El «excepcionalismo universitario»
«American exceptionalism» es una corriente de pensamiento político norteamericano, que si bien ya no tiene mucha vigencia en términos académicos, sigue informando la política, y sobre todo el discurso político, de los Estados Unidos.
La idea es que los EE.UU. es diferente a otras potencias e imperios de la historia del planeta, por ser una república desde su fundación, por su larga tradición de instituciones y prácticas que se identifican con la democracia, por la inmigración constante que ha ido formando su carácter nacional, por no haber ejercido dominio directo sobre grandes territorios coloniales, por el optimismo respecto a las relaciones internacionales expresado por presidentes como Wilson, Franklin Roosevelt, Kennedy y Obama… en fin, una variedad de argumentos se han propuesto para justificar que se trata de una nación diferente, y por qué no decirlo aquí, mejor que las demás.
Aunque cada uno de esos argumentos se basa en aspectos singulares de los Estados Unidos de Norteamérica, desde fuera y desde adentro de ese país puede verse claramente que la conclusión de que se trata de un país «diferente» –mucho menos «mejor»– sirve casi exclusivamente para la retórica nacionalista y la justificación de prácticas a todas luces imperiales. Pero se me ocurre que nos sucede algo parecido en la Universidad de Puerto Rico.
La universidad pública también es un espacio singular dentro de nuestra sociedad. Los años universitarios son un espacio liminar entre la niñez y la adultez, en el que se goza de los derechos legales de ser una persona adulta, pero –supuestamente, habiendo apoyo familiar y/o estatal — sin la carga económica del sustento propio. El profesorado es un grupo selecto, con las más altas cualificaciones obtenibles. Se investiga y se enseña, haciendo de la universidad un semillero de conocimiento, con múltiples espacios de reflexión sobre los valores profundos de la sociedad. Hay discusiones literarias, científicas, políticas que difícilmente pueden tenerse en otros lugares. No es cualquier sitio, y esas cualidades especiales las tenemos que cuidar y defender.
Pero creo que la Universidad ha creado, y se ha creído, su propia retórica excepcionalista, y me temo que eso esté nublando nuestro entendimiento de la situación que enfrentamos ahora, como comunidad académica y como parte de nuestro país. En particular, en lo referente a las formas en que opera el poder institucional.
La gente, aun personas con décadas trabajando y luchando dentro de la UPR, a veces parece considerar el ejercicio del poder, con la rudeza y la injusticia que tantas veces lo caracteriza, como algo anómalo, sorprendente en un lugar tan densamente poblado por gente «tan educada». Como si por el hecho de haber estudiado tanto, por la Ciencia, la Verdad y el Principio de Mérito, nuestras relaciones pudiesen permanecer inmunes a las luchas políticas y sus acompañantes puercadas.
En los Comités de Personal, por ejemplo, se espera que evaluemos los casos de contratación, permanencia y ascenso de docentes por sus méritos, con la ceguera de la misma Dama Justicia. Que conozcamos y pongamos siempre en vigor los voluminosos reglamentos y certificaciones que, en principio, rigen todo el quehacer universitario. En el debate académico, debe prevalecer siempre la Razón, sin consideración de simpatías personales o afinidades ideológicas. Cuando vemos que no se cumplen estas expectativas, a menudo nos invade una indignación, hasta un pánico moral porque todo lo bueno y bello –siempre recordado, porque lo había Antes– se ha venido irreparablemente abajo. Parece a veces como si el fantasma de don Jaime Benítez se paseara aún por el Recinto, llorando la maltrecha virtud de la gran Casa de Estudios.
En serio, ¿nos creemos el cuento de que por tener formación académica y laborar en la Universidad, somos tan diferentes al resto del pueblo puertorriqueño?
Quiero ser claro en esto: creo en la Ciencia como proyecto continuo de construcción de conocimiento humano, y en el diálogo y el debate académico como medio inseparable del mismísimo Método Científico para ir aumentando constantemente lo que se sabe. Creo que el mérito, con toda la profundidad y diversidad valorativa que puede abarcar el término, debe regir todos los procedimientos universitarios, desde la nota de un quiz hasta la permanencia de una docente o la otorgación de la más alta distinción universitaria. Creo en la autonomía universitaria, en la Política de No Confrontación como instrumento imperfecto para preservarla, y me alisto para defenderlas. Creo que en muchos espacios universitarios vive la esperanza de nuevas y mejores formas de existir, y me comprometo a cuidarla y nutrirla siempre que me la encuentre.
