El (medio) siglo de Pollock
Cuando Jackson Pollock nació, hace justo cien años, una parte considerable de la escena artística europea estaba obsesionada con el movimiento. Pablo Picasso exploraba la velocidad de la mirada mediante el collage cubista con Naturaleza muerta con silla de rejilla; Giacomo Balla investigaba cómo plasmar simultáneamente en pintura los distintos estadios del movimiento con Dinamismo de un perro con correa. Con la misma velocidad, un cuarto de siglo más tarde, Pollock se esforzó por escapar de Picasso y crear la imagen de héroe prometeico, del que tan necesitado estaba el arte estadounidense y por el que apostaron Clement Greenberg y Harold Rosenberg al nombrar a Nueva York como la capital del arte moderno tras la Segunda Guerra Mundial.
Salto. Visto en su conjunto, el estilo de Pollock hasta 1946 mostraba tan solo pálidos destellos de la maestría que comenzó a desarrollar un año más tarde. Si por alguna razón hubiera dejado de pintar en ese preciso momento, las descripciones lo recordarían como una revisión “a la americana” del lenguaje y de la iconografía surrealistas, pasadas por el filtro del muralismo mexicano. Las escenas con personajes de raíz junguiana, entregados en muchos casos a una violencia desmedida, derivan claramente de la producción surrealista de André Masson y del propio Picasso, mientras que las manchas de colores primarios, orladas de líneas que parecen anticiparse a los trazos con chorreado de años posteriores, se inspiran en algunas de las obras más recordadas de Joan Miró.La introducción del dripping o chorreado en su producción desde 1947 supuso el gran salto en la obra de Pollock, gracias a su intuición artística y al sabio aprovechamiento de un gran abanico de influencias, que comprendían el automatismo psíquico surrealista, las pinturas de arena de los indios navajos y los cuadros de la ucraniana Janet Sobel, que pudo ver en la galería neoyorquina de Peggy Guggenheim, Art of this Century, en 1946. Pero tan importante como eso estaba el hecho de que Pollock pintaba sus canvas extendidos sobre el suelo, chorreando el pigmento por toda la superficie y desde todos los bordes para crear el innovador concepto de all-over paintings descrito por Greenberg.
El éxito de su propuesta se saldó en agosto de 1949, cuando la imagen de Pollock saltó a los medios de comunicación en un reportaje a doble página de la revista Life. Una de sus drip paintings ocupa el fondo como una cenefa en un deliberado segundo plano, acaso por expreso deseo del fotógrafo. La obra es, por tanto, una mera ornamentación que acompaña el retrato del artista representado como un ícono, antecedente directo de actores como James Dean o el Marlon Brando de A Streetcar Named Desire. Nos mira de soslayo como un macho pendenciero, un perdonavidas ante todo aquel que pretenda hacerle sombra. El titular destruye cualquier resquicio de dudas con contundencia: “¿Es Jackson Pollock el mejor artista vivo?”. Sabiendo de antemano que Picasso había reinado en la primera mitad del siglo XX, la frase y la pose le aseguraban su reinado en la segunda mitad de la centuria. Lo malo es que su supuesto cincuentenario tuvo el mismo recorrido que una estrella fugaz.
La apariencia del artista como una celebridad de los mass-media refleja, así mismo, la médula del problema de lo moderno. Su raíz es la misma de “moda”, de suerte que uno y otra encierran una maldición a la que nadie escapa: la lucha por la innovación es fagocitada continuamente por la sociedad de consumo como metáfora del tiempo saturniano que engulle uno tras otro a sus hijos recién nacidos. Ante ese proceso solo caben dos alternativas: ofrecer puntualmente una propuesta distinta al mercado cada temporada o inmolarse como víctima de la religión del arte.
El caso es que Pollock estaba de moda. Y lo peor de ese proceso es que suele venir acompañado de una trivialización galopante. No debió sentarle bien a su autor que sus pinturas, ejecutadas con la vehemencia propia de quien llega al límite físico y mental en cada una de ellas, acapararan imaginarios visuales más cercanos al dominio de la baja cultura –o directamente del kitsch–. Ya en 1948 Leigh Ashton, directora del Victoria and Albert Museum de Londres, escribió con la mejor de las intenciones que una de sus obras maestras, Cathedral, “podría convertirse en la más encantadora seda estampada”. Un poco después, en 1951 y en las páginas de la revista de Vogue, el británico Cecil Beaton fotografiaba a sofisticadas modelos ante los enormes cuadros de Pollock; pero no cualquiera de ellos, sino los que presentaban tonalidades en armonía con los exclusivos vestidos de temporada. Por desgracia para el artista, estos no serían los únicos deslizamientos kitsch de su estilo, especialmente teniendo en cuenta que algo más tarde el popcorn ceiling se ponía de moda, que aún después aparecerían los primeros patterns inspirados en sus obras en las prendas de vestir y que finalmente los chefs más reputados han tomado la costumbre de jugar al dripping con el sirope de chocolate o el vinagre balsámico sobre blancos platos de diseño.Ahora bien, en este punto quizá sería interesante mencionar que los verdaderos culpables fueron sus defensores más acérrimos en el ámbito de la alta cultura: Clement Greenberg había considerado que los enormes canvas de Pollock se aproximaban a los wallpapers o papeles pintados porque ambos “se propagan indefinidamente” (“The Crisis of the Easel Painting”, 1948), y algo más tarde Harold Rosenberg calificaba las malas imitaciones de las drip paintings como “wallpapers apocalípticos” (“The American Action Painters”, 1952). Esta comparación, que habría deleitado a algunos integrantes de la generación de artistas más jóvenes –pongamos por caso a Andy Warhol–, aumentó la desazón de Pollock, sumiéndolo en un callejón sin salida que le obligó a alejarse de su estilo, primero, y abandonar este mundo, después.
