El supuesto de la democracia (II)

Las palabras también tienen su historia. Una historia que conviene conocer, estudiar, atesorar. He ahí un buen antídoto contra el desgaste de la función simbólica del lenguaje. Un desgaste que, nada casualmente, ha ido acentuándose desde las dos guerras mundiales del pasado siglo. Digamos por ahora que la característica primordial de esas guerras –y en particular de la segunda– a diferencia de todas las anteriores en la historia de la humanidad, fue la puesta en vigor de una guerra fundada sobre la lógica del exterminio, es decir, en base a un complejo y sofisticado dispositivo tecnológico, diseñado con vista a la destrucción de la población civil, y no ya de cara a una victoria sobre los ejércitos enemigos.
No importa quiénes hayan sido vencedores o vencidos, todos comparten por igual un mismo fin genocida: Guernica, los campos de concentración nazi, los implacables bombardeos aliados sobre la vencida Alemania, las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, y un largo etcétera que se prolonga hasta nuestros días. Pero con el agravante de que la misma lógica de exterminio, desde las dictaduras americanas hasta los peores regímenes de Europa, Asia y África, se dirige contra los propios ciudadanos. Extraña ironía, digamos de paso, que el último terrible terremoto y tsunami ocurrido en Japón se haya abatido sobre el único país que ha sido objeto de un bombardeo atómico por parte de la última gran superpotencia mundial. Los imperios se derrumban, pero la naturaleza no se aflige.
Nos encontramos así con que los dictados de la supuesta democracia que pretende regir los destinos de la primera civilización mundial –sin importar quiénes sean sus agentes políticos, de izquierda, centro o derecha– se hallan pautados por una auténtica máquina paranoica de guerra, la cual opera (¡y es toda una ópera de los infiernos el espectáculo contemporáneo de la guerra!), de una manera tan certera como difusa, contra la amenaza del prójimo (es decir, del que está cerca o próximo), y no ya contra el lejano enemigo, pues cualquier hijo de vecino, por así decirlo, puede llegar a ser enemigo. A este respecto, llama la atención cuando, en la supuesta guerra contra el terrorismo, se dice que el enemigo no está afuera sino adentro, en casa, como recientemente ha sido reconocido de manera oficial por los EE.UU.
Nada de extraño tiene entonces que para defender las ideas del “mundo libre” –todavía se habla en esos términos– se enarbolen los eufemismos de la “seguridad nacional”, las “guerras preventivas”, “las intervenciones humanitarias”. Los mismos dictadores confeccionados y apoyados por Occidente pueden pasar a ser “enemigos de la libertad”, según estén o no amenazados los intereses de las antiguas metrópolis y del vigente imperio norteamericano. Nada de extraño tiene que el campo de concentración de Guantánamo se haya decidido prolongar indefinidamente en su limbo jurídico, en nombre precisamente de la seguridad nacional.
Si la democracia es un supuesto es porque ella ha dejado de ser un proyecto histórico y político para convertirse en un programa sin memoria histórica de adiestramiento social, que está regido por las pautas normativas del Capital. La libertad sólo se mide en términos de los intereses del Mercado, incluyendo la supuesta libertad de expresión. De la misma manera que la democracia ha sido identificada con el capitalismo, así también la libertad es prácticamente sinónimo de producción y consumo. Se puede, por ejemplo, despotricar todo lo que sea contra el capitalismo. En todo caso, lo que cuenta es que el berrinche pueda llegar a ser objeto de una estrategia de mercadeo con vistas a asegurar la venta de un determinado producto, sea material, intelectual o espiritual.
Los indispensables marcos constitucionales que cobijan el derecho a la libertad de expresión cuentan muy poco a la hora de servir de cauce a una auténtica formación intelectual que pudiese poner límites, no ya a las libertades ciudadanas, sino a las estructuras de poder, sean del Estado, del Capital, muy particularmente las del capitalismo financiero, o de aquellas que emergen de la propia “sociedad civil”.
La democracia del nuevo capitalismo universal está ligada a un indistinto afán patológico de normalidad. De este afán o ansia nada ni nadie parece escaparse: desde las reivindicaciones de los sectores sociales discriminados, como es el caso del reclamo matrimonial de las parejas homosexuales, hasta la incorporación en el mundo del consumo de los grupos más marginados.
El punto de partida es la premisa de que todo el mundo desea por igual y tiene el derecho a disfrutar de la misma manera de los beneficios del nuevo amo de la Tierra. Cualquiera, si se lo propone, puede llegar a hacerse rico. De esa manera, además, tendría la oportunidad de no sólo ostentar su riqueza sino de enaltecer el altruismo y pasar la factura de sus gestos filantrópicos. En definitiva, cualquiera puede entrar en el juego delirante de las acciones bursátiles y disfrutar de la fantasía del derroche y la opulencia. O, en todo caso, de lo que se trata es de lograr el dominio de las relaciones públicas, en el plano que sea de la cultura, como reza el título de una reciente columna del New York Times: «Master of Self-Promotion Applies Talents to Other Senate Democrats».
