Entre elegías y herejías
“El poeta, al balbucir lo que pertenece al misterio, de suyo innombrable, roza siempre la ambigüedad, la irracionalidad y hasta la herejía… No me queda la menor duda: todo poeta es un profundo transgresor”.
–Ángel Darío Carrero, Perseguido por la luz
A la memoria de Ángel Darío Carrero
En los albores de este siglo veintiuno, estamos muy conscientes de la radical historicidad y contingencia de todos los asuntos cruciales para la existencia humana, incluyendo la religiosidad y la teología como reflexión crítica sobre ella. Ya no es dado postular una facultad de inquisición racional universal, vigente en todo tiempo y lugar. Tampoco podemos proponer una teología universal, válida para todo periodo histórico y toda área geográfica.La historicidad de la racionalidad, en sus distintas manifestaciones, y de la religiosidad, en sus plurales expresiones doctrinales, litúrgicas e institucionales, se hace para el estudioso del tercer milenio, irrefutable. Esto incluye, naturalmente, al quehacer teológico como esfuerzo humano para entender su relación con lo sagrado, la naturaleza y la sociedad. Los lazos inmanentes entre el cultivo, la cultura y el culto son profundos, pero sujetos siempre a la especificidad de los tiempos y espacios. Pensar de otro modo, refugiándose en la alegada infalibilidad de las escrituras sagradas o del magisterio eclesiástico, suscita la idólatra confusión entre la palabra divina y la humana.
Ello conlleva la necesidad de aceptar que todas las articulaciones intelectuales de la fe son construcciones humanas, con sus procesos contingentes de nacimiento, desarrollo, mudanza y, a veces, ocaso. No existe theologia perennis alguna. El énfasis no debe ponerse en la dimensión negativa de este viraje, como temen frecuentemente algunas jerarquías eclesiásticas. Lo novedoso y excitante estriba en la posibilidad de edificar nuevas manifestaciones de la inteligencia de la fe, con sus desafíos de reconstruir su diálogo perenne con las culturas humanas. Hacer lo contrario sería un intento de reeditar las lamentables persecuciones a teólogos creadores e innovadores, como tantas veces aconteció en el siglo veinte, desde Alfred Loisy y Teilhard de Chardin hasta Hans Küng, Leonardo Boff, Jacques Dupuis, Roger Haight, Tissa Balasuriya, Anthony de Mello y, más recientemente, Jon Sobrino, José Antonio Pagola y José María Vigil, entre otros. Además de represiva, sería una empresa, en esta época liberada del yugo del imprimatur jerárquico, abocada al fracaso.
Pero, entonces hay que admitir también la irreducible pluralidad de las perspectivas teológicas. La curia romana podrá intentar decretar su negación, mediante edictos autoritarios como Humanae vitae (1968), de Pablo VI, con sus restricciones obsoletas a los derechos reproductivos de la mujer y las parejas, y Ordinatio sacerdotalis (1994), de Juan Pablo II, un rudo y escueto rechazo patriarcal a la ordenación sacerdotal de la mujer. Igualmente podrá el fundamentalismo protestante declamar la inmutabilidad perpetua de sus famosos principios doctrinales y proclamar a viva voz la infalibilidad de su lectura simplista de las escrituras sagradas. De la fascinante diversidad del discurso intelectual teológico puede afirmarse la legendaria sabia frase galilea: eppur si muove. No se trata solo de la tolerancia ante el fenómeno posmoderno de la pluralidad en la racionalidad y las culturas humanas. Lo que se requiere, para una genuina empresa teológica creadora, es el reconocimiento y regocijo ante la riqueza que tal polifonía conlleva.