Vorágine. Porque Pollock se ofrecía literalmente a sí mismo en cada una de sus pinturas. No eran el producto de una actividad pictórica a la manera tradicional, sino los índices documentales de un proceso frenético que revelan que el autor estuvo físicamente dentro del canvas. Que sus pies pisaron la materia pictórica, que sus manos configuraron con frenesí la composición all over, que su sudor y su saliva fueron absorbidos por la tela. Sus cuadros, por tanto, son la excrecencia real y figurada de un artista absorbido en el vertiginoso remolino de la creación.
Lo que a Pollock no le dio tiempo de advertir fue que su principal aportación al arte contemporáneo, la bautizada con el término action painting, iba a seguir el sendero de la primera en lugar de la segunda. Las fotografías y películas de Hans Namuth con el artista moviéndose compulsivamente sobre la tela, derramando la pintura compulsivamente con brochas, pinceles o palos, abrieron un capítulo nuevo que influyó en la siguiente generación de artistas. Porque en sus movimientos sincopados se anticipó al arte procesual en su vertiente performativa, convirtiéndose así en uno de los modelos –más reprobatorio que laudatorio– que ayudaron a modificar la atención que los artistas concedían al cuerpo y a la acción como productores de arte. Habría sido improbable la materialización de proyectos como las Anthropometries de Yves Klein sin el precedente del estadounidense, así como tampoco ciertas experiencias del accionismo vienés –como El amortajamiento de Venus, de Otto Muehl (1963)– y las parodias de la primera generación de artistas performeras autoconscientemente feministas, caso de Carolee Schneemann, Yoko Ono o la explícita Vagina Painting (1965) de la artista vinculada a Fluxus, Shigeko Kubota.Los artistas más jóvenes también se sintieron fascinados por la referencia implícita a los fluidos corporales en los drippings de Pollock. Más interés que las performances abyectas de los accionistas vieneses despierta la relación soterrada con las célebres Oxidation Paintings de Andy Warhol –las más famosas realizadas entre 1976-1977–, cuya oxidación era el resultado de la orina lanzada directamente por “un modelo” sobre la superficie pictórica cubierta con un pigmento a base de plomo. Según escribió Bob Colacello, para esas pinturas Warhol se había inspirado en una leyenda de Pollock, según la cual orinaba en los cuadros destinados a los clientes y marchantes que le resultaban antipáticos. La fascinación de Pollock hacia ese acto fisiológico aparece con recurrencia en otros tantos episodios biográficos: Steven Naifeh y Gregory White Smith señalan en Pollock: an American Saga (1989) cómo evocaba el recuerdo infantil de ver a su padre trazando distintas figuras mientras orinaba sobre una roca lisa al referirse a sus drip paintings. Y las veces que lo hizo en público nos hace preguntarnos si era un signo de dominación salvaje, similar a la del macho animal que demarca su territorio, o si sencillamente era el producto de una salvaje borrachera.
Choque. La imagen que mejor podría simbolizar a Pollock es la del trompo; a veces girando erguido y orgulloso, otras cabeceando como resultado de sus habituales mareos etílicos. La vida para él fluctuaba entre esos vaivenes, y le era indiferente saber que el destino pasa factura cuando lo bebido se impone a lo vivido. Si comparamos las fotografías de Pollock realizadas en los años cuarenta con las de los primeros años cincuenta, la conclusión a la que llegaremos es que su dedicación a la action painting debía tener necesariamente fecha de caducidad, lo cual se explica por la actividad física involucrada en ella antes que por el paso de las modas. Entre la imagen casual de Pollock con la gestualidad nerviosa, la mirada de soslayo, la cabeza erguida, el cigarrillo encendido en la comisura de los labios, y la del artista a mediados de los cincuenta, con la barba poblada, la mirada perdida, la camisa a menudo abierta mostrando una panza cervecera y los andares cabizbajos como si fuera un muerto viviente, parecía haber transcurrido todo un siglo aunque en realidad tan solo hubieran pasado seis o siete años. Resulta extraño imaginar a un Pollock cuarentón, pero con el aire de un hombre anciano, moviéndose con dificultad por los bordes del canvas, aplicando con vacilación el pigmento o sumergiéndose en la tela como solía hacerlo en sus años heroicos.
Quizá el principal problema de Pollock fue que no pudo seccionar el cordón umbilical que lo unía a la concepción tradicional del arte como objeto. Tan centrado como estaba en sus cuadros, llegó a olvidar que su innovador procedimiento había explorado territorios que jamás antes habían sido hollados. Decidió seguir a lo suyo, alejarse de las drip paintings y apostar por débiles propuestas que se alejaban un poco más de la senda que estaba trazando el arte moderno desde finales de los años cincuenta. Por eso decidió apearse de su (medio) siglo tras comprender que había dejado de pertenecerle, en un último acto artístico marcado por la velocidad. Ya lo había advertido años atrás pero nadie entonces había reparado en ello: “Para trabajar necesito la resistencia de una superficie dura”. La misma que detuvo su imponente Cadillac en la cuneta de una carretera de Long Island durante una noche de agosto de 1956.
Jackson Pollock 51, por Hans Namuth