En el Río Piedras de los años 70: Un pequeño colectivo danzante
Para Alicia y Alfonso
Mi carrera de danza en Ballets de San Juan quedará siempre asociada a las calles de Santurce y de San Juan,[i] pero en los años 70 para mí el centro palpitante fue Río Piedras. Es una ciudad de la cual guardo imborrables recuerdos de mi familia íntima, y de mis estudios secundarios y universitarios. En 1973 cuando decidí abrir mi propia escuela de baile atravesábamos un nuevo momento histórico, tiempos políticos y culturales distintos en todo Puerto Rico y en la diáspora. Fueron años particularmente intensos en la ciudad de Río Piedras con un nuevo diálogo entre artistas, escritores y estudiantes. Se crearon muchas oportunidades para repensar las relaciones entre arte y política. La danza, el teatro y la música eran poderosas maneras de reflexionar y de intervenir en la vida pública. No pretendo aquí historiar ese proceso. Sólo quiero compartir un testimonio personal.
La Escuela de Baile Alma Concepción se ubicó brevemente en la calle Las Marías en Hyde Park, pero muy pronto pasó a ocupar los bajos de nuestra casa en Santa Rita, en la calle Humacao #1113. El barrio de Santa Rita, a los pies de la Universidad de Puerto Rico, era entonces un hervidero estudiantil y Río Piedras un mundo en movimiento, con su ritmo contagioso y su gran diversidad, incluidas las desigualdades sociales. Recuerdo especialmente algunas calles, como la Madrid, Manila, Amalia Marín y Borinqueña, donde cada casa tenía su propio estilo. Muchas de ellas se habían convertido en casas de hospedaje donde los estudiantes hilvanaban sus sueños y su visión del mundo.
Caminando por sus calles y subiendo por la Celis Aguilera pronto aparecía el casco de Río Piedras con la Plaza y su Iglesia del Pilar, el Cine Paradise, la calle De Diego y la Plaza del Mercado. En su próspera área comercial había de todo: carros públicos, correo, farmacias, oficinas, tiendas de todo tipo, fondas y restaurantes donde acudían estudiantes y profesores. Ya se iba formando una importante comunidad dominicana. Era una ciudad de vibrante sonoridad, llena de música que venía de la radio y, en aquella época, también de los cassettes y los discos de vinilo.
En el contexto en el que escribo –de pandemia, encierro, Zoom y mascarillas– recuerdo con añoranza mis caminatas y diálogos por Santa Rita. Me gustaba hacer una parada en la librería La Tertulia y también saludar a los amigos y vecinos, entre ellos, Ruth Hernández, Ana Lydia Vega, Robert Villanúa, Consuelo Gotay y años después a Roberto Otero. Imposible olvidar las veladas en nuestra casa de la calle Humacao en las que Arcadio y yo nos reuníamos con amigas y amigos como Ángela María Dávila, Luis Rafael Sánchez, Luz Minerva Rodríguez, Ángel Quintero Rivera, Marcia Rivera, Gervasio García, Lydia Milagros González, Antonio Martorell y Rosario Ferré. Una imagen perdurable de aquellas noches: nuestra hija Alicia todavía hoy nos cuenta la impresión profunda que le dejó la figura de Ángela María quien declamaba y cantaba, pero antes de hacerlo se quitaba los zapatos y quedaba descalza. En una de aquellas tertulias recuerdo haber conocido a Sarah Hirshman, fundadora del ejemplar programa Gente y Cuentos al cual me uní como facilitadora años más tarde. Santa Rita era, además, el lugar donde nuestro hijo Alfonso recorría sus calles, muchas veces a pie, para acudir a sus clases en la Escuela Elemental e Intermedia de la Universidad. Regresaba siempre contando de las clases de coro, y de su interés por el básquet y por la nueva tecnología.
