Eso tan tremendo que está por suceder: Antes que cante el gallo
Dos recuerdos poderosos generaron el guión de la película “Antes que cante el gallo” (Arí Maniel Cruz, 2016): cuando Kisha Tikina Burgos conoció a su padre en la cárcel y la costumbre de acompañar a su abuela en sus peregrinaciones religiosas. Eran los tiempos en que la Virgen acostumbraba aparecerse de vez en cuando en algún pueblo de la isla, cuenta, de manera que el paseo frecuente dejó una impresión duradera.1 Kisha Tikina junta esas dos evocaciones, su formación universitaria y profesional, y la complicidad de Arí Maniel Cruz, para presentar una historia que, de forma inquietante, los puertorriqueños reconocemos como familiar: claustrofobia, frustración, vulnerabilidad, desamparo.
La película “Antes de que cante el gallo” cuenta la historia de Carmín, una niña que vive con su abuela paterna en Barranquitas. Su padre lleva doce años preso. Su madre, embarazada de su nueva pareja, ha decidido buscar mejor fortuna en Estados Unidos y llega a despedirse. La abuela sabe que la mujer no volverá por la niña. Carmín también lo sabe, y por eso sufre y rabia. No se lleva bien con la abuela estricta y religiosa, y esto la hace muy infeliz. El padre por fin sale de la cárcel, y Carmín se encuentra súbitamente colmada de las atenciones de un hombre atractivo y extraño. “Es tu pai” le dice la abuela. “Tú no eres mi hija ná” le dirá el padre, aparentemente de broma, como un piropo. Las historias más tremendas son tragedias familiares.
El “canto del gallo”, su primera menstruación, es para la muchacha una condena. El cambio de niña a mujer se concreta y ninguna promesa se cumple. La abuela está evidentemente preocupada y en guardia. Con el “canto del gallo” llegarán las complicaciones y, sobre todo, la inserción de la niña en una sociedad sexualizada y conflictiva, víctima del dominio patriarcal y asediada por actitudes machistas. ¿Qué posibilidades tiene de escapar?
Hasta aquí parecería una anécdota común y sin interés particular, de no ser porque lo ordinario se presenta de una forma distinta a la acostumbrada en el cine puertorriqueño. Las imágenes de los campos de Barranquitas no aparecen en los cortos turísticos, los anuncios comerciales ni en las versiones fílmicas del país. No hay pretensión de ciudad, ni pintoresquismo sanjuanero, ni atardecer en la playa. El galán puede llevar chancletas y medias blancas, vestir un ancho calzón de baloncelista, y mantener su encanto siniestro. La femme fatale es una niña voluntariosa que blande un machete vestida con uniforme escolar. Las escenas sexuales más crudas se desarrollan en medio del monte con mucha luz: versiones criollas de acoplamientos entre sátiros y ninfas en el bosque. Lo cotidiano se presenta con extrañeza: desde el cuarto de Carmín se escucha el llamado a los residentes a conocer la Virgen. Algo extraordinario está siempre a punto de suceder en un entorno familiar. La abuela espera, con genuina fe, a la madre de Dios al pie de una mata de plátanos.
La película nos encierra con Carmín en un barrio de Barranquitas. Otra hubiera sido la historia, si la fealdad de un paisaje, acaso urbano, hubiera enmarcado los acontecimientos, pero este panorama claustrofóbico nos marea con el verde de la montaña, nos hipnotiza con los trinos de los pájaros. La vuelta al campo – espacio privilegiado inicialmente por nuestra literatura para auscultar la realidad puertorriqueña – por otro lado, nos invita a una lectura simbólica desde el inicio de la película.
“¿Dónde estás María?”, se escucha cantar mientras la pantalla oscura va presentando los créditos. Hay sonido, pero aún no hay imagen. ¿Dónde estás María?, como decir ¿dónde estás Carmín?, pues a esta candorosa voz se le suman otras voces infantiles y el insistente llamado de ¡Carmín! Aparece por fin la imagen de la jibarita enfurruñada con la bandera de Puerto Rico de fondo. Baja las escaleras furiosa, va deshaciéndose de los elementos del disfraz (la flor en la oreja, los collares) mientras se dirige a su escondite: las raíces de una enorme ceiba oculta en el monte. Se viste su ropa de diario, se acomoda los audífonos por los que suena un ritmo reguetonero y enciende un cigarrillo. La muchachita fuma mirando a lontananza. En el silencio del monte resuenan las omnipresentes tortolitas. Kisha Tinina Burgos ha despojado a la Silvina de La charca de toda su mojigatería anacrónica. La niña está harta. Breguen.
