El mito de Muñoz: comentario a «Puerto Rico en el siglo americano»
El estilo de la redacción de César J. Ayala y Rafael Bernabe en Puerto Rico en el siglo americano (Callejón, 2015) sugiere un liderato de Luis Muñoz Marín que tiende a invisibilizar el imperialismo —un fenómeno moderno en que países industriales poderosos exportan capital, moldeando violentamente la sociedad y economía de otros países e intensificando su militarismo—.
Llama la atención esta limitación metodológica ya que el libro, una historia desde 1898, intenta resumir corrientes principales de la sociedad puertorriqueña y de interpretación. No pretendo aquí hacer una reseña del libro, sino abordar el mito de Muñoz.
Construcción mitológica
Los elogios a Muñoz informaron las generaciones que ascendieron en los años 40, 50 y 60, y éstas a su vez informaron a sus hijos, quizá especialmente entre clases medias educadas que gustaron de identificar el muñocismo con «obra social», «gobierno honesto», etc. Sin embargo Muñoz fue un facilitador del capital y de los intereses militares estadounidenses.
Después de su fallecimiento en 1980 aumentó la mitología con nuevos textos. Fue creada la Fundación Luis Muñoz Marín «con el fin de preservar, difundir y fortalecer estos valores» del exgobernador, según Jesús Benítez Rexach en su hagiografía Vida y obra de Luis Muñoz Marín (1989).
Puede decirse que, a grandes rasgos, ha habido al menos dos interpretaciones de Muñoz: 1) que era simpatizante del socialismo y la independencia y su búsqueda del «cambio social» varió, de manera que sus ideas y acciones después de 1945 fueron contrarias a lo que habían sido antes; y 2) que fue un intelectual del imperialismo norteamericano, y los cambios en su discurso disimularon su persistencia como sirviente de los intereses de Estados Unidos.
Que fuese agente del imperialismo norteamericano no significa que careciera de creatividad administrativa e intelectual para asegurar su poder político local, producir retórica y articular la opinión pública puertorriqueña al sistema imperialista. Fue fiel al bando reformista de Roosevelt frente a sectores del estado norteamericano aún más antidemocráticos y plutocráticos, si bien favoreció el capital privado y ausentista.
Tugwell modernizó la administración colonial. Luego Muñoz representó los cambios del estado y el capital estadounidenses en la Isla. Representó asimismo, para coaccionarla, una expansión popular y nacional puertorriqueña —luchas obreras y campesinas, desarrollos culturales e intelectuales—.
Imagen de liderato
Ayala y Bernabe producen el título «Momento crucial en la década de los cuarenta: el surgimiento del Partido Popular Democrático». Pero no queda claro por qué fue crucial. Más que presuponer «una nueva época en la política puertorriqueña» (p. 199), procede explicar qué ocurrió. (Quizá, en verdad, muy poco ha cambiado en un siglo.)
Fueron cruciales la guerra, la gobernación de Rexford Tugwell y la pujanza expansiva del capital americano en la posguerra.
Los fondos federales formaron en buena medida las condiciones puertorriqueñas. La guerra propició movilidad social de hombres y mujeres. La construcción de bases militares proveyó empleos y trajo grandes sumas, a la vez que expulsó de sus tierras a miles de pobres (ver Rodríguez Beruff y Bolívar Fresneda, eds, Puerto Rico en la Segunda Guerra Mundial, 2012).
Hubo fondos para acceso de veteranos a préstamos hipotecarios y estudios universitarios, y estímulo al pequeño comercio. Catalá Oliveras (Promesa rota, 2013) indica que crearon infraestructura y alentaron «aires de reforma». Además había dineros del Nuevo Trato, como los FHA, y arbitrios del ron. Todo lo cual convino al PPD.
«El PPD pudo haber confrontado grandes dificultades de haber tenido que lidiar con un gobernador poco cooperador» (p. 208), dicen Ayala y Bernabe. Pero Tugwell no vino por azar administrativo, sino porque Estados Unidos quería reformas. Sobre éstas se montó Muñoz para eventualmente crear un sistema local de consenso —fundado en la coerción— colonial. Nunca confrontó «dificultades» con Washington, pues estaba a su servicio.