Pero vuelvo ahora a la Escuela de Baile Alma Concepción, en los bajos de nuestra casa. Era minúscula, pero tenía mucha personalidad. Para preparar el pequeño estudio, Ana García me recomendó a don Agustín, el carpintero que había construido los pisos de Ballets de San Juan, pisos especiales con especificaciones precisas para su uso en la danza. Lo que me viene ahora a la memoria es cómo don Agustín trasladó, midió y colocó las tablas de madera sobre el cemento de forma que amortiguaran el impacto de los cuerpos. Colocó una barra y los espejos, todo con gran cuidado artesanal y maestría impecable. Escogí carteles, fotos, música y libros de danza, y el pequeño estudio quedó listo. En lugar destacado colgué el hermoso logo que me regaló el Maestro Lorenzo Homar.
El estudio tenía dos puertas, una daba a una pequeña sala de recibo y la otra al salón de clases. El primer año los fundadores de CEREP (Centro de Estudios de la Realidad Puertorriqueña) compartían la sala de recibo. CEREP era una nueva generación de investigadores e historiadores universitarios, amigos nuestros. Necesitaban un espacio de encuentro y discusión para comenzar a organizarse y fue así que alquilaron mi pequeña sala. Mi amiga, la poeta Vanessa Droz, entonces estudiante universitaria, coordinaba los trabajos de CEREP. Del otro lado de la puerta, bailábamos al son de música clásica, de jazz o española (¡con taconeo y castañuelas!) Todavía no sé cómo hacía Vanessa para poder trabajar.
La visión que yo tenía como bailarina y directora de la Escuela –el conocimiento de lo tradicional así como el fomento de nuevas expresiones– me planteaba cuáles eran las limitaciones y cuáles las posibilidades para su cumplimiento. Yo me había formado en Ballets de San Juan en el ballet clásico y el baile español. Pero en los años 70 pertenecía simultáneamente al Taller de Histriones, donde se estaba creando otro lenguaje teatral, corporal y plástico. La fundadora y directora del Taller fue Gilda Navarra, a quien considero mi mentora, como lo fue de muchos de los actores que estudiaron con ella en el Departamento de Drama de la Universidad de Puerto Rico.
Los años 70 encuentran a Gilda en toda su plenitud. Mi mayor fuente de inspiración fue la renovación que ella llevó a cabo con sus mimodramas, donde el cuerpo encarnaba la palabra. Gilda no sólo era una estudiosa de las tradiciones teatrales y visuales, sino que también era muy consciente de la necesidad de preservar la memoria artística, y más tarde se ocupó de publicar libros sobre su propia obra.[ii] Quizás no se ha insistido lo suficiente en su intensa pasión por estudiar a fondo las fuentes iconográficas y literarias que la inspiraban.
Había una diferencia decisiva entre Histriones y las compañías de ballet clásico. En las de ballet, por lo general, se aspira a perfeccionar un repertorio prestigioso ya establecido. Para Gilda y para nosotros en Histriones lo que estaba en juego era asumir el reto de inventar juntos un lenguaje corporal, inmersos en una tarea común, a partir de la literatura, de la música o de las artes plásticas. Los mimos se movían en silencio, pero la música y la palabra dicha, leída o cantada eran centrales. Mediante la improvisación colectiva se iban creando movimientos e imágenes gestuales que eran el resultado del trabajo imaginativo, de la disciplina y del pensamiento. Entre los mimodramas que me impactaron profundamente recuerdo “Ocho Mujeres” (basado en “La casa de Bernarda Alba” de Lorca), “Abelardo y Eloísa”, “Asíntota” y “La mujer del abanico.” Imborrables también fueron las múltiples colaboraciones y la creatividad de los actores-mimos de Histriones, quienes sabían cómo abrir nuevos caminos.[iii]
Hago un paréntesis para recordar que en Puerto Rico en aquellos años las vanguardias estuvieron casi siempre vinculadas a la reinvención de la sociedad y al trabajo colectivo. Artistas de diversas disciplinas marcaron una importante corriente en su concepción de lo que significa ser artista y en su valoración del arte como herramienta de transformación social. En el centro de mis recuerdos está la creación de lugares de trabajo colectivo, o talleres, donde la dedicación al oficio propiciaba el diálogo y un desarrollo más democrático. Es decir, que las obras no estaban creadas para ser piezas de museos, sino para compartir una visión estética y crítica de la realidad. Se destacaron, entre otros muchos, el Tajo del Alacrán, el Taller Bija y el Taller de Histriones. De algún modo siempre estuvo presente el modelo del Taller de Artes Gráficas del Instituto de Cultura Puertorriqueña donde impartían sus saberes Lorenzo Homar, Rafael Tufiño y otros artistas.