Todas las clases sociales han sido atravesadas por unas idénticas e igualitarias credenciales económicas. En consecuencia, nada de extraño tiene que el imperativo marxista de la lucha de clases se vea reducido a las exigencias salariales, a mejores condiciones de trabajo y al aumento del poder adquisitivo. La axiomatización del cuerpo social por parte del capitalismo ha llegado al punto de ser incluso compatible con la dictadura de un anacrónico Partido Comunista, y a nombre de la democracia popular como es el caso de China.
Es así como el propio capitalismo ha terminado por liquidar los valores culturales distintivos de la burguesía histórica y, con ello, la llamada “ideología” de la clase dominante. Unas expectativas uniformes de vida tienden cada vez más a nivelar la complejidad cultural de nuestro planeta. Se explica así la paradoja de que el más vanidoso y egocéntrico individualismo vaya de la mano de una patética ausencia de distinción. A lo cual hay que añadir el alarmante empobrecimiento de los criterios educativos y el acelerado envilecimiento de los aspectos más elevados de la inteligencia humana, como ponen de manifiesto las nuevas “filosofías educativas” (¡lo último son las “escuelas democráticas”!), así como las técnicas pedagógicas y de “auto-ayuda”. La vestimenta, la gastronomía, los gustos musicales, la lectura, los recursos tecnológicos, los viajes turísticos, las preferencias sexuales… todo ha sido debidamente “democratizado” para allanar el camino de una vocación homogénea: la del mentecato, es decir, la captura mental de los ciudadanos. Palabra que al inglés podría perfectamente traducirse por mind hostage.
Hay que enfatizar que no se trata de un asunto de “lavado de cerebro” por parte de los “medios de comunicación de masa”, como se denunciaba en la década de los ’60 del pasado siglo; ni del “hombre unidimensional” como denunciara Herbert Marcuse en sus justamente afamados libros. No hay ninguna entidad superior conspirando para que las cosas sean como son. Lo que hay es el sometimiento auto-complaciente a las políticas más banales de exaltación de la oferta y de la demanda en nombre, de la diversidad y “multiculturalismo”; y de una modernidad identificada con un estilo de vida –el American Way of Life– que desde las postrimerías de la Segunda Guerra y, muy particularmente, luego del derrumbe de la URSS y del muro de Berlín, es percibido como el mejor de los mundos posibles, y la única alternativa al subdesarrollo y al atraso de los pueblos. He ahí, sin duda, un gran logro del marketing.
Se explica así el maniqueísmo con el que se sigue presentando la guerra en Afganistán: o centro comerciales (ya se habla de “Kabul City”) o mezquitas de talibanes. Mientras, persiste la matanza de hombres, ancianos, mujeres y niños, tildada todavía “daños colaterales”, a título de una guerra contra el terrorismo cada vez más sórdida y silenciada. Pienso que no es nada casual que la destrucción de Afganistán e Irak ocurra precisamente en los territorios de las más antiguas civilizaciones: Bactriana y Mesopotamia.
Sería interesantísimo hacer un estudio comparativo de la historia de la Publicidad desde los inicios del pasado siglo, poniendo en perspectiva los conceptos de Advertising, Public Relations, tal como son diseñados en los EE.UU., gracias al ingenio de un siniestro señor de nombre Charles H. Barnays, y la actual sofisticación tecnológica de la industria publicitaria, como puede ser, por ejemplo, la “democrática” disposición de los espacios cibernéticos de las llamadas redes sociales. Nos encontraríamos con una misma fórmula operativa que puede resumirse así: la satisfacción demagógica del gusto popular (esta magnífica frase es de Pierre Bordieu), y la confección de la demanda en función de las expectativas del mercado (esta frase podría leerse en cualquier manual de mercadotecnia). Nada ni nadie está excluido de esta fórmula de éxito, cuya funcionalidad puede observarse, con particular interés, en la deriva comercial –ligada a los intereses financieros del Grupo PRISA– del una vez prestigioso diario madrileño El País.
Todo se hace en nombre de la sentencia pseudo-darwinista de que te adaptas a los nuevos retos o sucumbes. Las mutaciones semánticas son claras: los pacientes son ahora clientes, los ciudadanos, consumidores, y la relación igualitaria entre hombres y mujeres, padres e hijos, amantes o cónyugues, educadores y educandos, pasa por el eufemismo de la negociación. Y puesto que somos iguales en todo, en vez de “géneros” hablemos de uno solo, identificado con una letra que no existe pero persiste: tod@as.