Confundidos con imágenes, los grandes ricos y los Republicanos tildaban de «socialistas» a Muñoz y Tugwell. Sin embargo, una vez Tugwell dejó la gobernación en 1946, Muñoz abandonó el carácter progresista de los proyectos que los ricos azucareros y anexionistas denunciaban. Era Tugwell quien creía en la planificación, reformar la agricultura, elevar la productividad, fomentar la industria nativa y atacar el ausentismo.
El PPD trajo «el pueblo» y las clases trabajadoras a la conversación pública, pero no les dio poder real. No tuvo la voluntad de organizar una reforma social fundada en el desarrollo productivo y orientación al mercado interno.
No despegaron las fincas de beneficio proporcional ni la agricultura en gran escala dirigida por el estado; las fábricas del gobierno no podían competir con las mercancías estadounidenses; tampoco tuvo éxito el intento burocrático y alicaído de las cooperativas; el gobierno también fue mongo en aplicar la ley de los 500 acres. Las decisiones de los funcionarios confligían entre sí; la burocracia local aumentó su poder; la motivación por el agro pronto se apagó. En realidad el PPD esperaba la invasión de capital americano que pronto vendría.
Pero el título de «La reforma agraria del PPD» de Ayala y Bernabe sugiere que la agricultura fue reformada, cuando en realidad el PPD la dejó caer, y que éste ejerció autoría, aunque echó a un lado la planificación y el rigor reformador. Nazario Velasco (El paisaje y el poder, 2015) señala que la reforma agraria «quedó como un fantasma». Ni siquiera terminó formalmente. El confuso momento agrario anunció el fin del agro. Ha sido una grave pérdida histórica, incluso extraordinaria en relación al resto del mundo.
Muñoz entonces invitó capitales americanos que destruyeron posibilidades económicas puertorriqueñas. Nunca respondió por los efectos profundos de este crecimiento a corto plazo, apresurado para marginar al independentismo.
En buena medida Muñoz redujo la llamada «reforma agraria» a repartir parcelas de forma demagógica, con lo cual el PPD ganó abrumadoramente las elecciones de 1944, algo que no pasó desapercibido para el ojo crítico de Tugwell —señala Catalá en Promesa rota—, pues el gobernador estadounidense defendía, como también intelectuales cercanos al PPD, la productividad agrícola en lugar de repartir parcelas sin estrategia productiva.
El PPD «no era radical ni revolucionario», explican Ayala y Bernabe, y no expropiaría las corporaciones terratenientes sin indemnización —a pesar de que por años venía prometiendo redistribuir la tierra—; además «las fuerzas opositoras siempre estuvieron activas» (p. 261, 263). Sus «inconsistencias internas» paralizaron sus propias propuestas de gestión estatal agrícola e industrial (p. 267).
Las «características del proyecto de reforma» del PPD, de respeto a la ley, colaboración con Washington, modo jerárquico y burocrático de las decisiones e inclusión de los sectores conservadores, le impidieron enfrentarse a los intereses que se le oponían (p. 262-3). Es decir, las características del mismo proyecto impidieron que el proyecto se realizara.
¿Por qué entonces los autores titulan «El PPD y la reforma social», si las características del proyecto de reformas impedían las reformas, o sea el proyecto se impedía a sí mismo? Tal vez sería más apto decir que el deseo de cambio social de los simpatizantes del PPD y muchos más fue cooptado por Muñoz, y que éste tenía otra agenda.
La actitud de Muñoz hacia el Nuevo Trato —programa federal con que él subió en la política boricua— fue administrar los fondos sin sentido claro. Mientras tanto acumulaba poder político local y ganaba exposición pública. Su impulso de amasar poder coincidió con el objetivo norteamericano de desplazar la conservadora estructura de poder azucarero, que él cumplió.
En realidad Muñoz no representó una voluntad gubernamental de planificación y gestión, ni un proyecto político de alguna clase social, aparte del capital y los intereses geopolíticos estadounidenses.
Los intentos americanos de reforma encabezada por el estado —que incluyeron a Carlos Chardón y otros puertorriqueños— cedieron, después de la guerra, a la opción del PPD de invitar numerosas fábricas y comercios estadounidenses; la faz del país se transformó.
