En México hemos tocado fondo
La complejidad de lo que sucede en una amplia franja del territorio que conocemos por Michoacán, exige nuestros mejores esfuerzos para comprender –más allá de lo aparente–, lo que se juega y lo que va de fondo en Tierra Caliente. Avanzo en la investigación, el análisis de materiales, la reflexión pausada, las entrevistas y conversaciones con locales y con expertos; sin embargo, me parece relevante hacer una primera entrada para despejar algunas interrogantes o colocar preguntas y problemas que ayuden a volver menos opaca esta realidad que nos desvela y cuya trama es muy difícil develar.
Nombrar
No es que sea nuevo pero es cierto que hoy los grandes medios de comunicación, es decir los consorcios mediáticos y la velocidad con la que se mueven las llamadas redes sociales, fortalecen, aumentan la tendencia a percibir y nombrar la realidad a través de la sinécdoque (ese tropo del lenguaje) que nombra al todo a través de una parte. Así cuando se habla de “Michoacán”, en estos convulsos días, parecería que Tierra Caliente se convierte en toda la región, reduciendo la heterogeneidad y simplificando –al máximo– una totalidad regional tan diversa como contradictoria. La sinécdoque es eficiente en términos de economía lingüística pero es insuficiente para comprender las especificidades de una comunidad social que ha sido configurada históricamente. #Michoacán es muchas, diversas regiones, que aunque articuladas, responden a formaciones de culturas políticas diferenciadas. En tal sentido es importante entender que Tierra Caliente, posee particularidades que la hacen distinta a las subregiones del Bajío, la Meseta Tarasca y la Costa.
En el estado de Michoacán, Tierra Caliente (porque se trata de una región que desborda los límites estatales y comprende también Guerrero y al Estado de México), la región está conformada por diez municipios, de los que, hasta hace menos de un año, se sabía poco en ese espacio que en nuestro país da por llamarse “prensa nacional”. Apatzingán era el municipio que ocupaba –de vez en vez–, algún titular o nota en esta prensa. Hoy, nombres como Tepalcatepec, Parácuaro o La Huacana, aparecen en noticias no solamente nacionales sino internacionales. No basta la sinécdoque.
Sin la pregunta sobre las configuraciones culturales e históricas, se agotan en sí mismas las preguntas sobre lo que sucede en Michoacán. En otras palabras, es un error –peligroso– comparar a las Autodefensas de Tierra Caliente o de la Costa con lo que sucede en Cherán u otras organizaciones comunitarias que operan desde otras lógicas y culturas políticas.
Relatos de Familia
Una de las más grandes dificultades consiste en comprender la vertiginosa emergencia de grupos, actores, formas de acción, estrategias de intervención sobre lo público, en una era en la que nuestro vocabulario sigue atado al lenguaje político del Estado-Nación, en el que las diferencias parecen nítidas, asequible y asimilables en una gramática que organiza binariamente lo que somos, lo que debemos o deberíamos ser: gobernantes-gobernados; políticos-ciudadanos; militares-delincuentes-ciudadanos armados, que se empeña en clasificar lo público y lo privado, lo legal y lo ilegal, apelando a una suerte de estabilidad que si acaso existió, ya dejó de dar muestras de operar.
En el breve transcurso de ocho años pero con un proceso que no comenzó con el llamado Operativo Conjunto Michoacán el 12 de Diciembre de 2006, lanzado por el entonces presidente Felipe Calderón, la situación fue pasando de grave a extremadamente grave. En aquel entonces fueron desplegados en el estado, 4 mil 260 elementos del Ejército, 46 aeronaves, 19 perros y 246 vehículos terrestres, con un centro de comando e inteligencia instalado en Apatizgán, la cabecera municipal de la región de Tierra Caliente. Además, por parte de la Secretaría de Marina, participaron mil 54 elementos de la infantería de marina, nueve helicópteros, dos aviones con cámara de detección nocturna y cuatro patrullas; mientras que el entonces Secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, informaba que por parte de la dependencia, participarían mil 400 elementos en la instalación de puntos de control, revisión en carreteras, ejecución de órdenes de cateo, labores de inteligencia y desmantelamiento de puntos de venta de drogas.
Se trataba de “sellar costas y carreteras” (Michoacán cuenta con 228 km de litorales que se ubican en el pacífico), para evitar el tráfico de drogas.
