El mar de adentro: a propósito de El mar de Azov de Juan López Bauzá
A diferencia de Barataria, en la que predomina el diálogo, acá encontramos un individuo solitario, un tal Martín León Mercado, que narra, sin aparente destinatario, su historia. Este texto también está dividido en capítulos, agrupados en cuatro secciones, pero, mucho más que el anterior, juega con el tiempo y, posiblemente, las fronteras entre lo real y lo fabuloso. Escuchamos la voz del protagonista a lo largo de sus veintidós capítulos y de tres de los cuatro fragmentos que inician cada una de las secciones en las que se divide el relato. Este abúlico exresidente de Santa Rita, aficionado a “la historia, el tiempo circular y el eterno retorno, los conocimientos arcanos” (50), cuenta sus peripecias como empleado del Dr. Truman Jefferson Ramírez para investigar las fobias que asolan la región. Martín ha pasado buen tiempo de andarín, vagabundeando por la isla. Vive en abandono personal, obsesionado con probar las coincidencias de dos batallas históricas (la batalla de Stalingrado de 1942-1943, y la del ejército espartano comandado por Leónidas en el siglo V a. C.). El autor ha dicho años antes de su protagonista: “es un inadaptado social y un intelectual trastocado. … Es uno de tantos fenómenos extraños que produce esta incubadora de locuras en la que vivimos”. (Hernández, 395)
El ambiente de la historia vacila entre el luminoso misterio de la mansión solariega y la representación de un barrio playero habitado por personajes tan familiares como pintorescos, tipos puertorriqueños en el perfil y el lenguaje, que, como en las historias de vampiros, sobreviven en constante resistencia a los poderes malignos del señor del castillo. A medida que nos adentramos en las páginas, esta mezcla de referencias a la tradición del relato gótico (las descripciones tenebrosas del Dr. Ramírez, el aspecto siniestro de sus asistentes, el carácter laberíntico de la mansión, entre otros detalles) y el retrato próximo del barrio costero (las meseras del chinchorro, el ciclista que vela el punto, la silente solidaridad de los vecinos ante el recién llegado) nos divierte y desconcierta. Lo ocurrente se mezcla con lo siniestro, como si se pusiera en escena la absurda cotidianidad puertorriqueña. Asimismo, el humor interviene en los momentos más misteriosos, sobre todo como efecto de la incorporación de lo familiar, a través del lenguaje coloquial, en el entorno de lo fabuloso: “En ese momento entendí que este caldo de Ramírez es más espeso y tiene más vianda de lo que me había figurado…” (268). El humor también nos despista y cuando llega la violencia, nos toma desprevenidos.
Es precisamente esta habla, de gran importancia también en los diálogos de Barataria (2012), uno de los aciertos de la novela. También esta novela está escrita en puertorriqueño, en un discurso que incluye vocablos nuestros, usos regionales del sur del país y léxico marinero, en armonía con el entorno costero de la aventura. La enjundia palabrera del narrador, como la del personaje de Margaro en Barataria, se explica con un dato parecido: la crianza por una abuela sabidora.
Es evidente la atención a la lengua, pero no solo por el narrador-protagonista sino también por su jefe, Truman Jefferson Ramírez, personaje siniestro y en ocasiones ridículo, descrito como un muerto en vida, ojos “como de rata ahogada en pileta” (44), manos azules y ademanes de murciélago, como el Nosferatu de la película de Murnau (1922), pero con melena:
“No distinguí si tenía una pierna cruzada sobre la otra, un brazo flexionado sobre el pecho, si tenía brazos siquiera o si era un torso sin extremidades arropado por las membranas de dos enormes y lampiñas alas. Lo único que tenía visos de movimiento en todo aquel conjunto suyo era su caballera, aquella mata de pelo cano que parecía una formación espesa de humo fosforescente”. (41-42, énfasis añadido)
Ramírez se destacará por su endiablada sintaxis, que al parecer termina contaminando a alguno de sus enemigos, e incluso al mismo Martín: “Es sin duda incumbencia suma mi esfuerzo con esta premonición que híncame la carne y en definitiva provoca este calor de ahogarse los puercos y este del viento calmazo eterno… ¡Ay! ¡Otra vez se me enredan las palabras, otra vez me sangran los tendones! … ” (330) Así también, Ramírez manejará un latín macarrónico, como el mismo narrador reconoce, para la terminología científica de la investigación fóbica que dirige a distancia y, como verán cuando lean la novela, vigila muy de cerca.