La política reformista americana, la guerra y la invasión de capital después de 1946 produjeron, pues, un cambio que el PPD representó. Se atribuyó una «revolución pacífica» —medios norteamericanos difundieron la frase—, dando la impresión a generaciones venideras de que Muñoz y el PPD habían ejercido dirección arrojada y planificación audaz.
El capital y el estado norteamericanos crearon este proceso y le impartieron hegemonía; los administradores del PPD aparentaron crearlo y dirigirlo. Grandes masas aportaron optimismo, entusiasmo y esperanza a un proceso simbólicamente puertorriqueñizado.
Después del ‘47 el gobierno aumentó la cantidad de escuelas y centros de salud, construyó residenciales públicos y carreteras —dando nombres de puertorriqueños célebres a los nuevos espacios— y desató la urbanización mediante capital hipotecario. No hubo reforma contra el capital ausentista o el colonialismo, como Muñoz había amenazado antes, sino modernización de las condiciones de producción y aumento de la renta.
«El PPD surgió», aseguran Ayala y Bernabe, «como un partido del Nuevo Trato, partidario de la planificación, la empresa estatal y el desarrollo autónomo como preparación para la independencia política» (p. 261). ¿Cómo designar entonces a un grupo que no aplica lo que dice y hace lo opuesto?
Es más plausible suponer que Muñoz —a quien se redujo siempre el PPD— no traicionó su intención original, sino que ésta siempre fue la misma: apoderarse del gobierno local, para lo cual se apoyó desde los años 30 en los temas de mayores simpatías populares, como la denuncia del sistema azucarero, la defensa del trabajo, la planificación económica, el desarrollo autónomo y la independencia.
Digamos que el PPD fue «crucial» porque atrajo numerosas luchas populares —reclamos de justicia, huelgas frecuentes y combativas, surgimiento de la Confederación General de Trabajadores (CGT)— y, al representarlas, las debilitó o terminó. Mattos Cintrón (La política y lo político en Puerto Rico, 1980, 2016) escribe que la sangre de los nacionalistas abonó un terreno que cosechó el PPD.
Violencia institucional
Muñoz se opuso a distintos proyectos de ley en el Congreso norteamericano para dar la independencia a Puerto Rico, entre 1936 y 1945; se opuso contra el sentir de la mayoría de su partido, de los funcionarios electos, y probablemente del país. Aseguró que el norteamericano era un «imperialismo bobo», por la gran cantidad de fondos federales que brindaba, y —asombrosamente— que Estados Unidos no tenía interés político, económico ni militar en Puerto Rico. No es difícil sospechar que estas posiciones colonialistas eran una antigua inclinación suya.
Ayala y Bernabe informan la postura del gobierno muñocista de que fue «neutral» ante la emigración pos-1945 (p. 277). Añaden que la emigración «no surgió por una decisión consciente del estado», pero éste la facilitó después que surgió.
Son curiosas las explicaciones que ofrecen los autores para racionalizar la conducta de Muñoz, tan parecida al oportunismo de tantos políticos en muchas partes del mundo, si bien probablemente más irresponsable.
La emigración resultó de la destrucción de la agricultura y del desarraigo de miles de gentes provocado por la apropiación del suelo por capital hipotecario y fuerzas militares, promovida y facilitada por el gobierno del PPD. Las nuevas fábricas no absorbieron el excedente de mano de obra que creó el declive del agro.
El gobierno difundió que la población de la Isla era excesiva respecto a los recursos. Creó una división del Departamento del Trabajo a cargo de la innoble función de recoger información de los trabajadores para enviarlos a los patronos norteamericanos que los explotarían, análogamente a como la Autoridad de Tierras relocalizaba las familias pobres expropiadas por la Marina.
El libro informa la gran propaganda que se desplegó, seguramente esparcida por el gobierno de Estados Unidos, para legitimar al ELA y enaltecer a Muñoz local e internacionalmente.
La campaña incluyó artículos y entrevistas en medios estadounidenses prominentes, textos científicos sobre el carácter «único» de la relación entre Estados Unidos y Puerto Rico y el milagro económico de la Isla, dedicarle al Gobernador la portada de la revista Time, e invitar a residir en Puerto Rico prestigiosos académicos americanos e intelectuales españoles exiliados opuestos al régimen de Franco, por cierto generalmente ignorantes del parecido —o poco interesados en notarlo— entre los crímenes represivos que Franco perpetraba en España y los que cometía el estado en Puerto Rico.
