El gemido lunar de las cosas
Sobre Espacios de color cerrado de Vanessa Vilches Norat
¿Qué representa escribir en este país? Apenas hay revistas, librerías y secciones de libros en el periódico. Apenas hay periódicos. Hay quien cree que apenas hay lectores. Soy de quienes confía (o cree) que sí hay alguien al otro lado, que sí vale la pena escribir. Tal vez no se trate de cantidades respetadas por los censos y las encuestas, pero son suficientes para conformar una comunidad literaria. Editoriales hay, pequeñas y tenaces, escritores y escritoras también, no menos obstinados que los pequeños empresarios: una legión de obstinados o candorosos idealistas que insiste en inventar y publicar. Como están las cosas, hacer literatura se convierte en una labor de resistencia. Cada libro debe celebrarse, pues, como una victoria sobre la indiferencia, la barbarie del mercado y la estupidez.
Hoy me siento acompañada por una pandilla de ilustres indignados. Varios libros se han publicado en estos meses, algunos de los cuales se enfilan sobre mi escritorio. Entre ellos hay uno muy apreciado, que me toca de cerca, Espacios de color cerrado de mi amiga y colega Vanessa Vilches Norat. Escribo, pues, para celebrar este acontecimiento, una batalla más ganada a la rutina y el desánimo.
El libro que acaba de publicar Callejón está compuesto por once relatos distintos en tono y extensión, pero todos hilados, de algún modo, por el motivo de la angustia. Son once cuentos los de Espacios de color cerrado: una pareja conspira contra sí misma, un artista lidia con su ansiedad por la autorepresentación, una mujer pierde su memoria en el trance de rescatar a otro del olvido, un hombre entretiene su insomnio, unos padres viven cercando el aislamiento de un hijo, una viajera civilizada descubre la maravilla de la bestia, un pintor exhibe sus tribulaciones secretas, una mujer escapa del efecto devastador de la rutina, una pareja joven visita a dúo una pareja anciana, se cuenta del tormento que trae domar una naturaleza desatada. Es gente que sufre el deseo del que no pueden escapar, todas víctimas y, muchas veces artífices, de cierto descontrol, de cierto exceso.
Hace poco descubrí que el once es número ominoso. Ese que sobra, irrumpe en la perfección del diez, desbarata la pareja y se revela, a su vez, siamés de la unidad, 11, un par impuro: uno y uno, que suman dos, en incierto balance. De ahí la connotación de descontrol, de exceso y, por lo tanto, de deformidad . Dos son compañía, uno más es multitud. Algo hay que es perturbador, anormal: “Transición, exceso, peligro. Número del conflicto y del martirio. … tiene un carácter infernal por exponer desmesura (exceso sobre el número de la perfección, diez) … ” (Cirlot, 337). El once, “número de la imperfección, de la infracción y del pecado”, es símbolo de confusión y desconcierto (Banzhof, 119). Vanessa me confiesa no haberse dado cuenta de que, por casualidad, ha colocado once cuentos en cada uno de sus libros, que, a pesar de ella, ya se adivinan siameses. Así, pues, vuelve Vanessa a la noción del delito, del crimen, del pecado. Una gran culpa los asola a todos, pero, de cierta forma, los acoge.
Para escribir este artículo traté de imitar –a última hora, eso sí, y en mucho menor medida– a la escritora real, Vanessa Vilches Norat, que, para escribir uno de sus cuentos visitó los lugares a los que viaja la narradora de su historia, Clarisa, que, a su vez, investiga una figura histórica, Francisco de Goenaga. Fue sólo un gesto, muy breve, que no reproduce la puntillosa investigación que antecedió a la redacción del cuento central de Espacios de color cerrado, “La casa de la memoria”. Es ése, según me cuenta Vanessa Vilches, el origen y centro de todo el libro. Así pues, yo también “fui al lugar” y rebusqué un rato por la internet algunas de las referencias de sus libros que sospeché verídicas, como habrá hecho Vanessa: los nombres de Petrus Gonzalves, Arlina Hamm, Walter Freeman y el mismo Francisco Goenaga, protagonista de “La casa de la memoria”. Quedé presa de la fascinación por los datos, el interés de sus anécdotas y la imagen de un tiempo y un país que, en cierta forma, continúan, pero ya no están allí donde dice la foto, ni el relato.
Y es que para su libro, Vilches tomó una ruta distinta al de sus propias obsesiones personales, fantasmas familiares, angustias privadísimas que se formulaban como ficciones autónomas en Crímenes domésticos (Cuarto Propio, 2007). Tomó esta vez una ruta recorrida diariamente en su labor universitaria, la de la rigurosa investigación documental, algo que podría parecer alejada de la artista, pero que, sin duda, la hizo regresar a sus angustias personales, en cada uno de los relatos, como sucede cada vez que escribimos en supuesta libertad creadora. No podemos escapar de nosotras mismas, la redención del arte también es ilusoria, como la felicidad.