El trabajo en la mansión, agenciado gracias a su amiga Flavia, reclama un individuo con pocas ataduras y dispuesto a sacrificar su vida personal a cambio de supuestas excelentes condiciones de trabajo, “con seguro médico completo, carro propio, alojamiento lujoso, comida segura, ropa nueva, gastos misceláneos” (60). Para cumplir con su cometido, Martín León, aunque criado en “la joyanca de Comerío” por los abuelos maternos, y los padres posiblemente vivos pero distantes, abandona su apartamento en Río Piedras y se encamina a la costa sur. Aprovecha entonces López Bauzá para desplazar el relato urbano a la zona costera de Guayanilla, cuya historia de explotación (primero por latifundistas de la caña y luego por refinerías de petróleo) es evidente todavía en su paisaje, como una gigantesca e irónica instalación artística a escala real. ¿No será esta la verdadera historia de horror?
Esta novela me recordó los relatos maravillosos de Marta Aponte en la sierra de Cayey (Fúgate, El cuarto rey Mago, Vampiresas). Me parece interesante la coincidencia de los intertextos cultos (historia antigua, literatura clásica) y el entorno ordinario y próximo de la cotidianidad boricua, sobre todo la que se aleja del entorno más que visto del desparrame de la zona metropolitana, eso que llamamos ciudad. Marta Aponte lo hace en la sierra de Cayey, López Bauzá lo hace en la región sur – incluso se dedican varios fragmentos de la novela a una entrañable apología de esa geografía sureña. Como Barataria, esta novela también se desarrolla mayormente fuera de la zona urbana, a pesar de sus inicios entre Río Piedras, Miramar y el Viejo San Juan; al pasar la sierra de Cayey y por fin llegar a la zona seca de la isla, el narrador hace una magistral apología del área sur; aquí un fragmento:
“De las costas del sur lo que mejor afina conmigo es el clima árido, la sequedad que le saca a la vegetación sus defensas más articuladas. Y la luz. La luz de acá también me resulta preferible. Esa fulguración que afina los contornos y los destaca; esa manera líquida que tiene de ocupar las superficies, incluidas las que están en las sombras, las cuales invade y mancha con excedente de resolana. Cae de lleno, más intensamente diría yo, y más brillantemente que en la parte norte de la Isla, con mayor amarillez y transparencia también. … El calor de acá es, aunque superior, más llevadero. Acá la sombra todavía ocupa un lugar prominente en el orden diurno de las cosas y, pese a que la claridad invade con su reflejo, la sequedad del aire permite que cumpla su función benefactora y ofrezca el fresco de su zona”. (116-117)
Tal vez se trate de un proceso (consciente o inconsciente) de dar rostro literario a un aspecto olvidado del país en nuestro sanjuancentrismo; el sur también existe. En ese afán, López Bauzá recupera las marcas memoriosas de un lugar real, y encontramos que el escenario de las peripecias de Martín León, en combate con el omnipresente y cada vez más etéreo Ramírez, se ancla en un retrato bastante reconocible del paisaje y la intrahistoria de la zona playera de Guayanilla.
La antigua mansión de don Vicente Bustamante, barón de la caña de principios de siglo xx en el litoral de Guayanilla, donde se hospeda Martín León, es, muy probablemente, el Castillo Mario Mercado1, que aún puede avistarse desde la carretera número 2. Como en muchos relatos góticos, la anécdota se centra en un espacio misterioso que se nos revela como metáfora. Mi primer encuentro con el referido Castillo, como ignorante sanjuanera, fue en la internet, en un anuncio de cinco minutos en el que vendían el “Castillo Mario Mercado de Guayanilla” para vivir “como ricos” al mejor postor. Los lujos mayores de la propiedad, entonces tasada en poco más de tres millones, según la pareja de realtors, son la vista que domina todo el litoral y el viento constante que, a juzgar por las descripciones de la novela, caracteriza estos montes playeros en la realidad y en la ficción, donde se ajusta perfectamente al ambiente siniestro de la mansión abandonada:
“[El castillo] queda justo en el trayecto de un fuerte ventarrón que en las horas diurnas viene del mar como una marea y en las nocturnas resbala por las laderas de la cordillera e inunda las costas. Pero entre por sur o entre por norte, sea de día o sea de noche, es un ventarrón continuo que recorre los pasillos, se mete por los rincones y explora las alcobas, los baños, la cocina, las terrazas con el ánimo violento en inquisidor de sus remolinos. Aunque no, más que viento continuo, son ráfagas que llenan los vacíos de ululares y voces fantasmales, y lanzan con sus manotas las puertas del Castillo haciéndolas crujir contra sus jambas”. (20-21)
Veinte años estuvo clausurado el Castillo de la realidad, desde el cierre de la hacienda en 1967 por litigios familiares, hasta que lo compra el presidente de la Petro-Taíno Transport, un ingeniero italoamericano, en 1989. La estructura, según se dice en la internet, encargada al arquitecto Francisco Porrata Doria en 1930, tiene doce habitaciones bien ventiladas, diez baños y varias terrazas con pisos de mosaicos y un túnel que se construyó durante la Segunda Guerra Mundial para poder huir de la casa sin ser visto, cuando también se pintó de verdes y marrones, para camuflarla y protegerla de los ataques esperados de los alemanes por la bahía de Guayanilla. Detalle significativo para la historia narrada en Los mares de Azov, y que no explico aquí para no dañarle a nadie la lectura. Su descripción coincide con el que cobija (o atrapa) a Martín León en Guayanilla: “De lejos parece una ciudadela griega; de menos lejos, un bunker alemán en las costas de Normandía; de cerca, la fantasía excéntrica de un patricio botarate”. (193) Alguna vez se le conoció, por lo visto, también como “castillo de los perros”, dato que nos recuerda la jauría que vigila los movimientos de su inquilino en El mar de Azov.