Muñoz identificó independencia con pobreza, y la opuso a seguridad socioeconómica. Sin Estados Unidos la Isla no podía progresar; los países independientes sufrían atraso.
El mundo no se ha movido contra el subdesarrollo, alegan Ayala y Bernabe, y «se podría pensar en otras formas de organizar la economía mundial» (p. 254). La «economía mundial», desde luego, se corresponde con el capital e incluye, por ejemplo, el sistema del imperialismo y suprimir la autodeterminación de Puerto Rico.
Pero son viables iniciativas de las cuales el gobierno se refrena. Es otra tradición conservadora muñocista que perdura. Entidades creadas bajo Tugwell para promover el capital nativo y una economía productiva de Puerto Rico, el Banco de Fomento y la Compañía de Fomento, bajo Muñoz fueron puestas a pedir préstamos y atraer capital americano, respectivamente.
Los autores parecen dar por cierto que Muñoz y Antonio Fernós Isern perseguían «manipular sutilmente al Congreso estadounidense para que concediera poderes plenos a Puerto Rico». Minimizarían el alcance de las «reformas» ante los funcionarios del Congreso y del Departamento del Interior para hacérselas aceptables; aprovecharían la disposición del Departamento de Estado a cualquier legislación que permitiera argumentar que la Isla ya no era colonia; y esperaban que los tribunales certificaran que Puerto Rico ya no era territorio (p. 235-6). Este mini-embrollo de mentirillas y chanchullos produjo el «Nacimiento del Estado Libre Asociado», según un título.
Pero estas manipulaciones y simulaciones, este escurrirse entre interioridades burocráticas, hablan sobre todo de la pequeñez de Muñoz y sus ayudantes y de sus miedos y autoengaños. En el folklor isleño estos anecdotarios mínimos se convierten en grandes acontecimientos históricos. Procedería asignar su justa proporción a lo pequeño y lo históricamente decisivo.
Los autores añaden que el PPD carecía de «disposición para solicitar [a Washington] una definición clara de la nueva relación», lo cual «perpetuó su naturaleza ambigua, limitada y estática» (p. 236). Si fue así, ¿qué cosa era la «nueva relación», y en qué consistió el «nacimiento» del ELA? La confusión en la escritura oscurece el hecho imponente del imperialismo.
La «elaboración del nuevo arreglo», escriben —haciéndose eco del tal nuevo arreglo—, «fue mayormente obra de Fernós», quien en 1950 radicó legislación, además del senador O’Mahoney, que creó la ley federal 600; ésta daba permiso a los puertorriqueños para redactar una llamada constitución. Fernós aseguró que la ley 600 implicaba un «convenio» entre Puerto Rico y Estados Unidos. En 1953 el gobierno de Estados Unidos echó mano de la teoría del convenio de Fernós para engañar a las Naciones Unidas, diciendo que el colonialismo había terminado en Puerto Rico gracias a un «convenio» (p. 236, 248).
Hay ambigüedad en otros pasajes. En la página 251 hablan del «alegado ‘convenio'» pero añaden, como si fuese real, que todos los esfuerzos para alterarlo han fracasado. En la 254 dicen que en Puerto Rico la mayoría electoral favorece la estadidad o «la autonomía», dando la impresión de que suponen al ELA un régimen autonómico.
El «Estado Libre Asociado», sin embargo, ha consistido en la repetición del título en ceremonias, publicaciones, membretes, protocolos y prácticas diarias de funcionarios y abogados en torno a su «ordenamiento»; ha incluido el elemento visual de la bandera puertorriqueña. Ha sido una fantasía y a la vez realidad en tanto discurso del poder. Sus posibilidades políticas, si alguna, difícilmente podrían apreciarse desde su misma ideología, la cual, por cierto, se agota velozmente en estos días.
Represión
Para que la propaganda del ELA tuviese éxito debió aplicarse la Ley de la Mordaza, suprimirse brutalmente el nacionalismo —en la insurrección de 1950 murieron 25 personas; miles fueron arrestadas— y silenciarse a Pedro Albizu Campos, quien en 1956 sufrió un infarto posiblemente causado por radiación atómica durante años en la prisión. Las autoridades carcelarias no lo llevaron al hospital sino días después, señala Nelson Denis en War Against All Puerto Ricans (2015), citando documentos del FBI y a la viuda del nacionalista. Así Albizu Campos perdió el habla y quedó paralizado en la mitad del cuerpo, hasta su muerte en 1965.