Más de 5.000 efectivos desplegados en una superficie territorial de 58 599 km2, en un estado de alta complejidad política y cultural. No se conoció, no conozco, ningún estudio que evaluara, discutiera, pensara, anticipara el efecto que un despliegue de esta naturaleza tendría en la vida cotidiana, en la dinámica de los pueblos, municipios, rancherías. Y aquí estamos.
La lógica indicaría que ese operativo obedecía una estrategia clara, con objetivos precisos y que al cabo de varios meses, el problema del crimen organizado debería haber sido resuelto. No fue así.
Si en aquellos entonces, los problemas principales se centraban en los plantíos de marihuana, la circulación de cocaína y la existencia de numerosos laboratorios de metanfetaminas, la situación hoy es distinta.
Primero fue el llamado Cártel del Milenio, liderado por los hermanos Valencia, desde los años 70, que extendieron su influencia y control a Jalisco, Nayarit y Colima, desde Aguililla, Michoacán; ya para 2006, Luis Valencia se asociaría con el Cártel de Sinaloa y posteriormente con los Zetas. Alianzas que van y vienen.
Pero el 6 de septiembre de 2006, en plena crisis postelectoral y en medio de un clima de alta polarización social, un comando de sicarios al servicio del narcotráfico hizo rodar 5 cabezas “impecablemente” cortadas y aún sangrantes en una pista de baile de la discoteca llamada “Luz y Sombra” situada en la pequeña ciudad de Uruapan en el estado de Michoacán, en México. El mensaje que acompañaba las cabezas fue: “la familia no asesina mujeres, ni niños” y se dijo que el suceso, que causó horror y pánico entre los parroquianos –devenidos testigos-, era un ajuste de cuentas entre narcos por el supuesto asesinato a manos de un cartel rival, de la esposa e hijos de un gran capo y que los “ejecutores” bien podían ser maras salvatruchas o kaibiles. Con un mensaje que decía: “la familia no mata por paga, no mata mujeres, no mata inocentes. Solo muere quien deve (sic). Sépanlo toda la gente. Esto es justicia divina”, a un lado de las cabezas, La Familia revelaba así, un rostro desconocido de los cárteles del narcotráfico en México, uno mesiánico y justiciero. En 2011 hacen su aparición Los Caballeros Templarios, que sustituirían a La Familia; se dijo después que aparecían como una escisión de este grupo. Poco antes, en 2010, el Gobierno Federal informó de la muerte del líder “natural” de la Familia, Nazario Moreno, conocido también como El Chayo o El más Loco, en un enfrentamiento con el ejército y la policía federal. Se duda hoy de que esto sea cierto y se dice (se dicen muchas cosas) que es en realidad el líder oculto de Los Templarios. La lectura y el análisis detenido del libro “Me dicen: El más Loco”, escrito por el propio Moreno González, vuelven más que creíble esta posibilidad.
Aunque quisiera dedicar más espacio a la figura de Nazario Moreno (lo haré en otro momento), voy a reproducir algunos párrafos del llamado “epílogo” en el libro ya citado, que lleva por subtítulo “Capítulo de lágrimas y luto” y es escrito por uno de los jefes de grupo de La Familia (de manera anónima), como corolario a las 83 páginas delirantes escritas por el propio Nazario. Dice así:
Chayo y su estado mayor, compuesto por los elementos más leales y que andaban con él desde el comienzo de la lucha, se encontraba en la comunidad de Holanda, perteneciente al ejido del mismo nombre y enclavado en el municipio de Apatzingán, corazón de la Tierracaliente michoacana, cuando siendo aproximadamente las cuatro de la tarde, Chayo fue avisado por radio y otros medios de comunicación con que contábamos, que se acercaban al lugar de la reunión más de una treintena de helicópteros artillados y listos para entrar en combate, y por tierra más de 300 unidades de la PFP, con elementos “armados hasta los dientes” como se dice vulgarmente, hasta con carrilleras repletas de tiros terciadas en los hombros, apoyados por elementos de la marina y de otras corporaciones.
