El tamaño de la esperanza: sobre Escrituras en contrapunto
Siempre me ha producido una extraña perplejidad la presentación de un libro. Ahora, sin embargo, esa perplejidad se hace más densa. Se podría pensar que la presencia del libro cumple una función metonímica. De una forma u otra, cerca, inevitablemente, se encuentra la sombra del autor. En este caso, la cuestión se complica porque al tratarse de un conjunto de estudios de diferentes autores, estamos muy lejos de presentar, de colocar bajo el foco del presente, una unidad individualizada, un conjunto de páginas asociadas con una personalidad. A menos que esa personalidad compleja, múltiple, contradictoria, sea la literatura puertorriqueña. Pero tampoco puede presentarse esa literatura, como una hidra que solo asedia al que la busca, sino mediante una convocatoria que conjura la ausencia con vocación de constituirse también en aquello que llama. Nos enfrentamos ante una verdadera colectividad de trabajos críticos diferenciados, elaborados con arte, todos en pujanza para ofrecernos la figura de una formidable cordillera.
Sobre este aspecto quiero insistir. Si presentar un libro tiene la función de una invitación a leer, es decir, a una actividad inevitablemente posterior a este momento, en este caso tal función tiene una amplitud muy especial y debo explicar por qué.
Alienta la lectura de este enorme texto. Una enormidad, 824 páginas, que no debe amedrentar al lector en esta época de intensa aceleración y de lecturas livianas. Por el contrario, el tamaño del libro podría asociarse con el tamaño de una esperanza. Vivimos en una época de profunda crisis social, de acentuada desmoralización y desmovilización colectiva. Presentar este libro, formado por una colectividad de esfuerzos, alienta porque tiene el efecto de ausentar de alguna manera el duro peso de la crisis económica y permitir una mirada fresca con un fuerte ingrediente histórico-cultural. En uno de sus artículos, Yolanda Martínez-San Miguel, nos recuerda que en el 2003 según los datos censales, la población puertorriqueña en Estados Unidos superó la población de la isla.
La crisis económica actual, con esa mordida terrible que le ha dado al país desde marzo de 2006, ha acentuado dramáticamente el proceso migratorio. El año pasado, 2014, dejaron la isla unas 84,000 personas. La cifra más alta, según la prensa, en la historia de Puerto Rico. Por eso insisto en destacar el efecto de esperanza de este libro en ese contexto de amplia desolación. Alienta, insisto, ejercer la lectura por los espaciosos paisajes de miradas exigentes y teóricamente bien armadas sobre tantos procesos de creación artística relacionados con el transcurso de la literatura puertorriqueña, tanto al interior como exterior de la isla.
Debido a que el libro tiene una configuración muy compleja y exigió un notable esfuerzo de armadura, creo oportuno presentar a los artífices de la encomiable tarea, a los editores: Marta Aponte Alsina, Juan G. Gelpí y Malena Rodríguez Castro. Merecen un aplauso. Si es posible presentar con alguna coherencia un texto tan complejo, se debe a capacidad de los editores de colocar con pertinencia las diferentes investigaciones que componen el libro. Además, les debemos un orientador prólogo que ofrece una precisa y organizada visión de conjunto, que si la leen, podrían concluir que mi presentación no tiene realmente mucha pertinencia. Me toca referirme a las primeras dos secciones del libro: “Especificidad y heterogeneidad de la literatura puertorriqueña” y “Lecturas y relecturas de textos y autores”. Es decir, las primeras 362 páginas del libro.
La primera sección está compuesta por cinco ensayos que en su conjunto ofrecen un racimo de miradas sobre aspectos destacados del extenso viaje literario que va desde el nebuloso umbral de los orígenes hasta entrado el siglo XXI y tocar las orillas del momento actual. El ensayo de Rafael Bernabe, el primero, “’Por qué ahora la palabra: la crítica romántica de la modernidad en la literatura puertorriqueña del siglo XX”, se enfrenta a autores muy diversos que van desde Antonio S. Pedreira a Juan Flores, de Pedro Albizu Campos a Ana Lydia Vega, o de Luis Muñoz Marín a René Marqués. Sin anular las diferencias entre autores tan dispares e incluso antagónicos, enlaza su diversidad en la “protesta romántica contra el reino del valor de cambio” y destaca una comunidad en la diferencia como “una dimensión que atraviesa buena parte de la literatura puertorriqueña”. El ensayo alumbra relaciones sorprendentes entre escritores y escritoras que se suelen pensar desconectados por distancias abismales.
