En las sombras del olvido, del desamparo y del desprecio
La prisión es el único lugar donde el poder puede manifestarse en su desnudez, en sus dimensiones más excesivas, y justificarse como bien moral […] Esto es lo fascinante en las prisiones; por una vez el poder no se oculta, no se enmascara, se muestra como feroz tiranía en los más ínfimos detalles, cínicamente, y al mismo tiempo es puro, está enteramente ‘justificado’, puesto que puede formularse enteramente en el interior de una moral que enmarca su ejercicio: su bruta tiranía aparece entonces como dominación serena del Bien sobre el Mal, del orden sobre el desorden.
-Michel Foucault, Vigilar y castigar
El sector de los(as) confinados(as) en Puerto Rico, así como en tantas otras partes del mundo, requiere de importantes esfuerzos ético-políticos para que se visualice como un verdadero espacio marginado, olvidado, maltratado y, sobre todo, despreciado a gran escala por múltiples instancias e instituciones sociales y políticas. Superar nuestros graves y constantes prejuicios irracionales y muchas veces dogmáticos contra el sector confinado es un objetivo estrictamente necesario para comprender el grado de daño que nos autorealizamos como sociedad cada vez que volvemos a fracasar desplazando, ocultando y confinando algún(a) ciudadano(a) por haber sido objeto de un muy falible proceso de persecución penal. Sólo de esa manera podríamos posibilitar la oportunidad de crear un puente comunicativo empático que permitiera identificarnos con ese(a) ciudadano(a) que, si bien ha sido convicto(a) por nuestro sistema judicial, no deja de ser parte integral de nuestras relaciones inter-subjetivas. Aunque la arquitectura de nuestro sistema correccional pretenda invisibilizar al máximo la presencia y existencia misma de ese sujeto irremediablemente marcado por el signo del máximo reproche social, ello no obsta para seguir teniendo nuestros lazos afectivos, de respeto o de solidaridad con quienes son nuestros familiares, amigos(as), conocidos(as) y, cómo no, y probablemente esto es lo que se nos olvida en tantas ocasiones, conciudadanos(as).
Sobre esta invisibilización del sector confinado, Eduardo Lalo, en su perspicaz y atinado ensayo El deseo del lápiz: castigo, urbanismo, escritura, se concentró en probablemente el más importante de todos los presidios en Puerto Rico durante la segunda mitad del siglo XX: Oso Blanco. Este notorio espacio de inespacio, como lo denomina el autor, desde una perspectiva arquitectónica y urbanística, lo caracteriza –como prisión moderna– de la siguiente manera:
… Si la prisión, como viéramos, es un inespacio, el prisionero se constituye como un inhumano. La prisión le despoja de toda práctica nómada y su sedentarismo se vuelve microscópico, tanto por sus dimensiones como por la observación constante de la que es objeto. Lo invisibilizado apenas puede moverse, por tanto crear significados, en el marco espacial exiguo que otro le impone (la invisibilización es siempre un acto de agresión). Es curioso que el preso invisibilizado esté constantemente observando (es ésta la función del panóptico de Bentham) cuando en realidad no se quiere saber nada de él. La mirada solamente busca asegurarse de que está en el lugar que se le ha asignado, tal como el poder lo quiere ver, es decir, sin palabra, sin texto, sin imágenes. (Eduardo Lalo, El deseo del lápiz: castigo, urbanismo, escritura)
Esta descripción de la prisión moderna, de ese engendro ideado por Bentham a finales del siglo XVIII y que representó un objeto de estudio fértil para Foucault en su influyente trabajo Vigilar y castigar, evidencia los logros del racionalismo técnico y disciplinario que ha ido clasificando in extremis al sujeto penado y, a su vez, lo ha convertido en el(la) constante vigilado(a) –y controlado(a) desde el marco de la biopolítica– que, por el contrario, ha desaparecido de las relaciones sociales ordinarias para no tener más panorama vivencial que el mundo artificial técnicamente diseñado para este(a). Esta delimitación del espacio realmente deshumanizante –coincido con Lalo plenamente– no sólo se caracteriza peligrosamente por desposeer a la persona de sus características más intrínsecas a su condición humana, como es primordialmente la espontaneidad, sino por hacerla invisible ante una sociedad que, aunque tiene noción de dónde están ubicados los(as) confinados(as), no se asocian ni se ven compelidos por hacer también suyo ese espacio muy bien descrito como inespacio en nuestro problemático y deficiente esquema urbanístico.
