El proceso de Lady Chatterley en Inglaterra
Para Dwight MacDonald, el brillante escritor norteamericano, el proceso contra la editorial Penguin Books por la publicación de Lady Chatterley’s Lover, sin expurgar, fue la mejor “representación” de la temporada de teatro en Londres. Teatro de primera calidad, cargado de implicaciones sociales que no había logrado despertar ninguna pieza teatral desde el estreno de Look Back in Anger —London Letter, Partisan Review, marzo-abril 1961—. Y es que el drama que hay siempre en todo proceso fue acentuado en este por el tipo de delito, la categoría de los testigos y la importancia del veredicto para el mundo de las letras. ((El New Yorker del 19 de noviembre de 1960 publica otro interesante reportaje sobre el proceso: “The Lady in the Old Bailey”, de MolliePanter-Downes.))
El prestigio de los testigos de la defensa bastaba para amedrentar a cualquier fiscal. Escritores como C.D. Lewis, Rebeca West, Raymond Williams, Helen Gardner, los directores de The Guardian y The Yorkshire Post, el Obispo de Woolwick, educadores, bibliotecarios, editores… El estado no contaba con más evidencia que el libro atacado por inmoral y la declaración del policía que compró un ejemplar para provocar el proceso. Se rumoreaba que el fiscal trató de conseguir al patriarca de la literatura de lengua inglesa, al ya clásico T. S. Eliot, y que el gran escritor contestó ofreciendo en seguida sus servicios a la otra parte.
Los comentarios más sagaces e interesantes del artículo son los que se refieren al jurado que, después de deliberar solo tres horas, declaró que el editor no había violado la nueva ley de publicaciones obscenas de Inglaterra. El fiscal y el juez, observa MacDonald, incurrieron en dos graves errores: excesiva importancia a la clase social a que pertenecía el jurado y falta de visión para concederle el grado de inteligencia que demostró el veredicto. Dieron por sentado que el bajo precio de las ediciones Penguin, al alcance de todos, haría creer al jurado, compuesto de gente de la clase media —conservadora, que mira con recelo a los artistas— que el peligro a la moral pública era mayor que en el caso de una edición costosa, que el adulterio en que se basa la trama provocaría la reacción de hacerles sentir protectores del orden social y defensores de la institución del matrimonio. Numerosas veces durante el proceso el juez y el fiscal recordaron al jurado que no eran ni intelectuales ni eruditos sino doce seres comunes. Seres comunes que demostraron poseer mucho sentido común.
Lady Chatterley’s Lover, que ha provocado tantas controversias judiciales desde su aparición en Florencia en 1928, también puede circular ahora en Estados Unidos en versión sin expurgar, gracias a otra decisión reciente.
La obra de Lawrence y el Ulysses de Joyce, publicado en París en 1922 son las dos novelas contemporáneas que más trabajo han dado a los censores y los tribunales. La imputación de que son pornográficas ha contribuido, como ocurre siempre, a que las lea gente que no siente el más leve interés por conocer lo que dicen sus autores. No hay mejor anuncio para una obra de arte que tacharla de inmoral. ¿Cuántos lectores harían el esfuerzo de leer Ulysses, uno de los libros de más difícil lectura aun para los espíritus más cultivados— a no ser por la propaganda de la censura? Lawrence y Joyce son ya clásicos. Lady Chatterley y Ulysses, forman parte de la historia de nuestro tiempo. Se necesitarían años para leer lo que se ha escrito sobre cualquiera de los dos. La censura no puede hacer nada contra ellos. Debe dejarlos en paz para no seguir haciendo el ridículo.
Texto publicado originalmente en prensa el 13 de mayo de 1961. Incluido en la selección de columnas hecha por la propia autora para la serie de 5 volúmenes publicada por la Editorial de la Universidad de Puerto Rico bajo el título de Índice cultural. Ver Tomo IV, p. 41-42.