Fue necesario aplicar represión y silenciar a Albizu Campos para legitimar formalmente el ELA. Resultan grotescas las repetidas apariciones de Muñoz en medios de comunicación de la Isla y Estados Unidos, en los años 40 y 50, para insistir en que Albizu Campos estaba loco, y que los nacionalistas eran fascistas y conspiraban junto a los comunistas. No aborda sin embargo el texto de Ayala y Bernabe este conflicto moral tan agudo.
Que Muñoz tenía una agenda colonialista fue la certeza de los nacionalistas, y en octubre de 1950 lo creían al punto de intentar darle un tiro. Pero Ayala y Bernabe apenas explican la visión de los nacionalistas, o discuten los textos en este sentido, por ejemplo los que publicó el periódico Claridad a lo largo de los años 70 —entrevistas, investigaciones, testimonios— que contribuyeron a un espacio considerable de información y opinión en Puerto Rico sobre esta problemática.
Señalan que la insurección de 1950 fue realizada por un «grupo de patriotas que contaba con muy poco apoyo fuera de su propio partido» (p. 240). Pero es difícil saber. Puede que tuviesen amplio apoyo moral y emocional, y no se traducía organizativamente. Por otro lado, las limitaciones de un movimiento pueden ser secundarias respecto a su posición central en las contradicciones sociales: depende de lo que la narración interese y mire.
Es cierto que las «mejoras materiales bajo el PPD eran más tangibles» que el llamado de los nacionalistas (p. 241), pero no hay que ceñirse a un materialismo que a priori atribuya causalidad a un factor económico. Convendría ver la relación entre la represión y la educación, urbanización, militarización y emigración, por ejemplo.
No hay por qué suponer al nacionalismo generalmente marginado, o anómalo respecto a una normalidad exitosa, de país «desarrollado», como la imagen que Muñoz difundió. Convendría examinar las simpatías de que gozó la independencia entre las clases populares durante buena parte del siglo 20. Seguramente se redujeron por la integración de la Isla a Estados Unidos que el muñocismo promovió, pero el independentismo revolucionario resurgió a fines de los 50 y aumentó en los 60, y todavía más en los 70 al unirse al socialismo.
Poder del estado
Aprovechando su condición de hijo de Muñoz Rivera —el principal político en la historia de Puerto Rico, si se excluyen los revolucionarios—, su formación en Estados Unidos y su cultura literaria, Muñoz se impuso rápidamente sobre los políticos y politiqueros provincianos y poco instruidos de la Isla.
Muñoz destruyó la estructura sociopolítica azucarera, pero no para transformar la agricultura sino para destruirla también. Atrajo, para destruirla, la corriente socialista. Usó a los comunistas, quienes lo apoyaron, y después los persiguió. Se apoyó en los campesinos y destruyó al campesinado. Dividió y debilitó la CGT. Se apoyó en los independentistas y después los reprimió. Defendió —eso sí— las bases militares. El 30 de octubre el ejército ametralló Jayuya desde el aire y en Utuado mató gente a sangre fría; se dice que Muñoz pedía más militares.
Promovió la emigración, con la que neutralizó no sólo la resistencia, sino la energía del país. Despojó al país de su productividad, la cual existe en función de capital extranjero. Alentó y luego coartó espacios de educación y cultura y la ilusión de construcción de país. Puertorriqueñizó la faena de hacer de la Isla una plataforma de inversiones transnacionales y poder estadounidense.
En los años 60 favoreció inmensas minas de cobre en Lares, Adjuntas y Utuado, lo que hubiera sido una destrucción ecológica colosal: lo frenó la resistencia del pueblo. Inició un complejo petroquímico contaminante al servicio de capitales transnacionales y sin desarrollo real de Puerto Rico. Después inspiró otra agresión ambiental, un superpuerto en Aguadilla, que afortunadamente se detuvo.
Salvando las obvias diferencias en magnitud y sistema político, hay parecidos entre Muñoz y el tirano Stalin de la Unión Soviética. Ambos se apoyaron sucesivamente en aliados coyunturales, como peldaños para subir, que después —acaso con alguna sociopatía— desecharon o aplastaron, una vez avanzaban en su ruta hacia el mando. Abandonaron o destruyeron después sus compañeros y propuestas de cada etapa.