Estas barreras físicas han promovido progresivamente la falta de vínculo inter-subjetivo entre los(as) miembros de instituciones sociales y políticas respecto a la comunidad confinada de Puerto Rico. Si bien nuestras prisiones no son reproducciones vigorosas de la cinematográfica Alcatraz, y varias de ellas están – como lo estuvo Oso Blanco antes de cerrar – cerca o en el mismo centro de un tejido social urbano, el aislamiento de los muros y las serpentinas ha predominado tanto en el distanciamiento físico como ético-político. Si a esto se le suma que la gran mayoría de confinados(as) en la Isla pertenecen a sectores marginados, ya de por sí criminalizados, de escasos recursos y escasas conexiones con el poder institucional estatal, como sucede, sólo una parte de esos sectores llamados “minoritarios” mantendrían algún contacto, por más aséptico que fuese, con la población confinada. Mientras tanto, los sectores que no son protagonistas en el ámbito confinado, como son nuestros sectores económica y políticamente privilegiados (en el amplio sentido de la palabra), y que usualmente son los que ostentan los cetros de poder público e institucional en Puerto Rico, están lo suficientemente alejados de la realidad de nuestras prisiones como para seguir manteniendo e incrementando la gravedad de nuestros añejos prejuicios tanto por razón de pertenencia a sectores marginados como por razón de confinamiento. Esos sectores privilegiados son, sin embargo, los que castigan, los que vigilan, los que administran la vida deshumanizada del(a) confinado(a) promedio en nuestro sistema penitenciario.
Dentro de este aislamiento físico y empático, en el cual los discursos tradicionales dicotómicos y maniqueos suelen prevalecer, así como las supuestas soluciones sencillas provenientes de dogmas o pretensiones moralizantes, hay ocasiones en las cuales se trasluce por en medio de las corroídas rejillas de nuestras prisiones, principalmente las más notorias y grandes, obras, relatos, signos, poesía y testimonios que reducen la escabrosa brecha entre la sociedad y el(la) confinado(a). A esto han ayudado valiosas aportaciones multisectoriales que han dado voz a quienes son callados adentro, así como imagen y presencia a quienes probablemente no vean de nuevo el transcurso ordinario de quienes percibimos la cárcel desde afuera.
Ejemplos como el Comité de Amigos y Familiares de Confinados –dirigido por tantos años por la Dra. Trina Rivera –, que desde principio de la década de 1980 ha denunciado los condiciones precarias e inhumanas de hacinamiento y malos tratos en las cuales se encontraban, y todavía se encuentran en cierta medida, los(as) confinados(as) en nuestros sistema penitenciario; el Programa de Estudiantes Universitarios, tan defendido y desarrollado por el Dr. Fernando Picó, también autor del importante libro El día menos pensado: historia de los presidiarios en Puerto Rico (1793-1993); las notables iniciativas artísticas, tanto dramáticas, literarias como artesanales, así como algunos esfuerzos deportivos en la libre comunidad; el documental Oso Blanco, de los cineastas Christian Suau y Ramiro Millán, así como el revelador libro Los Ñetas, del historiador Josué Montijo; las denuncias de organizaciones tanto seculares como religiosas sobre los derechos del(la) confinado(a), así como tantas personas más que en muchas ocasiones han visto ahogadas sus denuncias ante la falta de interés público, la censura institucional o las barreras de prejuicio que se aferran, han ayudado a visibilizar aquellas colonias penales caribeñas como espacios de personas, de conciudadanos(as). No obstante, esta no es la norma, sino lamentablemente todo lo contrario.