Carmen Centeno Añeses, en “El ensayo puertorriqueño contemporáneo: nuevos paradigmas y debates”, también ofrece un amplio panorama de las coordenadas de esta importante forma literaria, con sus distancias y apegos al referente histórico. Después de destacar un conjunto notable de escritoras y escritores que se han valido del ensayo con éxito, concluye que en términos generales, salvo algunas excepciones, “un grupo centra su mirada mayormente en el mundo europeo y el norteamericano, como influjo de las investigaciones anglosajonas con las que sostienen mayor contacto”. (57)
Por su parte, Ivette López Jiménez, en “La poesía femenina en Puerto Rico: del siglo XIX a ‘los setenta’”, lleva al lector en un amplio viaje en el que se encontrará con figuras olvidadas, otras relativamente marginadas, junto a aquellas que han descollado y mantienen una presencia continua y en ascenso, como es el caso de Julia de Burgos. Sucede algo importante con estas miradas panorámicas que colocan las cumbres en un contexto mucho más rico y permiten equilibrar la mirada, dándole pertinacia a la conclusión del ensayo: “Ver en conjunto poco más de ciento cincuenta años es un aprendizaje, un asombro, una esperanza”. (94)
Con el ensayo de Aurea María Sotomayor, “Cartografía de prácticas y poéticas urbanas en la poesía puertorriqueña contemporánea: lugares pensados en futuro y ‘poesía del lugar’”, el lector enriquece su visión de la trayectoria poética puertorriqueña con atinadas observaciones sobre seis poetas: Che Melendes, Esteban Valdés, Ivonne Ochart, José Raúl González, Guillermo Rebollo Gil y Urayoán Noel. Si bien entre los poetas estudiados existen profundas diferencias, y sus voces son muy variadas, las referencias espaciales permite percibir la existencia de una comunidad. Sotomayor apunta que en el diálogo de esta poesía “con formas nuevas de habitar el lugar”, sus habitantes “habitan el futuro”. La poesía se mueve desde el lirismo hacia la performatividad y se desplaza, en diálogo enfático, hacia otras formas artísticas.
Esta primera sección cierra con el ensayo de Yolanda Martínez San Miguel: “Diáspora, migración y literatura puertorriqueña”. Martínez San Miguel considera un conjunto considerable de autores “como parte de un corpus común, que define lo boricua como una identidad translocal y diaspórica”. Observa cómo se transforma la experiencia migratoria, desde la nostalgia, pasando por la guagua aérea, el vínculo entre homosexualidad y exilio, hasta la afirmación de una identidad que ocurre en el inglés y oscila entre los dos idiomas. “La migración –concluye Martínez San Miguel-, deja de ser un tema exterior al relato, para convertirse en otro de los ejes que movilizan la trama; la melancolía se abandona porque el exilio no se ve necesariamente como una pérdida, sino como una dimensión más de la experiencia caribeña puertorriqueña, o un fenómeno histórico que ya ha elaborado su propio imaginario”. (172)
La segunda sección del libro se titula: “Lecturas y relecturas de textos y autores”. Está compuesta por siete ensayos. El primero es de Eduardo Forastieri-Braschi, “Prisma de El Gíbaro y de Manuel Alonso: sobre los olvidados orígenes de la literatura puertorriqueña”. Forastieri-Braschi cuestiona la extensión a las condiciones puertorriqueñas del paradigma de la ciudad letrada de Ángel Rama. Por ser un ensayo que intenta dilucidar las condiciones de nacimiento de nuestra literatura y al mismo tiempo elabora la dificultad de su proyección y continuidad histórica, el ensayo provoca al lector con la proyección en el tiempo de las implicaciones del origen: “la alianza inaugural de su primer debate entre antiguos y modernos; es decir, que, a partir de aquel primer debate, las continuas contiendas entre las generaciones literarias en la Isla ya tendrían un precedente para conciliar gratitudes y recelos en un mismo prisma de historia cultural”. (207)