Stalin y Muñoz administraron enormes desplazamientos poblacionales y perfeccionaron la propaganda para representar causas nobles que encubrían ampliaciones de los aparatos de represión y burocracia del estado. Proyectaron escenográficamente un protagonismo falso, pues navegaban sobre un crecimiento gubernamental resultante de una nueva extracción de plusvalor al pueblo trabajador.
Ambos consolidaron el estado por un periodo histórica y relativamente corto. Crearon tradiciones en que grandes masas creyeron durante generaciones que lo construido era un éxito total, aunque tenía fallas fundamentales, y que el caudillo era genial, aunque había operado con deficiente preparación intelectual. De ambos sigue diciéndose: «hizo muchas cosas buenas».
Las diferencias son desde luego visibles. Stalin violentó las leyes; Muñoz operó dentro de la ley (estadounidense y colonial). El déspota georgiano mal representó un esfuerzo mal llevado para crear un espacio radicalmente nuevo —socialista— en la historia, mientras el político antillano impidió que algo nuevo se creara, aparte de los norteamericano después de 1946efectos del capital. El tema por supuesto es complejo.
Nota curiosa
No es claro qué motivó a Muñoz a meterse a la política, pues hizo lo opuesto de lo que había dicho. Véase la entrada de Wikipedia sobre Muna Lee, primera esposa de Muñoz y escritora y traductora estadounidense especializada en literatura latinoamericana.
Adviértase que Wikipedia es un medio global de «cultura popular», difícilmente satisfactorio como fuente científica. A la vez, pretende brindar informaciones generalmente aceptables al sentido común de la sociedad actual. Si se considera la posibilidad de que los servicios de inteligencia de Estados Unidos tengan injerencia, en el presente, en los medios globales de internet de cultura popular e información, podría suponerse que interesan ofrecer los datos que ahí aparecen.
Mediante el «panamericanismo», según la nota, durante la Primera Guerra Mundial el aparato de inteligencia reclutó a Muna Lee para el Servicio Secreto, dado su talento como traductora y su conocimiento de América Latina. Trabajaba para la inteligencia estadounidense antes de ser esposa de Muñoz y mientras lo fue. Trabajó por décadas en la política hacia América Latina del Departamento de Estado de Washington, según Wikipedia.
Es cierto que temprano en el siglo 20 Estados Unidos difundió una doctrina «panamericana» según la cual los países americanos se relacionarían en una supuesta armonía indiferente a las relaciones de poder y al imperialismo. Con este ideal abstracto y literario de confraternidad, el aparato de inteligencia norteamericano reclutó jóvenes dispuestos a aportar su talento cooperando con la pretendida civilización transnacional. Se parecía al apoyo, a principios de siglo 20, de algunos socialistas burgueses europeos al imperialismo de sus países, pues supuestamente traería armonía global y progreso a los pueblos pobres y atrasados.
A dicho panamericanismo abstracto podrían asociarse retóricas de Muñoz en los años 40 y 50 sobre obsolescencia de los nacionalismos, equivalencia e interdependencia entre las naciones y armonía mundial, que expresan su extraña síntesis de voluntad colonialista, confusión y nostalgia.
Si su esposa trabajaba en el sistema de inteligencia norteamericano, una posibilidad es que Muñoz estuviera en contacto con el mismo desde la década de 1920, acaso mediante relaciones con intelectuales y periodistas vinculados a ese aparato, y a partir de estas relaciones fortaleciera su gran lealtad al gobierno de Estados Unidos.
No necesariamente sería incompatible con descripciones de Muñoz como radical y comunista que hicieron operativos de inteligencia alguna vez, pues a menudo hay incongruencia —incluso conflicto— entre las diversas agencias, además de criterio limitado en los informantes.
El artículo sobre Muna Lee dice que Muñoz tenía dependencia del opio, algo que destaca Denis en War Against All Puerto Ricans y también señala la entrada de Wikipedia sobre Luis Muñoz Marín. Después de leer ésta el lector difícilmente guarda una imagen positiva del ex-Gobernador. Es curioso que Wikipedia lo ponga en una luz negativa.