Según las estadísticas de noviembre de 2013, hace pocos meses, el monto total de la población confinada en nuestras instituciones penitenciarias era de 12, 547, de los(as) cuales 1,776 personas eran sumariadas – no habían sido convictas por un tribunal, sino que se encontraban en detención preventiva al no poder pagar la correspondiente fianza o quebrantar las condiciones de la misma -, y 10, 772 eran personas convictas cumpliendo sus penas impuestas mediante sentencia. (Véanse datos del mes de noviembre de 2013) De esas dos cifras, habían para ese entonces – y debe haber aproximadamente hoy una cifra similar – 475 mujeres y 426 jóvenes. Por parte del Estado, el Departamento de Corrección y Rehabilitación ha negado reiteradamente que nuestras prisiones estén hacinadas o que algunos de los programas de rehabilitación no estén siendo útiles al principio constitucional rehabilitador estatuido en la Sec. 19 del Art. VI de la Constitución de Puerto Rico, con contadas excepciones. No obstante, la continua invisibilización de la persona confinada no permite ver, ni se discute de forma sustancial y realmente bien informada en nuestra palestra pública, las condiciones de vulnerabilidad y de marginalidad en la que viven más de una docena de mil conciudadanos(as) en nuestra Isla. Poco importan los números de cupos que todavía no están llenos en nuestras cárceles para visualizar los múltiples problemas de diversa índole que padecen los(as) confinados(as).
Sin embargo, por parte del Estado no se puede pretender demasiada honestidad por los posibles costos políticos que puedan acarrear ciertas denuncias o acciones. Pero sí le debemos exigir que actúe con la sinceridad y pulcritud necesaria para que ese sujeto penado que realmente está invisibilizado en nuestro entorno social, al menos tenga la oportunidad de acercarse a la sociedad a la cual podría volver en cualquier momento luego de cumplida la pena o mediante una modalidad de cumplimiento alterno de la misma. Actualmente, ¿qué sabemos de las condiciones en las cuales esa comunidad confinada se desarrolla?¿Cuáles son sus necesidades más imperiosas o sus carencias más denunciables?¿Qué tipo de mecanismos de rehabilitación se están desarrollando e innovando para cumplir con el mandato constitucional y con el principio de reinserción en la libre comunidad?¿Cómo se están satisfaciendo, si se está haciendo, los reclamos de las confinadas para conseguir instalaciones y recursos necesarios para su vida o un mínimo de calidad de vida?¿En qué, para quien lo desee ver de una manera más práctica, se está invirtiendo el dinero mío como contribuyente en nuestros sistema penitenciario? Son preguntas que, como conciudadanos(as), deberíamos hacernos no sólo como contribuyentes, que lo somos en gran parte, sino como conciudadanos(as) los(as) cuales estamos atados de una manera u otra por todas y cada una de las personas que conforman la comunidad de confinados(as).
Lamentablemente, de la historia podemos interpretar que si no es con escisiones trágicas o políticamente llamativas, tanto las instituciones políticas como sociales, en su enorme mayoría, miran para otro lado cuando se trata de confinados(as). Eso los posiciona, no quepa la menor duda, en un estado de vulnerabilidad que quizá no tenga parangón respecto a otros fenómenos similares. ¿Cómo el Estado contribuye a esto? Cojamos el famoso y tan notorio ejemplo del caso Morales Feliciano v. Romero Barceló, pleito de clase iniciado en las postrimerías de la década de 1970 en el Tribunal de Distrito federal para el Distrito de Puerto Rico, en el cual se hicieron múltiples reclamos por los incumplimientos del Estado en asuntos penitenciarios, así como violaciones crasas de los derechos (constitucionales y estatutarios) correspondientes a la clase demandante. Dicho pleito ha dejado una cifra enorme y alarmante de multas millonarias al Estado por el incumplimiento de los mínimos requeridos reconocidos y concedidos en el caso, el cual todavía no ha cerrado completamente. Como parte de dicho proceso, se nombró a la Corporación de Acción Civil y Educación como entidad sin fines de lucro con el objetivo de representar los codemandantes en el pleito. Mientras existió, la Corporación, con expertos(as) en el sistema correccional de la Isla, así como con abogados(as) comprometidos(as) con los reclamos de la clase confinada (ya no sólo los codemandantes), hizo relucir lo que había imperado desde hacía décadas en nuestro sistema penitenciario: las pésimas condiciones en las cuales conviven – o sobreviven – los(as) confinados(as).