Lo anterior no significa que el caos reine inexorablemente en la teología. Sí implica un marcado énfasis paradójico en su contextualidad y ecumenicidad. Toda reflexión humana, incluyendo la teológica, se nutre de unas raíces culturales particulares, de acentos y matices marcados por los dolores y las esperanzas de pueblos que labran su peculiar sendero en la historia. Toda teología nace y se desarrolla en un contexto histórico, social y cultural definido. Ello, sin embargo, no debe legitimar el aislacionismo teológico, que generalmente conduce a la superficialidad. Por el contrario, conlleva una incitación al diálogo ecuménico, enriquecedor para todos los que en él participan con honestidad y profundidad. Cada sendero teológico es un posible aporte legítimo y valioso a la vivencia y el pensamiento de la fe. También es quizá portador de carencias, prejuicios y miopías, que pueden mitigarse mediante el cotejo comparativo con otros senderos. La creatividad crítica requiere el diálogo transversal, el oír con atención las múltiples voces teológicas, la impresionante polifonía de la ecúmene cristiana. También urge la conversación seria, respetuosa y profunda con la rica abundancia de espiritualidades y religiosidades no cristianas.
La teología, al igual que tantas otras esferas del pensamiento, pasa hoy por un proceso drástico de descolonización intelectual y espiritual. Ya no es cuestión de traducir, adoptar y adaptar la última moda teológica europea o norteamericana. Las décadas postreras del siglo veinte anunciaron los albores de la genuina mundialización de la teología.
Es parte de un proceso general en la ecumene: el reconocimiento y la valoración de las teologías que llevan en su fisonomía textual las señales de la historia cultural de un pueblo. Al fin y al cabo, ¿qué son las escrituras sagradas, sino la narración de las aventuras de la fe en pueblos al margen de la historia política y económica de los grandes imperios? Es un conjunto de relatos de y sobre unos marginados, desplazados, cautivos, perseguidos, incluso crucificados, bárbaros de acuerdo al aristocrático esquema social ateniense y romano, que, a partir de su fe y la gracia divina, se atreven audazmente a modificar la historia humana. Las escrituras recogen los clamores de un pueblo subyugado, maltratado, colonizado y marginado, que no cesa, sin embargo, de resistir y luchar impulsado por su profunda espiritualidad, fuente de esperanzas libertarias.
Ello implica un desplazamiento del tortuoso juicio tradicional acerca de la ortodoxia y la herejía. Buena parte de la historia de la doctrina cristiana es un lúgubre recuento de censuras, condenas y anatemas, acompañado con excesiva frecuencia de sentencias trágicas para los declarados culpables de heterodoxia. ¿No fue acaso el mismo San Agustín, que nos conmueve y enternece en sus Confesiones, quien como obispo de Hipona, reclama y justifica la represión imperial de donatistas y pelagianos? Es irónico, pero muy ilustrador, que Tertuliano, autor de uno de los más feroces ataques contra las herejías (Liber de praescriptione haereticorum c. 200 d.C.), terminase censurado como hereje (por adherirse al montanismo). No son pocos los estudiantes novicios de teología que se asombran de espanto al descubrir que la gran disputa trinitaria del siglo cuarto versó en buena medida sobre la mentada iota que diferencia homoiousios de homoousios ¡Y ahora otras autoridades dogmáticas pretenden enclaustrar toda la cristología en el lenguaje anacrónico de la communicatio idiomatum!
Sin llegar a la peregrina conclusión de que el problema de la verdad sea mera ficción, no cabe duda de que toda consideración de la historia de la teología tiene que prescindir de los anatemas dogmáticos y las represiones eclesiásticas. Me parece acertada la sentencia de Baruch Spinoza: “Los verdaderos enemigos de Cristo son aquellos que persiguen a los rectos y amantes de la justicia solo porque discrepan de ellos y no comparten los mismos dogmas religiosos” (1670). A causa de sus divergencias doctrinales, Jan Hus en 1415, Girolamo Savonarola en 1498, Miguel Serveto en 1553, y Giordano Bruno en 1600, sufrieron la cruel muerte de la hoguera azuzada por las inquisiciones dogmáticas. Son víctimas emblemáticas de muchas otras vidas inmoladas en el sagrario de la ortodoxia intransigente.
A quien todavía permanece en esa mentalidad, le recomiendo la lectura del cuento de Jorge Luis Borges, “Los teólogos” (1949), una excelente muestra de la brillante ironía del gran escritor argentino, diestra en conmover de raíz las certezas dogmáticas. Es un relato tan exquisito como la deliciosa sátira sobre las controversias dogmáticas que con tanto humor gris redactó Erasmo en su Elogio a la locura (1511).