Quiero detenerme en el significado que fue adquiriendo la palabra taller en relación con la danza. A diferencia de una compañía –que generalmente es una empresa jerárquica con un cuerpo de bailarines bajo la autoridad de una directora o director– un taller de danza es una agrupación donde los bailarines mismos adquieren voz y dan forma al movimiento. Los lazos de colaboración y aprendizaje crecían juntos. Durante mis años en Histriones, para mí fue un verdadero privilegio aprender en la práctica el enorme potencial que ofrece el arte colectivo a la reflexión sobre el mundo que nos ha tocado vivir.
Entre 1973 y 1977, cuando presenté mi renuncia a Ballets de San Juan por discrepancias artísticas y laborales, me mantuve enseñando en la Compañía al mismo tiempo que era miembro del Taller de Histriones. Coreografié dos piezas para Ballets de San Juan: “Tiempo de Bolero” con música de Joaquín Rodrigo (1974) y “Bagatelles” (1976) con música de Rafael Hernández. En el Taller de Histriones escenifiqué el coreodrama “Atibón-Ogú-Erzulí” (1979), inspirado en mitos afro-caribeños. Esa pieza fue un proyecto auspiciado por Actividades Culturales de la Universidad de Puerto Rico entonces bajo la dirección de Jorge Rigau. Durante un año trabajamos mediante improvisaciones en el espíritu colectivo del Taller. “Atibón” reunió a Gilda Navarra, Antonio Martorell, Emmanuel (Sunshine) Logroño, Ángela María Dávila, Enrique Benet y a los maravillosos integrantes de Histriones.[iv] Algunos de los primeros ensayos tuvieron lugar precisamente en mi Escuela de la calle Humacao.[v] Todavía conservo los cassettes de la música que compuso Sunshine en colaboración con Félix Febo, Iván Martínez y Víctor López.
El proyecto de una escuela en los años 70 significaba para mí un gran reto. Partí de un terreno conocido, con clases de ballet y baile español, pero sabía que no quería limitarme a ellas. Aspiraba a que los estudiantes pudieran nutrirse de muchas experiencias. Fui muy afortunada porque pude ir organizando la Escuela de forma colectiva gracias al apoyo desinteresadísimo de muchas maestras y artistas que contribuyeron con su tiempo y su talento a crear un currículo creativo. Por otra parte, en 1978 el Ballet Nacional de Cuba hizo una serie de presentaciones en Puerto Rico. Mis reflexiones sobre esa Compañía me animaron a repensar las relaciones entre arte, política y sociedad. Y marcaron el comienzo de una serie de escritos sobre diversos aspectos de la danza.
La Escuela de Baile no pretendía formar bailarines profesionales. La imaginé más modestamente con el deseo de compartir y entender el arte desde nuevas perspectivas, y con el fin de suscitar respuestas creativas de parte de los estudiantes. Ni antes ni después pensé en fundar una compañía. Lo que sí se fue construyendo, y me proporcionó gran alegría e inspiración, fue una pequeña comunidad de artistas comprometidos con la danza y con el país. Fueron decisivos el encuentro, el diálogo, y la colaboración de muchos amigos, maestros y artistas.