A estos reclamos de hacinamiento, falta de recursos, abusos institucionales de múltiples tipos, carencia de programas reales y circunstancias propicias para la rehabilitación, falta extrema de seguridad e higiene para los(as) miembros de la comunidad – que fue el detonante principal para que naciera la Asociación pro Derecho y Rehabilitación del Confinado (Ñeta) bajo la dirección de Carlos “La Sombra” Torres Iriarte y los sangrientos sucesos que ocurrieron durante las décadas de 1970 y 1980, especialmente -, también se unió la pertinencia y continua presencia del Comité de Familiares y Amigos del Confinado, bajo la dirección de Doña Trina, como se le conoció a la importante trabajadora social y defensora de los derechos de la comunidad confinada, el cual cumplió una función vital en hacer relucir las peripecias, abusos de todo tipo y violaciones ilegales que sucedían a diario en nuestros presidios. No obstante, al dejar de existir en el 2011 la Corporación de Acción Civil y Educación como existía antes, y al morir la Dra. Trina Rivera desarticularse momentánea e involuntariamente el Comité por ella dirigido, ¿qué le queda a los(as) confinados(as) de este país para defender sus derechos o al menos para denunciarlos públicamente?¿A qué período histórico hemos vuelto en relación a la rehabilitación y reinserción social de nuestros confinados(as)?
Estas son preguntas vitales no sólo para cumplir con lo exigido por la ley, y con principio constitucional de rehabilitación y reinserción social, sino para preocuparnos por nuestra sociedad misma, por nuestro entorno y nuestro futuro, nuestros recursos y nuestros proyectos como país en serio. Si seguimos mirando el sector confinado como el enemigo – no ciudadano(a) – que tiene que ser neutralizado prácticamente de por vida, o de por vida, pecaremos no sólo de no darle la atención necesaria al principal objetivo de nuestro sistema correccional, que es la máxima rehabilitación y reinserción social posible a cada convicto(a), tal como lo exige nuestro Estado de derecho, sino de irresponsablemente obviar problemas sociales intrínsecos a fenómenos criminales que podrían ser circulares o repetidos si no se es efectivo en esta encomienda. De qué nos vale el sabor de venganza – y hay que hablar en estos términos porque es lo que se percibe – porque condenen a diez o a veinte años a una persona que presuntamente cometió un grave hecho reprochable, si durante esos diez o veinte años de cumplimiento de la pena el sistema fue tan contraproducente e inefectivo que afectó a la persona de forma tal que posibilitó que se hubiese frustrado totalmente el interés rehabilitador sobre ella y que, por ende, se propicie el grave y peligroso fenómeno de la reincidencia. De muy poco, nos sirve de muy poco; quizá una catarsis efímera sin saber el aluvión que se podría estar creando.