[…] Hubo un momento en que nuestro jefe quiso ordenar la retirada, pero al darse cuenta de los destrozos que hacían los helicópteros en contra de gente inocente se retiró del grupo unos diez metros y durante un lapso de tres a cinco minutos se puso a orar a solas; acto seguido tomó un puño de tierra, la besó y la esparció hacia los cuatro puntos cardinales. Después se reunió con todos nosotros y, en un gesto de decisión temeraria hasta el delirio, gritó un alarido de guerra y muerte que retumbó en las montañas y que le salió de lo más profundo de su ser: “SAFARRANCHO DE COMBATE” (sic).
Así se narran las cosas en Familia.
Entre esas primeras cabezas que rodaron en una pista de baile y esta última escena de “safarrancho de combate” (sic) (y se me sigue escapando la semiótica en esta expresión), pasaron muchas cosas. No solamente agudizó la violencia y la lucha encarnizada entre fuerzas inasibles, también se diversificaron los caminos hacia las fuentes de recursos. Devenidos predadores de un territorio y todo lo que esto conlleva, los Templarios y otros grupos (simi-templarios, simi-zetas, simi-militares), convirtieron la vida cotidiana en un botín jugoso: “derecho de piso” (vendes o produces: me pagas), quieres comer (me pagas), quieres divertirte (me pagas, lo señala el Dr. Mireles –líder moral de las autodefensas–, cuando señala las cantidades locas que había que pagar por cada máquina de juegos para los niños y los jóvenes). Y así es más o menos como comenzó el Estado paralelo o lo que he venido llamando la “paralegalidad”, esa suerte de zona franca, gris, vestibular que genera su propio orden, sus propios códigos, su propia lógica.
La desaparición de los poderes y los poderes de facto
Dicen que a los Valencia los llamaban “Los Reyes del Aguacate”, porque ocultaban (es un decir), sus verdaderas actividades con la comercialización del aguacate. No es un dato menor, porque sabemos que la base agraria de los movimientos de autodefensas es importantísima. Circulan emotivas proclamas sobre la revolución posible a partir de la sublevación de los mal llamados –en este caso- “comunitarios”; la cuestión es que en el caso de Tierra Caliente, estos movimientos están principalmente encabezados –aunque no necesariamente protagonizados-, por aguacateros, limoneros, ganaderos y dueños de tierra. La pregunta clave quizás podría girar en torno a lo que une a propietarios con empleados, a terratenientes con campesinos. Las respuestas no son cómodas.
Es posible afirmar que no se trata de movimientos ideológicos o sustentados en un proyecto de país, sino de movimientos reactivos (que reaccionan) frente al crecimiento del estado paralelo y la tiranía de la violencia. Son grupalidades que emergen en un estado de excepción, donde el Estado ha estado ausente, ha sido omiso, ha sido cómplice, ha sido inoperante.
La historia de los civiles armados no termina bien, dice la historia; sin embargo, en este caso resulta importante colocar, entender, señalar que la sublevación proviene de la desesperación y de la indefensión.
Cansada de los Valencia, los Zetas, la Familia, los Templarios, el Ejército, las mineras y de funcionarios y autoridades políticas que no han hecho otra cosa –salvo honrosas excepciones- que pactar o huir, las autodefensas son el síntoma mayor del cáncer que nos corroe: Estado fallido y corrupción.
Las autodefensas (que guardan diferencias importantes con la justicia comunitaria de los pueblos indígenas) se levantan en México como la señal más clara de que hemos tocado fondo y que “Leviatán”, como llamó Hobbes a la figura del Estado, deja de ser el monstruo que condensa nuestros miedos para protegernos de otros miedos, se ha transformado en la triste figura de un payaso que no logra convencer a su audiencia.
Es arriesgado decir que “la solución” es más Estado (no me gusta la formulación), pero es claro que –escuchando la frecuencia de radio interceptada a los Templarios-, que a estas alturas sin un gesto claro que restituya los poderes formales, la gente, las autodefensas, esos ganaderos, esos empresarios, esos campesinos, obreros, mujeres, jóvenes están en todo su legítimo y muy humano derecho a defenderse y recuperar su vida.
Lo dije hace unos días en mi muro de Facebook: desarmar a las autodefensas sin combatir a fondo lo que ha sido construido en Michoacán (y otros territorios del país), es condenarlos a una muerte anunciada.
Lo que va en juego es el país, la vida misma.
* Artículo que circula por varios medios internacionales, reproducido aquí con el permiso de la autora.