Uno de los vínculos que me unía a las maestras, a las familias y a los amigos de la Escuela era la sintonía con todo lo que estaba ocurriendo dentro y fuera del país. La década de los 70 en Puerto Rico y en la diáspora, fue escenario de procesos muy complejos, de debates y cuestionamientos. Eran los años de la Guerra de Vietnam, de luchas contra el servicio militar obligatorio, de manifestaciones estudiantiles en la Universidad contra la maquinaria militar del ROTC, de los asesinatos de Antonia Martínez y Adolfina Villanueva, de los cuerpos y las vidas en peligro en los rescates de terrenos, de huelgas, de protestas contra la Marina en Vieques, y de los estremecedores asesinatos en el Cerro Maravilla. Los debates acerca de la Revolución cubana, de las dictaduras militares en América Latina, y de la contracultura norteamericana suscitaban nuevos planteamientos políticos y culturales. Todo eso influía de distintas maneras en nuestra concepción y práctica del teatro y de la danza.
En Puerto Rico la cultura se vio fecundada por escritores, músicos y artistas como Rosario Ferré, Luis Rafael Sánchez, Juan Sáez Burgos, Myrna Báez, Antonio Martorell, José Alicea, José Rosa, Néstor Sambolín, Lucecita, Antonio Cabán Vale (El Topo), Danny Rivera, las composiciones de Ernesto Cordero y las cantoras y cantores de la Nueva Canción. Los artistas de los años 70 no sólo fueron testigos de su tiempo sino cuestionadores de su sociedad. Se sintieron libres para romper con las normas y el orden establecidos desde una expresión y una voz propia.
Fueron tiempos en que la danza teatral, con maestros y directores como Lolita San Miguel (Ballet Concierto), Ramón Segarra (Ballet Puertorriqueño), Petra y Otto Bravo (Ballet 70) alcanzaron un lugar prominente. Las maestras María y Carlota Carrera, así como las enseñanzas de José Parés, inspiraron a una generación de bailarines, y el Municipio de San Juan fundó el Ballet Municipal, dirigido por Juan Anduze. En 1973 se fundó la Asociación de Maestros de Baile, a la cual pertenecí, con el propósito de unirnos y colaborar en el mejoramiento de la docencia. La Asociación invitó a Lolita San Miguel, Ramón Segarra y Carmen Segura, entre otros. Quiero recordar, además, la fecunda tarea docente de la bailarina Nana Hudo, fundadora del Balleteatro Infantil.
Es importante destacar que a finales de la década surge la danza experimental con Pisotón, grupo fundado por Petra Bravo y Viveca Vázquez, al cual se integraron Awilda Sterling, Gloria Llompart, Jorge Arce y Maritza Pérez. Al mismo tiempo, varios géneros populares como la bomba, la plena y la salsa tuvieron un gran auge. Recuerdo la gran aportación de la bailarina y actriz Sylvia del Villard quien abrió caminos importantes en la representación y difusión de la cultura afropuertorriqueña.[vi] Un lugar crítico, y decisivo en sus cuestionamientos, tuvieron los nuevos colectivos de teatro como el del Tajo del Alacrán, el Teatro Anamú, y el Teatro Pobre de América.
Río Piedras fue sin duda un lugar clave. Era uno de los centros de actividades musicales y danzarias tanto en la Universidad como en festivales y presentaciones callejeras. Tal vez los jóvenes de hoy no puedan imaginar la riqueza de aquella época, y el papel central de Río Piedras en el frente cultural, político y educativo con sus librerías y circulación de publicaciones como Claridad y La Hora, y sobre todo como punto de enlace con San Juan y con los pueblos de la isla. Tema aparte sería contar la importancia que tuvo Río Piedras para miles de estudiantes que descubrieron en ella un universo intelectual y artístico. Años después fue una enorme tristeza ver desaparecer aquellas calles y lugares tan venturosos consumidos por la destrucción y el abandono a partir del desplazamiento de sus negocios por los centros comerciales y luego por la construcción del Tren Urbano. Afortunadamente en estos últimos años hay una nueva generación que se ha impuesto la tarea de rescatar a Río Piedras y revitalizarla.