Asimismo, ante este panorama, ¿dónde ha quedado la posibilidad del confinado(a) de reclamarle al Estado incumplimientos graves con sus obligaciones, o claros abusos de discreción durante el confinamiento, si no es acudiendo pro se ante los foros administrativos o judiciales competentes? (salvo casos muy aislados de confinados(as) que son representados por abogados(as)) No obstante, esto representante el mismo problema que podría representar que una persona que no es abogada acuda por su cuenta ante los tribunales u órganos administrativos, y es que dado el monopolio de poder que tiene el gremio legal en la isla sobre los procesos judiciales y tantos administrativos, quedaría de plano en una desventaja abrumadora quien fuese sin representación legal a intentar solicitar un remedio por parte de dichos foros. Antes la Corporación de Acción Civil y Educación asumía una cantidad loable de reclamaciones y recursos de confinados(as) contra los patentes y perdurables abusos del Estados, pero al no existir ya como principal bufete del sector confinado, y ante la imposibilidad normativa de la Corporación de Servicios Legales de Puerto Rico o de Pro Bono Inc. para asumir la representación legal de confinados(as) contra el Estado, vuelvo y repito, ¿qué entonces le queda a cada uno de los(as) confinados(as) en una situación ya de por sí de indefensión y de extrema vulnerabilidad?¿La invisibilidad y el olvido?¿La mera imposibilidad?
Desde hace un tiempo atrás, la Sociedad para Asistencia Legal de Puerto Rico, principal entidad que desde hace más de cincuenta años se dedica a ofrecerles asesoría y representación legal a indigentes en procesos de naturaleza penal, principalmente, se ha encargado selectivamente de llevar reclamos de la población confinada del país para intentar mitigar el grave vacío que dejó la Corporación de Acción Civil y Educación ante la población confinada. No obstante, la División de Asuntos Especiales y Remedios Postsentencia de la Sociedad no tiene los recursos suficientes como para asumir la representación legal de tantos miembros de la población penada como se desearía, pues son incontables las reclamaciones que legítimamente tienen tantos(as) en dicha comunidad y que no cuentan con recursos para costear un litigio en los foros correspondientes.1
Esta es, quizá, la encrucijada más reveladora de la situación de indefensión y vulnerabilidad que experimentan los(as) confinados(as) en el país. Siendo la gran mayoría de la población correccional personas provenientes de sectores marginados, comúnmente de muy escasos recursos y con grados de escolaridad muy bajos, es evidente que muchas de las reclamaciones, tanto internas respecto al Estado, como externas, relativas al Derecho privado, como son los tan notorios casos de familia o de Derecho civil extracontractual, entre tantos otros ámbitos, necesitan irremediablemente de la pericia de una representación legal para que los recursos interpuestos no adolezcan, como sucede en tantos casos, de defectos de forma que poco tienen que ver con la legitimidad o suficiencia de la reclamación alegada en los mismos. Preguntémonos, con la honestidad necesaria y sin los prejuicios comunes repetidos ad nauseam, qué oportunidad tiene una persona demandada (o demandante) durante un caso que implique la liquidación de una herencia – ámbito del Derecho que puede ser tan complejo como complejos sean los hechos del caso – sin una representación legal que la asesore o la represente. ¿Qué sería de los tantos casos de fijación (reducción o aumento) de pensión alimentaria o filiación cuando una de las partes estuviera en prisión y no tuviese representación legal alguna? ¿Acaso no convendría que, en determinados procesos judiciales y administrativos, los confinados(as) tuvieran derecho a que el Estado les proveyera una representación legal para que no se frustrase la justicia misma del proceso?