El Castillo vacío de la novela, como el que vigila el litoral de Guayanilla, acaso poblado por el viento que restrella las puertas cuando nadie las está viendo, está a diferencia de los castillos de las tenebrosas historias convencionales, castigado por el sol tropical y justo al lado de un espacio aún más tenebroso en la realidad: las ruinas de las petroquímicas que conviven con las ruinas de los grandes latifundios cañeros, todos monumentos a la explotación de la tierra y de sus habitantes. La gente del poblado, por otro lado, los reconoce; son otros Bustamantes, o Ramírez, o lo que sea, que pretenden seguir extrayendo ganancias del lugar, y en el caso de la novela, conocimiento de las llamadas fobias. Martín es empleado de Ramírez, pero no recibe de él ninguna información ni ayuda. Son los pobladores – o debo decir, las pobladoras – quienes le revelan las claves para descifrar el misterio. Y algo quedará por descrifrar, pues, como sucede con la aventura de Mar Adentro en Barataria, no hay compromiso con una resolución absoluta y definitiva. En alguna otra ocasión ha señalado López Bauzá su apego a esta libertad de la novela: “Pienso que me atrae tanto la novela por su carácter un tanto ambiguo, difuso, que se permite no tener que aclararlo todo, encajarlo en una realidad, igual que ocurre en la vida. … En la novela existe esa libertad que da la vida misma de vivir una historia a plenitud, sin que todo quede debidamente resuelto. La vida está llena de ambigüedades y de cabos sueltos”. (Hernández, 397)
Así pues, a partir de mi encuentro con la referencia al Castillo Mario Mercado, busqué otras posibles claves del retrato guayanillense. Descubrí que un tal Francifor Colón vino de Santa Isabel al barrio de la Playa en Guayanilla2. ¿Habrá un puente en el mangle con “su nombre estampado en una placa de bronce que señala los años de su nacimiento y defunción pese a que Ramírez insiste en que aún vive” (168)? Continué rebuscando y comenzaron a aparecer más referencias históricas de la región, como, por ejemplo, la existencia de una legendaria Cosón que, como el personaje de la dueña de la Retranca de El mar de Azov, regentó un legendario chinchorro en el que solía recalar Luis Muñoz Marín cuando se paseaba por la playa de Guayanilla.3 Entonces estaría el agua cristalina y el paraíso sin estrenar.
El mar de Azov y el mar de adentro
La única mención a ese mar de Azov que nos intriga desde el título, aparece en boca del propio Ramírez, que se refiere a él en medio de una delirante explicación sobre la encomienda de Martín León como “lugar de concepción y muerte de todo trastorno fóbico” (67). En la realidad, el mar de Azov es un mar interior entre Rusia y Ucrania, el más llano del mundo y donde hay gran número de yacimientos de gas y petróleo. Los lectores de Barataria recordamos el “Mar de Adentro” de Barataria, y todo aquel que haya visto el mapa de la zona, la bahía de Guayanilla.