De vuelta a mis memorias de la Escuela, recuerdo que al pensar en un currículo sentí que por primera vez podía trabajar con total autonomía artística. No así autonomía fiscal– aunque fue la primera vez que pude aportar una entrada razonable a la canasta familiar. Pero en Puerto Rico no se podía vivir de la práctica de la danza. Como se dice, se vivía para la danza, pero no se podía vivir de la danza. Desafortunadamente, tampoco en el 2021. En realidad al día de hoy, hay un Conservatorio de Música y una Escuela de Artes Plásticas y de Diseño, pero nada comparable para la danza.
Es importante reconocer que la Universidad de Puerto Rico ha ofrecido a través de los años clases de danza y de pantomima, clases que en el presente han sido reducidas por drásticos cortes presupuestarios. Por otra parte, tenemos que agradecer a Petra Bravo y a Viveca Vázquez –a quienes muchísimos bailarines deben su formación– su inspiradora labor como profesoras en los cursos de danza de la Universidad durante décadas. Es una labor que no ha sido suficientemente reconocida. Muchos de esos bailarines han pasado a formar parte de los grupos que dirigen Petra (Hincapié) y Viveca (Taller de Otra Cosa). Otra importantísima fundación fue la del Bachillerato en Danza de la Universidad del Sagrado Corazón, único en Puerto Rico, que ha ofrecido a estudiantes y maestros la oportunidad de mayor estabilidad. Nuestro sistema educativo a nivel elemental y secundario –con honrosas excepciones como la Escuela de Ballet Julián Blanco y las Escuelas de Bellas Artes de los Municipios de Carolina y Barceloneta– ofrece pocas oportunidades para la creatividad y la disciplina que asociamos con la danza y el movimiento. Habría mucho más que decir sobre la presencia, pero también sobre la ausencia de la danza en las instituciones educativas.
Pero volviendo ahora al currículo de mi Escuela, no había pensado en ofrecer clases de pre-ballet, pero mi hija Alicia, que entonces contaba con 3 años, me anunció que ella iba a venir a las clases. Yo no tenía experiencia en la enseñanza de niños menores de 7 años. Sin embargo, antes de mi renuncia a Ballets de San Juan participé en un entrenamiento con Virginia Tanner y su Artists in the Schools Program. Tanner había creado un currículo diseñado para desarrollar la imaginación y la creatividad de los niños. Así fue que añadí una clase basada en su método. La enseñaron mis discípulas Sahyly Martínez y Margarita Aybar. Marisol Carlo y Sonia Yumet se encargaron de las clases de ballet principiante e intermedio y Raquelita Amézaga me reemplazó cuando tuve que ausentarme.
Poco a poco se fueron incorporando otras disciplinas al currículo. Gilda Navarra fue la primera que enseñó pantomima. Luego se sucedieron mis compañeras actrices Anamía Reyes, Wanda de la Cruz y Provi Seín. La clase de jazz estuvo a cargo de Legnaly Villafañe y Jennifer Roesslein. Nivia Rodríguez enseñó fundamentos de música. Tuve el enorme privilegio de contar con la colaboración de Petra Bravo para las clases de danza moderna. Petra, como he apuntado antes, ha sido una de las figuras más sobresalientes en el desarrollo de la danza en Puerto Rico por sus aportaciones al ballet, y a la danza moderna y experimental. La extraordinaria actriz Luz Minerva Rodríguez enseñó la clase de movimiento dramático. Luz Minerva, lectora de gran inteligencia, fue una de las actrices más destacadas de su generación tanto por sus interpretaciones de teatro clásico, del Siglo de Oro español, y de pantomima en el Taller de Histriones. Fueron años en que se cimentaron redes afectivas que han prevalecido a pesar del tiempo y la distancia.