Como estos ejemplos hay un sinnúmero más, pero lo que deseo comunicar mediante los mismos es que, dado que los(as) confinados(as) son en su abrumadora mayoría insolventes para sufragar los gastos de una representación legal competente, en tantas ocasiones sus posiciones son injusta e ilegalmente afectadas negativamente en nuestros foros tanto judiciales como administrativos al no tener un abogado(a) que los(as) defienda. Pero esto no sólo ocurre con este tipo de caso. También los remedios ofrecidos por el Departamento de Corrección y Rehabilitación para incumplimiento o infracciones por parte de dicha agencia administrativa respecto a los derechos del(la) confinado(a) en muchos casos son totalmente inefectivos o fútiles. Mediante un proceso que comienza con un formulario de quejas y agravios si se ha sido víctima de algún tipo de atropello institucional, y en su gran mayoría sin representación legal alguna, es la propia agencia a la que se le imputa la infracción la que decidirá la procedencia del remedio solicitado. Fuera de los argumentos legalistas que se han esbozado sobre la posible falta de transparencia u objetividad de este proceso, podemos ver que, sin una representación legal en este tipo de trámite, así como, peor aún, en los procesos disciplinarios llevados a cabo por la agencia cuando se han cometido faltas de conducta, la parte más débil y vulnerable es la que estructuralmente está más desfavorecida, y son los(as) confinados(as). Mientras la agencia tiene un cúmulo de peritos, administradores y abogados(as), el(la) confinado(a) quizá tenga las sugerencias de quien ha pasado por este mismo proceso, y que quizá le escribió la reclamación en el formulario, docenas de veces, y muchas de ellas sin éxito alguno.
Mientras escribo esto, escucho un tanto atónito el tono del mensaje de Estado dado por el Gobernador Alejandro García Padilla ante nuestra Legislatura. En el mismo, como si fuera fiel heredero o correpetidor de las nefastas políticas de sobre-criminalización implantadas desde hace tantas décadas en Estados Unidos, y que en nuestro país han llegado a una cúspide con la “mano dura contra el crimen” abruptamente lanzada por la administración del Gobernador Pedro Rosselló González, y seguida por los gobiernos sucesores, repetía con ahínco de político absorto por el agrado de sectores inmersos en dicho contraproducente discurso criminológico, que a quien “cogieran con armas” no le iban a permitir que se beneficiara de mecanismos de rehabilitación como son los programas de desvío o libertad bajo palabra – como si esta prohibición fuera nueva, que no lo es -. Sin embargo, no le dedicó, hasta el punto que lo presencié, ningún acápite o al menos un detalle al mejoramiento de las condiciones de nuestras prisiones, de nuestros confinados(as), de los recursos para el cumplimiento del mandato constitucional de rehabilitación ni nada por el estilo. Todo lo contrario, sólo escuchamos el vacío propio de quien no se ha topado todavía con el grave problema que representa mantener al sector confiando en su extrema vulnerabilidad. El vacío propio del olvido y el desprecio institucional.
Es con este panorama que todavía algunos(as), y quizá muchos(as) o más de los que quisiéramos otros(as), promulgan vehementemente el restarle más derechos a los(as) confinados(as) y prohibirles ejercer el derecho al sufragio en nuestros comicios electorales. Si bien ya hemos advertido algunas instancias de extrema vulnerabilidad que no están siendo subsanadas, y que no se proyectan como posibles ámbitos de acción en la política pública penológica en los próximos años, imaginemos dónde quedarían situados nuestros(as) conciudadanos(as) confinados(as) si no tuvieran la herramienta democrática y política del voto. Imaginemos cuán razonable sería arrebatarle a un conciudadano(a), que por haber delinquido sólo perdió la libertad en la libre comunidad, pero no todos sus derechos civiles, claro está, el derecho a votar por quienes nombrarán o confirmarán a los(as) administradores(as) de la agencia que ostenta sus custodias físicas y legales. Sería, y es un tema para dialogarlo profusamente por sus amplias implicaciones ético-políticas, una catapulta críptica para el espacio olvidado de nuestras prisiones.