Por lo menos cuatro de los once cuentos de la colección coquetean con la historia del país y la rodean como gato mimoso para asentarse finalmente en la más pura ficción y allí clavar sus afiladas uñas.
Lo anormal es, precisamente, una de las obsesiones de Vilches en este libro. Como me ha dicho ella misma, le seducen los escritos de Foucault, Los anormales, La historia de la locura, y le interesa, sobre todo, explorar esas ideas. Al hablar del asunto, cierta demencia divina se asoma en su gesto, como si recordara haberse dado con una idea de esas que no caben en la cabeza: ¿cómo se piensa? ¿cómo se olvida y se recuerda? ¿qué es, exactamente, la creación? ¿quién soy? Vayamos a la escritura, aunque la reconozcamos deforme y peregrina, también ella, anormal.
Una amiga le ha regalado el personaje de su cuento central, ese Francisco de Goenaga que, además, es una de esas figuras injustamente olvidadas de nuestra historia reciente. ¿No es el olvido histórico también una deformidad? No para Vanessa, seguramente, que concibe la escritura como un imposible, como una tarea que se reconoce incompleta y –¿por qué no?– infinita. La compara a la búsqueda de la felicidad, según la explica otro de sus favoritos, Sigmund Freud. Escribe sobre una mujer que conoce la imposibilidad de su escritura, e insiste en ello. La mujer, a su vez, pretende reivindicar a un hombre que vive la vana ilusión de que la escritura, verdaderamente, puede, en efecto, revelar la verdad y rectificar los errores. El resultado es la puesta en escena de un vocerío desesperado.
Hay otra memoria que se recupera fragmentariamente aquí: la de los observadores, y en ocasiones, protectores, de la naturaleza humana que pretenden, en los albores del siglo XX, definir y controlar lo que perciben aún como salvaje. Sospecho que el encuentro de estos “hombres de ciencia” no es sólo con nuestros temibles y tiernos monstruos (los enfermos mentales que intenta vanamente amparar el doctor Goenaga, el salvaje velludo que descubre la corresponsal de guerra, los trágicamente benévolos médicos que ensayan la lobotomía) sino con la barbárica violencia que sostiene las mismas pretensiones del Control.
En el discurso literario, por otro lado, se erige la memoria ficticia –no por eso menos verdadera– de un país que entonces creía que podía ser. Parecería como si con los relatos se quisiera asomar a esas partes de la historia moderna, ocultas por el olvido, como una vergüenza o una culpa. El país está, entonces, aquí también –en la memoria remota y reconstruida del momento que aún no éramos. El futuro, sin embargo, más misterioso aún, es una fuga– un marido que huye, una desmemoriada que escapa, una mancha en el papel.
Escritura, familia, memoria, son palabras que se repiten en los escritos de Vanessa; “el gemido lunar de las cosas”del que habla Alejandra Pizarnik en el poema del que proviene el título Espacios de color cerrado, se representa en estos relatos: el dolor ante la belleza, la asfixiante habitación del amor, la ansiedad de la representación, la devastación del olvido y la vulnerabilidad de la memoria. Aquí el poema de Pizarnik, “Memoria”:
Arpa de silencio
donde anida el miedo.
Gemido lunar de las cosas
significando ausencia.
Espacio de color cerrado.
Alguien golpea y arma
un ataúd para la hora,
otro ataúd para la luz.
Vanessa, a golpes ha armado, lo que la memoria de Pizarnik: un ataúd para la hora y otro ataúd para la luz.
Afuera en esa luz, fuera de mí, distante, al otro lado del espejo, puede estar la ocasión del escarnio o la oportunidad de la representación, y más allá, la culpa por haber vestido la máscara, el simulacro de un orden que funciona, a pesar de nosotras. La escritura es un espacio, una huida, un rescate de la memoria que es como decir la vida, una victoria más, no digo yo sobre la precaria bobería en que vivimos, sino, porqué no, sobre nuestra propia mortalidad.
Obras consultadas
Banzhof, Hajo. La simbología y el significado de los números. Madrid: EDAFm, 2007.
Cirlot, Juan Eduardo. Diccionario de símbolos. Madrid: Siruela, 2004.
Vilches Norat, Vanessa. Crímenes domésticos. Santiago: Editorial Cuarto Propio, 2007.
—. Espacios de color cerrado. Río Piedras: Callejón, 2012.