Pero al currículo había que añadir también el trabajo administrativo que permitiera que los asuntos diarios se pudieran llevar a cabo. Sahyly Martínez, estudiante de la Universidad en aquellos días, vino a tomar clases de danza y me ayudaba en algunos aspectos administrativos. Paso a paso su presencia se fue haciendo imprescindible. Ya CEREP no estaba en la sala de espera y Sahyly se instaló allí para recibir a los padres y a las estudiantes y organizar el horario de clases. Fue además mi asistente en la docencia. Aparte de su sensibilidad artística, ordenó y preparó mis libros para prestarlos a las alumnas y organizó el archivo. Fueron trece años en los que el estudio no hubiera podido sobrevivir sin ella.
Mis alumnas y yo decidimos reunirnos en pequeños talleres para trabajar en la exploración de nuevas perspectivas coreográficas y de un vocabulario corporal producto de la Escuela. A ese taller pertenecieron, además de las maestras que he mencionado, Vilma Santiago, María Socorro Cabrero y Sonia Daubón. Cuando en 1982 mi familia y yo decidimos mudarnos a Princeton, New Jersey, Sahyly Martínez y Provi Seín se encargaron –como maestras y administradoras– de que las puertas de la Escuela quedaran abiertas por tres años más.
Para nosotras era importante tener en cuenta las preocupaciones y las expectativas de la gente, prestar oidos a la música que se estaba componiendo y a la que se estaba escuchando –aunque fuera norteamericana– porque si la estaban escuchando era porque sintonizaban con ella. Fue importante el diálogo, y para mí como maestra, mantener abiertas las vías de comunicación. Era un aprendizaje constante.
Se fue consolidando un pequeño colectivo danzante. En el espacio de la Escuela se construyeron nuevas conexiones. Recuerdo con mucho placer las conversaciones con los padres y con mis estudiantes Malena Rodríguez y María Antonia Ordóñez. Conté, además, con el generoso apoyo de Carmen y Chelo Vázquez, Antonio Martorell, Ernesto Cordero, Jorge Rigau, Ángel Quintero, Gloriela Muñoz, y Enrique Trigo Tió, entre otros. Éramos compañeras y compañeros en las mismas búsquedas. Tengo además una deuda de gratitud con Cilia, Elsa y Orfilia Libreros, quienes nos ayudaron a cuidar a nuestros hijos durante todos esos años.
Recuerdo siempre a muchas de las alumnas que fueron creciendo durante los años en que el estudio estuvo abierto. En la calle Humacao 1113 en lugar de recitales propiamente preferíamos organizar representaciones sobre el progreso de las estudiantes y sobre las metas que nos habíamos trazado. No todas las estudiantes de la Escuela se dedicaron a la danza, pero muchas han seguido conectadas a las artes, a la crítica y a la docencia. Tengo muy presentes a Marisol Carlo, Alejandra Martorell, Jessica Gaspar, Lolita Villanúa, Mareia Quintero, Carola García, Isar Godreau, Ángela Mari, Kathy Lewis, Mariolga Reyes, Zilkia Rivera, Ana María Concepción, Johanna y Roxanna Morales, Sofía Sáez, Nina Rivera, Margarita Mercado,Verónica Rodríguez, Olga Sánchez, Cecilia Cordero, y María Isabel Rodríguez. En lo personal he tenido la enorme satisfacción de que mi hija Alicia continuó sus estudios de baile, se dedicó a la danza y hoy es profesora en la Universidad de Richmond en Virginia. En más de un sentido, estas memorias son una forma de continuar en diálogo con ellas.