Estamos entonces ante la interesante situación de que la contradicción fundamental de capital y trabajo, tan profundamente estudiada por Marx, ha quedado diluida en una reveladora paradoja que puede resumirse así: mientras el derecho al disfrute de la panacea del capitalismo está garantizado para todos, la efectiva acumulación de la riqueza y manejo de capital está más y más concentrada en los nichos de poder de una casta privilegiada que tienen en la revista Forbes su más locuaz exponente, y en la revista Vanidades, el consuelo vulgar, bobo y fantasioso de sus (in)felices aspirantes.
La paradoja puede llevarse aún más lejos diciendo que el anhelo de una democracia mundial ha dado paso a una forma civilizada y aceptable de esclavitud que se reivindica, sin embargo, como un ejercicio, no menos apasionado, pero muy poco cultivado, de un liberalismo que proclama: cada cual puede hacer lo que le dé la gana. Para al final comprobar que no importa lo que se haga a nadie le importa nada.
Este insulso liberalismo no la hacen solamente personas comunes y corrientes, sino escritores célebres como Mario Vargas Llosa, por más matizada y solemne que sea, como es de esperar, su defensa de la libertad. Si se leen con atención los artículos de este premio Nobel latinoamericano, puede uno percatarse de que hay en su escritura un pensamiento cada vez más débil, muy estrecho de miras, no ya por sus posiciones políticas “reaccionarias” (¡consecuentemente reaccionario era el gran Jorge Luis Borges!), sino por su decisión de no considerar nada que no sea la oportunidad de sacar en cara frente a la “opinión pública” las bondades del neo-liberalismo y las desgracias de las “izquierdas”. Todo sucede como si el innegable virtuosismo literario del laureado escritor hubiese sido puesto al servicio de un periodismo insípido y deslumbrado con las aspiraciones más mediocres de la supuesta democracia contemporánea, la cual se basa casi exclusivamente en la competencia mediática de la imagen y en la contienda electoral de los partidos políticos.
Nos referíamos al comienzo de este escrito al desgaste de la función simbólica del lenguaje y a la importancia que tiene, frente a ello, conocer, estudiar y atesorar las palabras. Las palabras son, en efecto, la puesta en vigor de nuestra potencia intelectual y afectiva. Por eso es lamentable observar, como bien ha dicho José Luis Vega en un luminoso artículo, «la angustia del desposeído de sí mismo que anda por la vida hablando a duras penas, buscando en el fondo de su impotencia las palabras adecuadas para decir lo que quisiera decir y no puede».
Concluyamos esta vez recordando que hay que distinguir las palabras del discurso en el que ellas se enuncian. Un discurso no es sólo una manera de hablar. Un discurso es, sobre todo, una manera de cautivar y ejercer un determinado ejercicio de poder. Un cautiverio que no es tanto el de la elocuencia como el de la promulgación; y un poder que envuelve la disposición de un particular marco institucional. A este respecto, una de las más importantes aportaciones de Jacques Lacan es su planteamiento de que hay, en efecto, un discurso capitalista con todas las de la ley, y no ya sólo un modo de producción económico que lo sostiene, incita y promueve. Me pregunto hasta qué punto este discurso capitalista ha tomado el relevo del discurso del Tercer Reich. En uno y en otro discurso, y cito aquí a Víctor Klemperer en su libro LTI La lengua del Tercer Reich, «las palabras pueden actuar como dosis ínfimas de arsénico: uno las traga sin darse cuenta, parecen no surtir efecto alguno, y al cabo de un tiempo se produce el efecto tóxico».
¿No será el discurso capitalista el discurso de un Cuarto Imperio el cual, en profundo contraste con la locuaz y abominable uniformidad del régimen nazi, se impone pero de manera inocua e imperceptible y, por tanto, con un grado mucho mayor de eficiencia y eficacia? En el mencionado libro, el autor llama la atención sobre cómo, luego de la derrota del nazismo, y ante «la necesidad de extirpar la ideología del fascismo», el discurso de la reinstalación de la democracia en la Alemania liberada se regía por las mismas fórmulas que el régimen derrocado. En este sentido, Klemperer se refiere, a propósito, al «lenguaje del Cuarto Reich».
Tomar el relevo discursivo significa: ocupar el lugar locutorio y promulgador de aquello mismo que se combate y denuncia. Así, pues, de la misma manera que los oprimidos suelen identificarse con sus opresores, y llegado el momento, pueden llegar a ser aún más déspotas que aquellos a los que sirvieron, así también el discurso de la libertad del capitalismo democrático puede degenerar en un anhelo de servidumbre, tan violento y furibundo como ignorante de su propia condición.