El ensayo de Marta Aponte Alsina, “El horror de los comienzos: La antigua sirena, de Alejandro Tapia y Rivera”, propone una sugerente lectura de lo alegórico en la novela de Tapia. El propio autor afirmó su deseo de no escribir una novela histórica o una novela de costumbres, e insistió en el carácter fantástico de su leyenda, considerándola una alegoría. Después de un delicado análisis, Aponte Alsina concluye que el texto “se acerca más a un réquiem por un pasado en ruinas que a la ‘resurrección’ de una historia nacional”: “La lectura alegórica obra, tal vez, como un exorcismo ante el horror de los orígenes. Las alegorías son, para el pensamiento, lo que las ruinas para el reino de las cosas”. (245) Podría decirse que Alejandro Tapia se valió de sus conocimientos históricos para proponer en La antigua sirena, en lugar de una “resurrección del pasado”, alivianar su peso con “su eterno descanso” y “divisar la posibilidad de un futuro regido por virtudes cívicas”. (246)
Zaira Rivera Casellas, a su vez, nos ofrece otro estudio del mismo autor: “Exilio y delirio en la construcción de la ciudad letrada caribeña de Alejandro Tapia Y Rivera”. Focaliza su análisis en La cuarterona y afirma que Tapia, como intelectual en pugna con el poder, aunque ya perteneciendo a la ciudad letrada, organizó “un nuevo pacto simbólico de la realidad caribeña, pero también traza las fronteras y bosqueja los límites de esa reconfiguración social y racial entre los emergentes sujetos nacionales”. (272)
Crítica y expresión estética se entrelazan de una manera compleja en el ensayo de Efraín Barradas: “El retrato como autorretrato o Luis Rafael Sánchez lee a Emilio S. Belaval”. Barradas trabaja con el estudio de Sánchez sobre Belaval, su tesis doctoral, pero dándole al texto una torsión para estudiar a Sánchez a través de su estudio de Belaval. Observa también que la prosa del estudio de Sánchez se acerca más a su estilo narrativo que a la “típica exposición crítica de una tesis doctoral”. (281) La conclusión es decisiva: “El análisis le sirve de espejo al crítico”.
Una relación diferente, pero también cargada de sugerencias, se encuentra en el ensayo de Rubén Ríos, “La nación más transparente: René Marqués y la Dama de Occidente”. “A diferencia de Albizu, –nos dice Ríos– quien organiza una acción política para la toma del poder, el nacionalismo de René Marqués se nutre en gran medida de su impotencia, deriva una buena parte de su fuerza de la neurosis de la represión”. (300) Ríos, a su vez, centra su análisis en la única pieza de Marqués para el movimiento y el gesto que nunca se representó: Juan Bobo y la Dama de Occidente, publicada en 1956, como una crítica al concepto de universidad como casa de estudio, del entonces rector Jaime Benítez. Apoyado en conceptos del sicoanálisis, como el semblante, Ríos critica el gesto moderno erróneo del desenmascaramiento cuando considera que hay un rostro desnudo, sin máscara que queda al descubierto. La fobia a la opacidad de lo literario en Marqués o la posibilidad de la visibilidad absoluta queda desmentida por ese exceso que el sicoanálisis denomina semblante que desmiente la transparencia.
En “Testimonio e imaginación. Las crónicas de los ochenta de Edgardo Rodríguez Juliá”, de Gabriela Tineo, el lector recorre las transformaciones de la novelística de Rodríguez Juliá hasta llegar a los designios del cronista. Autobiografía y biografía nacional se ajustan y Tineo observa que el sujeto magisterial, que afirma no poder desaparecer de la crónica porque él es la crónica, “aligera el peso de la autorrepresentación en beneficio del robustecimiento de la valoración del pasado y el presente individual y familiar a la luz de las coordenadas del pasado y el presente compartidos”. (336)
Por último, en el ensayo “La deriva del quedado: escritura y escombros en la obra de Eduardo Lalo”, Francisco Javier Avilés relaciona los textos de Lalo con el paradigma cínico, con el flaneur baudelairiano estudiado por Walter Benjamin. El discurso menor de este autor, nos dice, asiste a su despoblamiento y a la singularidad de un enunciante que toca su interioridad al vaciarse. Se trata de una obra que postula la práctica cínica clásica de la filosofía como experiencia que fluye en la intemperie. En tiempos de la globalización en que las ciudades quedan vaciadas de su singularidad, “la ceguera es la nueva hegemonía”.
Cierro así los primeros dos ciclos de Escrituras en contrapunto con la reiteración del reconocimiento a los editores por la delicada y exitosa tarea de colocar estos textos críticos en un orden que ilumina el diálogo y empuja la conexión de los textos, con acentuadas divergencias y encuentros fértiles hacia la visibilidad de un corpus de notable riqueza realmente esperanzador.