Escobar: Paradise Lost
La novel cineasta Andrea di Stefano, inicia su carrera filmando un guión de su autoría que es excitante, aunque a veces demasiado dulce. Es la historia (ficticia) de unos hermanos que van a Colombia en 1991 buscando una playa donde saciar sus deseos de surfear y vivir una vida sin tribulaciones. Encuentran lo que buscaban, pero tropiezan con unos bandidos que quieren cobrarles por usar terrenos aledaños a la playa y que los amenazan con cuchillos y machetes.
Nick Brady (Josh Hutcherson, de Hunger Games, en una actuación matizada y compleja) y su hermano Dylan (Brady Corbet) son canadienses y tal parece que no han escuchado hablar de Pablo Escobar ni de los problemas que afligen la paz en Colombia en la última década del siglo XX. Son, básicamente, dos despistados un tanto ingenuos. Nick conoce accidentalmente una muchacha de quien queda prendado irremediablemente. Desafortunadamente, la chica es la sobrina del poderoso y desalmado narcotraficante Pablo Escobar.
Escobar (Benicio del Toro) es un tipo que ha desarrollado una multitud de seguidores por darle al pueblo no solo dinero en efectivo, sino casas, iglesias y clínicas de salud. Su carisma añade al encanto que su personalidad ha proyectado con los necesitados y los marginados. La facilidad que tiene para aparecer inofensivo lo amiga con Nick, quien está verdaderamente enamorado de su sobrina María (Claudia Traisac). Sin embargo, no transcurre mucho tiempo antes de que Nick se percate de la crueldad de su nuevo amigo y, como lo llama Escobar, “familia”.
Los truhanes que han amenazado a los dos hermanos canadienses, siguen a Nick a una tienda de ropa de hombre y le sueltan un perro rabioso que le induce una herida en un brazo. Luego de la fiesta de cumpleaños de Escobar, este irrumpe en el aposento de su nuevo familiar Nick, tiene una conversación amistosa e inquisitiva con él y, de paso, le pregunta qué le pasó en el brazo. Para saber las consecuencias de la respuesta un tanto esquiva de Nick hay que ver esta película satisfactoria.
Narrada en una serie de retrospecciones la cinta progresa magistralmente a través de la mezcla de santimonia y amenaza que rodea a Escobar para dejarnos ver cómo en parte funciona la mente de alguien que se ha hecho poderoso, y no tiene escrúpulos ni consciencia.
El gran logro de la película es haberle dado el papel de Escobar al genial Del Toro. Una habilidad destacada de un artista que interpreta el papel de un personaje como lo es Escobar es tener presencia aún en las escenas en que no está. Del Toro siempre ha tenido ese genio que le viene a muy pocos artistas que cuando necesita proyectar un sentido de amenaza lo hace de tal forma que uno no puede sacárselo de la cabeza, no importa cuán lejos esté la acción de su presencia. Del Toro va dejándonos ver sus artimañas, sus mentiras y falsas ternuras, su enfado y su maldad, con la delicadeza de un mago que nos engaña sutilmente para embaucarnos con su encanto personal. Al mismo tiempo, a pesar de que no comete directamente ninguna fechoría (para eso están sus lugartenientes y guardaespaldas) sentimos con cada escena que pasa que su perversidad ha de aparecer con todo su furor disfrazada de alguna demostración de amistad o cariño. Del Toro, ya bien sea en español o en inglés, nos susurra su vitriolo con la elegancia adquirida de alguien que se cree sobre la ley y sobre las leyes del hombre. La suya es una actuación de mil quilates y de profundo impacto. No dejen de ir a ver a este magnífico actor puertorriqueño crear un personaje odioso e inolvidable.
La relación entre Nick y María es un poco dulzona y hay momentos en que amenaza con quitarle al filme el sentido siniestro que siempre lo acompaña. Pero, cuando parece que el guión se va a ablandar, di Stefano aprieta las clavijas y nos devuelve a la realidad que rodea a estos amantes de destino incierto.
Es curioso que este filme no haya creado más ruido que el que ha logrado desde que debutó. Pienso que es porque el puñal está muy cerca del corazón de muchos norteamericanos. Si vemos, Escobar manufacturaba y mercadeaba un producto de consumo cuya exportación principal era a los Estados Unidos de América. Tenía comprada la policía y el ejército colombiano y liquidaba a sus contrincantes para mantenerse al tope de su negocio. Era católico y hablaba con un dios que le decía lo que tenía que hacer o le daba luz verde para hacerlo. Con sus guerras acumuló una fortuna que se calcula excedió los treinta (sí, 30) billones (sí, billones) de dólares. ¿Qué distingue a los hombres que hablaron con un dios que les dijo que invadieran a Irak, y que reabrieran la guerra en Afganistán , para repartir seis trillones (sí, trillones) de dólares entre sus amigos que producen armas y municiones, incluyendo mucho más de $30 billones para Halliburton? Máxime cuando mucho de ese cascajo terminó en los bolsillos de los propulsores de la guerra. Escobar siempre andaba al margen de la ley o rompiéndola abiertamente. Los arquitectos de la debacle del mediano oriente usaron la ley para saquear los cofres de la nación norteamericana y enriquecerse.
Camino a las ganancias, hasta 2013, habían muerto 4,475 soldados norteamericanos en Irak y 2,165 en Afganistán, sin contar los más de 35,000 heridos y los cientos de miles de civiles que perecieron a consecuencia de las guerras en el Mediano Oriente. Pablo Escobar era una asesino sanguinario y un narcotraficante deleznable y execrable que mereció la muerte que sufrió. Se podría decir, y sería cierto que, por lo menos, tenía algún sentir por los pobres. Francamente, al lado de los responsables de Irak y Afganistán, que además de sus hazañas desprecian a los pobres, era un nene de teta.