencia utilizada porque el original ha sido modificado para atemperarlo a los tiempos y podría ser mejorado aún más. Ninguna ley social es inamovible ni absoluta. Algunos profesionales de la salud que apoyan la muerte compasiva no solo la afirman en teoría sino que la han practicado. A eso se le conoce como eutanasia “underground”, oculta o clandestina (Otlowski, 2004; Magnusson, 2002 ).7 ,8 Algunos investigadores sugieren que la eutanasia voluntaria clandestina puede estar ocurriendo casi en la misma frecuencia que los casos legales y abiertos de eutanasia en Holanda pero con los agravantes de la ilegalidad. Estos datos revelan que existe, obviamente, una doble moral, y un doble estándar, de personas que en público dicen oponerse y en privado piden eutanasia pasiva. He escuchado, voluntaria e involuntariamente, tales peticiones en ambientes hospitalarios y fuera de ellos. Quienes lo piden, confían encontrar alguien racionalmente compasivo, y totalmente discreto, que esté dispuesto a retar el sistema para su favor personal. Esa clandestinidad, además de representar un problema ético profesional y un serio dilema ético para cada participante, es problemático al carecer de protocolos oficiales que permitan supervisar la práctica a tono con regulaciones y acuerdos profesionales. Por esto se propone legalizar los procesos de autonomotanasia bajo la premisa del principio legal-ético del menor daño posible9; esto es, lo que está regulado puede evitar que el proceso termine causando más daño que el provocado por la enfermedad.
No es imposible armonizar visiones teológicas ortodoxas con el derecho contemporáneo pero el problema no radica en esa conciliación pues no se espera, ni se plantea, la claudicación de las partes. El meollo del problema radica en los términos de la negociación del respeto democrático en la divergencia, asunto que no quieren hacer los sectores conservadores optando por discursos mesiánicos de censura sin debate. Nadie debe congraciarse con mensajes de miedo nacidos de la mentira y la distorsión que intentan alejar al pueblo de posibles acuerdos civilizados y de avanzada. Asuntos tan serios y delicados como este requieren integridad, honestidad y adherencia a la verdad de los hechos; en otras palabras, integridad y madurez civil democrática. El conocimiento tradicional, o la sabiduría popular, es importante pero no es, ni remotamente, la única fuente de conocimiento humano; también contamos con las ciencias y el Derecho. En el buen debate, en el diálogo de altura, tenemos que separar lo histórico-social de lo mítico-espiritual, lo personal de lo colectivo, lo tradicional de lo contemporáneo, el miedo de la razón. Reconocemos dimensiones y ramificaciones morales, religiosas y culturales en el asunto, ciertamente hay puntos que intersectan, pero lo propuesto es un asunto legal, no de creencias religiosas. Este no es un proyecto teológico, debe estar absolutamente claro, sino jurídico-médico y, en todo caso, existencial. El derecho a la muerte digna no puede limitarse al filtro de creencias religiosas particulares. Mientras no se separe el grano de la paja, el nivel de debate que podemos esperar es más de lo mismo. ¿Cuándo se respetará la libertad de creencia de los que promueven el respeto por la dignidad, la autonomía y la libertad de elección en la enfermedad terminal? ¿Cuándo romperemos las cadenas de la doble vara moral, la intimidación de algunos mercaderes de falsas salvaciones y la opresión de cierta superioridad eclesiástica sobre la política pública secular?
Este es un excelente momento histórico para practicar la democracia seria, definida por el filósofo Castoriadis10, como la sociedad autónoma que niega fundamentos extrasociales a la ley y cuestiona sus leyes e instituciones para promover individuos autodirigidos y autoinstituidos. Si así ocurriera, sería un gran paso de madurez y avance para nuestro pueblo y el debate podría darse en otro nivel buscando justicia social para el que sufre sin poder contar con todas las opciones en la antesala de su muerte.
- Cámara de Representante de Puerto Rico. Disponible en: http://soph.md.rcm.upr.edu/demo/images/Leyes/2014-RC-2258-Camara%20Puerto%20Rico-Referido.pdf [↩]
- Bokova, I. (2010).Un nuevo humanismo para el siglo XXI. UNESCO. En: http://unesdoc.unesco.org/images/0018/001897/189775s.pdf [↩]
- Foucault, M. (1984). Por qué estudiar el poder: La cuestión del sujeto. En: Liberación (dominical). Madrid. Nº 6. [↩]
- Zimbardo, P.G. (2007). The Lucifer Effect. Understanding How Good People Turn Evil. New York: Random House. ISBN 978-1-4000-6411 [↩]
- Diálogos personales (1973). [↩]
- Agencia EFE. (4/5/2015). Estados Unidos examina la libertad de discriminar por razón religiosa. Primera Hora. En: http://www.primerahora.com/noticias/estados-unidos/nota/estadosunidosexaminalalibertaddediscriminarporrazonreligiosa-1075202/ [↩]
- Otlowski, M. (2004). Angels of Death: Exploring the Euthanasia Underground. J Med Ethics.30:e4 doi:10.1136/jme.2003.003855 [↩]
- R. S., Magnusson. (2002). Angels of death: Exploring the Euthanasia Underground. Melbourne University Press. ISBN 0-522-84970-9 [↩]
- Velázquez, L. (2013). Mal Menor. Medicina y ética: Revista internacional de bioética, deontología y ética médica, ISSN 0188-5022, Vol. 24, Nº. 2, págs. 241-249. [↩]
- Castoriadis, C. (1988). Los dominios del hombre: las encrucijadas del laberinto. Barcelona. Gedisa. [↩]