La teología es una empresa intelectual rigurosa y transdisciplinaria. No ha sido nunca, no es, ni puede ser una ínsula aislada. Se ha nutrido siempre de dos fuentes cuya conjunción nunca ha carecido de riesgos: la piedad religiosa y los sistemas conceptuales contemporáneos. Por algo, los monasterios, con su honda devoción, y las universidades, con su rigurosidad intelectual, fueron en la edad media las instituciones que albergaron la creatividad teológica. Karl Barth, máximo teólogo protestante del siglo veinte y crítico de la aridez religiosa de la teología liberal insiste, sin embargo, al introducir su Dogmática eclesiástica, en el carácter académico del pensamiento teológico y su lugar irrenunciable en el ámbito de los principales diálogos y debates intelectuales contemporáneos. Todos los volúmenes de esa su magna obra están repletos de diálogos con los principales pensadores de la intelectualidad moderna. Lo que pretendía Barth era, por un lado, desafiar el monopolio de la Academia arrogado por las disciplinas seculares, y por el otro, evitar el declinar de la teología en mediocre reiteración de fórmulas dogmáticas pretéritas.
Pero no es asunto únicamente de amplitud de temas y tópicos, sino también y sobre todo, de la variedad de perspectivas y ópticas de enunciación y análisis. Y, sobre todo, de inserción en la larga e inacabable historia de las esperanzas y luchas de liberación de los pueblos marginados y maltratados. Se trata de lo que la teología latinoamericana tildó de praxis, como matriz inseparable de la teoría. Es algo que hemos aprendido en el surgimiento vigoroso de teologías liberacionistas de múltiple cuño: latinoamericanas, feministas, mujeristas, afroamericanas, indígenas, tercermundistas, gais y queer. Nos topamos aquí con un alegre carnaval de la inteligencia de la fe. Un genuino concierto barroco, lo llamaría el gran escritor cubano Alejo Carpentier.
Las articulaciones conceptuales de las teologías de liberación no perecen, más bien se modifican y alteran. A pesar de las ansiedades y temores de ciertas jerarquías que aspiran a imponer modelos de restauración dogmática, no hay vuelta atrás en la correlación, lograda a fuerza de tantos desvelos y sacrificios, entre reino de Dios y liberación humana. Se equivocan las predicciones prematuras y generalmente interesadas de la muerte de la teología de liberación. Más bien, lo que acontece es una diversificación de perspectivas e identidades que no abdican la hermenéutica teológica y bíblica emancipadoras. Ciertamente, la intuición clave de “opción preferencial por los pobres” se ha fragmentado, al calor de las nuevas valoraciones de las identidades particulares, pero el resultado ha sido el fortalecimiento crítico de la perspectiva liberacionista, no su eliminación.
La rigurosidad del pensar teológico no tiene que confligir con la sugestividad poética de su discurso ni con su desafío profético. La poesía recorre los senderos del misterio, y, al así hacerlo, se hermana a la creatividad literaria que muchos, despistados por la rigidez del escolasticismo clásico, consideran su adversaria: la teología. Solo que esa hermandad resulta con lamentable frecuencia desafiante para los custodios de ortodoxias y fronteras cerradas. Como bien escribió nuestro lastimosamente fenecido poeta/fraile franciscano puertorriqueño Ángel Darío Carrero: “El poeta, al balbucir lo que pertenece al misterio, de suyo innombrable, roza siempre la ambigüedad, la irracionalidad y hasta la herejía… No me queda la menor duda: todo poeta es un profundo transgresor”.
Las curias eclesiásticas tienden a gustar de elegías. Confieso preferir con frecuencia las herejías…
“Alguien construye a Dios en la penumbra….
Es un judío
De tristes ojos y piel cetrina….
Desde su enfermedad, desde su nada,
Sigue erigiendo a Dios con la palabra”.
Baruch Spinoza
Jorge Luis Borges