Pero trato de no ser ingenuo. Todo el párrafo anterior, que creo que seguiré suscribiendo hasta el día que muera, consiste en posturas políticas, afirmaciones retóricas. Nada de ello se puede dar por sentado. Todo se tiene que elegir, una y otra vez, entre otras alternativas que incluyen su negación o tácito abandono. La investigación del lamentable caso de las becas presidenciales el año pasado es ilustrativa en este sentido: personas serias, intelectuales, obviaron principios fundamentales de justicia, posiblemente considerando que elegían la menos mala de las alternativas que tenían. Afianzar o mantener los mejores valores universitarios siempre conlleva un costo.
Ante la Junta de Supervisión Fiscal, aquel presupuesto universitario que mantiene las condiciones de posibilidad de la vida universitaria –sueldos, becas, facilidades y procesos de todo tipo– aparece como un costo excesivo, que requiere «rightsizing» porque en el imaginario dominante norteamericano (blanco, anglosajón, de clase media), el «college» es una etapa importante en la vida del individuo que espera mejorar sus condiciones materiales. En cambio, en Puerto Rico, a la UPR se refiere aún como elemento central de nuestro anhelo colectivo de progresar como país, de ser mejores.
Pero el costo para la comunidad universitaria, y para el país, de mantener vivo aquel proyecto universitario como parte de un proyecto de país, no se va a poder cuantificar en dólares.
Puede, por supuesto, que se nos obligue a hacer más trabajo por menos dinero, que sí se puede cuantificar; en eso también nos seguiremos pareciendo al resto del país. Pero el costo más relevante, creo, puede ser el tener que reconocer precisamente que como comunidad universitaria, algunas cosas que antes sustentaban nuestro «excepcionalismo» universitario –la fórmula de apoyo del Fondo General, o el trato económico privilegiado que la Administración le daba al sector docente, extendiéndonos cada beneficio que los sindicatos no docentes ganaban para sus miembros– se van desvaneciendo.
Tal vez he exagerado el cuadro: ciertamente los cambios de administración en el gobierno siempre se han asumido como parte normal del ciclo de vida universitaria. También ha habido siempre un sector activista del claustro, muchas veces organizado en la APPU cuyo capítulo de Río Piedras ahora presido, y en algunos programas universitarios como Trabajo Social y Psicología Social Comunitaria, que ha mantenido un fuerte vínculo entre su trabajo académico y la vida social y política del país, y en particular de sus sectores marginados. Pero creo que ya no se trata de actuar de acuerdo con la ideología que se predica en el salón y en las publicaciones. Se trata de actuar para proteger las mismas condiciones de existencia de nuestro trabajo y nuestra comunidad, para defender esa singularidad de nuestro trabajo académico –el poder viajar a conferencias académicas, tomar sabáticas, crear cursos innovadores y centros para nuevas modalidades de estudio– que la aplanadora neoliberal que ya está en el portón promete aplastar, dejando solo lo rentable a corto plazo.
Sugiero, como lo hice en algunos escritos en torno a la huelga del 2010-11, que ahora nos toca asumir la política como parte de la vida académica, una modalidad más de compartir el conocimiento. La lucha por defender la autonomía universitaria, y el presupuesto que la posibilita, nos podrá llevar a investigar y publicar, pero tal vez fuera de nuestras disciplinas; a negociar acuerdos con sectores y líderes tanto adversos como aliados; a marchar, cómo no, y posiblemente a colocar nuestros cuerpos directamente en el camino de la fuerza represiva del estado.
Lo que no es aceptable, ya, es pensar que nuestra realidad como docentes es tan diferente a la de las demás personas que trabajan para el gobierno. La UPR va a pasar «por el mismo rolo» que las demás agencias y corporaciones gubernamentales, y ni el gobierno actual ni la Junta nos han concedido un ápice de diferenciación. No es aceptable quedarse inmóvil mientras «lxs mismxs» salen a protestar. Lo único que nos protegerá, tan siquiera un poco, a corto plazo es la unidad de propósito, manifestada en nuestros salones y recintos pero también en muchos espacios extra-universitarios. Para el sector docente, a mediano y largo plazo, la única protección posible es aquella que otros grupos desarrollaron, bajo condiciones parecidas, hace más de un siglo, y que ha adoptado un número creciente de colegas en universidades de Estados Unidos y otros países. Es, tal vez, la negación más clara del «excepcionalismo universitario»: la organización sindical para la negociación colectiva.
Caigamos en tiempo: asumamos la necesidad de activarnos, colectivamente, como parte de nuestro entorno político y económico.