Hay un aspecto de aquellos años que todavía me llena de indignación. Mis memorias están empañadas por un tinte oscuro, por otra parte de esta historia. Arcadio y yo vimos con angustia cómo en el barrio de Santa Rita muchos estudiantes universitarios se convertían en víctimas de serios crímenes, entre ellos violaciones de mujeres y casos de violencia doméstica. Fuimos testigos de algunos de esos hechos que logramos referir al recién creado Centro de Ayuda a Víctimas de Violación gracias a nuestra amiga Marcia Rivera quien participaba junto a otras compañeras en los reclamos de un nuevo feminismo.
En 1977, los bailarines de Ballets de San Juan escuchamos horrorizados de labios de nuestra compañera Katherine Angueira el recuento de cómo había sido secuestrada y violada por tres hombres. Katy había sido una de las fundadoras del Centro de Ayuda a Víctimas de Violación. A pesar de que las consecuencias de ese asalto fueron devastadoras para ella, fue la primera mujer en Puerto Rico en dar testimonio público como parte del proceso didáctico que ha continuado practicando en defensa de las víctimas de violencia sexual.
En aquellos años las calles de Río Piedras fueron escenario de marchas y protestas denunciando el machismo y reclamando los derechos de la mujer. Pero ni las autoridades gubernamentales ni la Universidad de Puerto Rico acudieron en defensa de esos derechos. Hoy día se han multiplicado los acosos, violaciones y ¡asesinatos! La violación de mujeres es un fenómeno recurrente en muchos países. A pesar de multitudinarias manifestaciones en contra de esos delitos hay resistencia a los cambios y a denunciar la complicidad del Estado. Sin embargo, las activistas feministas han hecho una gran labor de concientización en la lucha contra la violencia machista y han contribuido a visibilizar las desigualdades de género, raza y clase.
Una tarde de agosto de 1982 bajé por las escaleras de mi casa con Arcadio, Alfonso y Alicia para abordar el carro que nos llevaría al aeropuerto, a otro país, a otras experiencias. Había llegado el día de despedirme de la Escuela de Baile de la calle Humacao #1113. La clase de 1973–organizada desde entonces en forma colectiva– asumía en 1982 la responsabilidad artística, administrativa, y académica bajo la dirección de Sahyly Martínez. Quedaba en buenas manos. Tal vez algunas personas se preguntaron, ¿y ahora qué va a hacer Alma? Quizás no sabían que lo que en realidad sucedía era que en la diáspora se abrían otras puertas como las del estudio, de entrada y salida, capaces de recuperar ricas vivencias compartidas en la construcción de nuevos proyectos de danza y comunidad. La indeleble y compleja experiencia artística y política de Río Piedras en los años 70 me marcó para siempre.
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[i] Ver mi artículo “Recordando los comienzos: Ballets de San Juan”, 80 grados, 4 de diciembre de 2020, www.80 grados.net /recordando los comienzos: Ballets de San Juan.
[ii] Es indispensable el libro autobiográfico de Gilda Navarra Detrás del silencio (2006)
[iii] Ver de Gilda Navarra (ed): Polimnia: Taller de Histriones 1971-1985, San Juan, Puerto Rico: Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1988.
[iv] Para la historia e imágenes de los integrantes del Taller de Histriones,ver: Polimnia: Taller de Histriones 1971-1985.
[v] Ver el video Atibón-Ogú-Erzulí, editado por Luna Films: https//youtube/lCxd4AWza80
[vi] Susan Homar ofrece una visión lúcida y abarcadora de la danza experimental en su ensayo “Contemporary Dance in Puerto Rico, or How to Speak of These Times” en Making Caribbean Dance, ed. Susanna Sloat, 2010. De Susan Homar, véase también: “Logros y retos del ballet y la danza en Puerto Rico”. En El Nuevo Día, 21 de mayo 2020. https://www.pressreader.com/puerto-rico/el-nuevo-dia1/20200521/281479278612382