Sin entrar en más controversias por razón de espacio, pero dejándolas como próximas áreas de amplia discusión, como son la graves condiciones de vulnerabilidad en la que se encuentran las confinadas en nuestros sistema correccional, sus necesidades y problemas más agobiantes, así como los diversos mecanismos de rehabilitación que han sido extremadamente limitados o erradicados por partes de nuestras administraciones públicas, sólo queda proponer que, ante tal panorama, las administraciones públicas deben ser lo más sensibles y concientes posible sobre las posiciones de indefensión que padecen nuestros(as) confinados(as). Desde la Rama Judicial hasta, cómo no, la Rama Ejecutiva, no sin dejar quienes aprueban los marcos legales que regirán las vidas de los(as) penados(as) desde la Legislatura, debemos ser concientes de la necesidad de comprender la posición de desigualdad tan evidente en la que se encuentran los(as) confinadas, y actuar partiendo de este conocimiento. Más sensibilidad, conciencia y respeto hacia nuestros conciudadanos(as) es uno de los elementos necesarios para que el desprecio, que no tengo dudas que hoy impera, deje de ser el que produzca tantos obstáculos a un proceso de rehabilitación mucho más efectivo y eficaz.
A las organizaciones como el Colegio de Abogados y Abogadas, así como cualquiera otra organización gremial que se interese por los derechos de los(as) confinados(as), así como a las facultades de Derecho de nuestras universidades – como se ha evidenciado con los Pro Bono de Servicios a la Comunidad Penal y Pro Bono de Legislación y Política Pública Penal de la Universidad de Puerto Rico en colaboración con al Sociedad para Asistencia Legal, o el importante Innocence Project de la Facultad de Derecho de la Universidad Interamericana -, y demás entidades – como las ya mencionadas – que sean concientes de la realidad del sector confinado en el país, es importante que se les requiera un esfuerzo mayor, progresivo y continuo de denuncia y promulgación de soluciones para que no sólo se respeten los derechos básicos de los miembros de la comunidad correccional, sino que se haga cumplir el principio de rehabilitación y reinserción social que es, sin duda, como mejor el país debe afrontar el peligroso problema de la reincidencia criminal.
Despreciando, olvidando, menospreciando y avasallando con prejuicios a la comunidad confinada sólo convalidaremos el grave error de hacer de nuestras prisiones esos inespacios que deshumanizan cada vez más el tejido humano que yace en las mismas, que lo desintegran para verlo recrudecer en su posible inadaptación social. El daño que le profiramos hoy a los(as) confinados(as), que también son nuestros familiares, nuestras amistades, nuestros(as) conocidos(as), nos lo estaremos haciendo a nosotros(as) como sociedad, como colectivo y como sociedad interconectada. Está en nosotros(as) escoger si consideramos nuestras contribuciones como inversiones en un país más seguro, más respetuoso y, cómo no, más civilizado, o despilfarrarlas en almacenes de seres humanos considerados inferiores política y socialmente. Ese esfuerzo de ardua fiscalización y activismo político es el que, entre otros factores, quizá podrá irle desplegando el velo de desprecio a nuestras prisiones y disipar cada vez más nuestra relación con ellas. La pena es símbolo de reproche social por la comisión de un delito, pero ello no es cónsono con el desprecio a una persona por el mero hecho de haber sido convicta por uno. Empatía, visibilidad y conciencia. Si bien fracasamos como colectivo ya una y mil veces, que no reincidamos una y mil veces más.
[5] A diferencia de los procesos penales, en los cuales existe un derecho constitucional a que, de no tener una, el Estado me provea una representación legal, en los procesos administrativos o judiciales post-sentencia, de ordinario, no existe obligación del Estado en proveer abogado(a), lo que coloca al confinado o sujeto penado en una posición extremadamente difícil de desigualdad preocupante por su condición misma de confinamiento, insolvencia económica y falta de pericia en materias legales.- A diferencia de los procesos penales, en los cuales existe un derecho constitucional a que, de no tener una, el Estado me provea una representación legal, en los procesos administrativos o judiciales post-sentencia, de ordinario, no existe obligación del Estado en proveer abogado(a), lo que coloca al confinado o sujeto penado en una posición extremadamente difícil de desigualdad preocupante por su condición misma de confinamiento, insolvencia económica y falta de pericia en materias legales. [↩]