En uno de los episodios de Barataria, “Que cuenta de la inverosímil historia del Mar de Adentro y del desconocimiento de su desenlace” (779-803), Chiquitín y Margaro, los protagonistas de la historia, se encuentran con un fenómeno cuya eficiente ocultación le sorprende al mismo Margaro: un “ojo de agua monumental” en la espesura de un bosque controlado por el Gobierno Federal. Llegan allí por misteriosas recomendaciones que se agencia Chiquitín en su fabuloso paseo por las profundidades de la cueva del cacique Pablo Podamo, la Guacayarima, el ano de la Tierra. A este “Mar de Adentro” llegan sin que el narrador ofrezca detalles de cómo han encontrado la ruta, y el episodio, como se anuncia en el título, termina sin desenlace. Ante ese portento marino fuera de lugar, Margaro siente una especie de vahído suicida, una fobia que solo logra amainar tapándose la mirada: “Me siento con los huesos hechos una tripa de pollo. Pienso que algo tiene que ver con ese oleaje tan impresionante que observarlo me deja vacío como una higuera. Tengo la caja del pecho hecha un baúl de aire y siento recorrerme por las costillas una gota de azogue”. (Barataria, 792-93). Que conste, Margaro ha desobedecido al diablo mismo en un episodio anterior, sin importarle la posible venganza. Atamos cabos. Los lectores de El mar de Azov seguramente recordarán este episodio de Barataria cuando conozcan las consecuencias de los desafíos de Martín León a las instrucciones de Ramírez. Así pues, en vista de que López Bauzá ya había escrito El mar de Azov cuando publica Barataria, se me ocurre que el pobre Margaro se pudo haber contaminado con las fobias que asolan la costa de Guayanilla, elemento central en la trama de esta nueva (¿vieja?) novela de Juan López Bauzá. Queda por explorar qué alcance metafórico tendrán estas fobias.
El aspecto fabuloso de esta historia (al que apenas me asomo aquí, para no estropearle a ninguno el gozo de la lectura) es un desafío a la interpretación, y pienso en esos fundadores del Estado Libre Asociado en el chinchorro de Cosón. ¿Fracasaron estos altos señores en su intento de construir una nación? ¿Qué fobia les/nos atacó? ¿Qué contrato firmaron/firmamos con el demonio? ¿Quién nos devuelve al lugar de donde salimos antes de perdernos por los médanos del coloniaje?
¿Se limita acaso esta novela al entorno insular? Como respuesta pienso en el mar de Azov y el supuesto afluente Dniéper, en el que fluyen las aguas contaminadas de Chernobyl como en Guayanilla las de la Corco, y se me ocurre que es una forma de decir que no somos los únicos amenazados ni los únicos locos. El asunto no es vernacular, sino global. ¿Se repite la historia? ¿Se desdobla? ¿Reencarnamos también como país, como ejército, como pueblo de pescadores asediado por los grandes intereses?
Mientras tanto, el pueblo pesquero – las mujeres que protegen y revelan, los yunitos (Francifor tercero, hijo de Francifor Junior) que atienden a los pobladores del área, todos cómplices y guardianes de los secretos antídotos – se defiende como puede de estos señores poderosos que rigen fantasmales, uno tras otro, gracias a los servicios de los abúlicos herederos del desencanto. Mientras tanto, el viento (real, ficticio) todavía sopla y bate las puertas del castillo vacío. Mientras tanto, también, se escriben libros como este, testimonio de un habla y un quehacer puertorriqueños, el mejor antídoto para el mal de la dispersión.
Obras citadas
Marta Aponte Alsina. El Cuarto Rey Mago. Cayey: Sopa de Letras, 1996.
—. Fúgate. Cayey: Sopa de letras, 2005.
—. Vampiresas. Guaynabo: Santillana, 2004.
Juan López Bauzá. Barataria 1-2. San Juan: Agentes Catalíticos, 2012
—. El mar de Azov. San Juan: Agentes Catalíticos, 2016
Carmen Dolores Hernández. A viva voz. Entrevistas a escritores puertorriqueños. San Juan: Norma, 2007.
- No debe ser casualidad que el narrador protagonista se apellide también Mercado. ¿Por qué nos deja López Bauzá esta pista? [↩]
- Otto Sievens Irizarry, “El Barrio Playa de Guayanilla” Guayanilla Internacional, enero-febrero 2012, 4. URL: http://www.
encuentroguayanillense.org/ images/Periodico_enero- febrero_2012.pdf [↩] - Otto Sievens Irizarry escribe sobre Georgina Ortiz Anavitate (1908-1994), alias Cosón: “un negocio pintado de amarillo a una distancia prudente del Mar Caribe, y que recibía la sombra de unos árboles de pino australiano. Había una parte habilitada para sentarse los clientes y, en la parte trasera, quedaba la casa de vivienda. Ese era el reino de Cosón. La casa de Cosón era la parada obligada de los clientes y los políticos. Allí llegaba don Luis Muñoz Marín y doña Inés cada vez que se quedaban en casa de don Ramón Enrique Bauzá. … Cosón era una mujer de estatura mediana, delgada, curtida de sol y con pelo canoso. Usaba pantallas de oro que resaltaban lo cobrizo de su piel. Su porte distinguido evidenciaba señorío. … Cada vez que surgía un problema en la Playa, los vecinos iban a consultarle”. [Énfasis añadido.] “Reseñas y recuerdos de Guayanilla: Cosón” Guayanilla Internacional, noviembre-diciembre 2015, 7. URL: http://www.
encuentroguayanillense.org/ images/Periodico_noviembre- diciembre_2015.pdf [↩]