Los primeros minutos de “Antes que cante el gallo” nos fuerzan, sobre todo, a escuchar, como en el inicio de “La niña santa” (2004) de Lucrecia Martel, película cuya deuda Kisha Tikina Burgos reconoce. El sonido, particularmente el del barrio rural que mezcla naturaleza y maquinarias, articulado con la música de Eduardo Cabra, será en la película de Arí Maniel Cruz, elemento fundamental. Los contactos con el film de la directora argentina, “La niña santa”, son evidentes: la mirada curiosa de la muchacha que descubre el mundo perverso de los adultos, las imágenes de su mano acariciando las texturas de la pared como señal del despertar erótico de la niña. Allí también hay una joven furiosa y observadora, encerrada en una rutina familiar, que despierta al erotismo. Ambas películas exploran el tema de la familia y las relaciones ambiguas. Los espectadores de esta otra película nos mantenemos a la espera de eso tremendo que está por pasar. La tensión de “Antes que cante el gallo”, sin embargo, se resuelve y, a diferencia de la película de Martel, que nos deja con un pie en el aire, se concluye en ánimo, tal vez, conciliatorio.
Valga apuntar que son evidentes las coincidencias de “Antes que cante el gallo” con la película anterior de Arí Maniel Cruz y Kisha Tinina Burgos, “Under my nails” (2011). En esa primera película, una joven boricua que reniega de su pasado – por buenas razones – se obsesiona con la relación abusiva de sus vecinos dominicanos. Como si espiara su propia historia – se sugiere el vínculo con la relación de sus propios padres y la identificación del amante abusador con la figura paterna – se arriesga a cruzar los límites. Se trata, además, de un conflicto de fronteras: idioma, identidad, lo siniestro nuevamente enmarcado en un entorno familiar, insignificante, acaso vulgar.
En las primeras escenas de “Under my nails” encontramos la misma actriz, Miranda Purcell, más niña, también fascinada por la presencia paterna. Se trata el tema de la violencia, el erotismo, la ausencia del padre, el desamparo. El efecto musical es importante, como en la segunda película. El paisaje, sin embargo, es la calle desolada del invierno neoyorkino. En esa ocasión vemos los fragmentos de la diáspora: República Dominicana, Haití, Puerto Rico; las mujeres que se guarecen en el nail salon escuchan la misma música: Mima, Calle 13, Cultura Profética, Rita Indiana. La bestia simbólica que invade el apartamento en la ciudad es el lagartijo caribeño que también sobrevive trasplantado, a pesar del invierno. La madre del varón violento no será tan piadosa como la de “Antes que cante el gallo”, pero guarda hacia su hijo la misma devoción: “Me vas a tener que matar”, amenaza, en defensa del bambalán.
En “Antes que cante el gallo” Arí Maniel Cruz logra manipular lugares comunes y convenciones del cine y el relato contemporáneo para plantear una historia con visos alegóricos, que por más que miramos, más nos provoca a la interpretación, o acaso a plantear más preguntas. Lo rural contemporáneo (el canto de los gallos, el batir de las hojas en el platanal, pero también el rugido de los jeeps y las podadoras de grama) se manifiesta en toda su contradicción y familiaridad. Esas imágenes, esos sonidos, son nuestros. Dice el director: “Me gusta el cine que se parezca a nosotros, que suene como nosotros, que se vea como nosotros y que no deje de tener profundidad porque no necesariamente las cosas tienen que ser simples, porque creo que la vida es bien compleja y el cine tiene que serlo también”. El reto más grande, según Arí Maniel Cruz, fue lograr el tono general de la película, una historia sobre descubrimientos personales. Consciente de estar usando clichés y estereotipos busca jugar con el género, necesita llevarlo a sus últimas consecuencias para lograr su efecto: “Que el público pueda sentir lo que siento yo cuando veo la película”. 2
En un país y en un momento en el que se acumula la violencia en repetidas imágenes y desgracias solapadas, hablar de cosas tremendas que aparecen parsimoniosamente como manchas en la pared, como leves inquietudes del espíritu, supone otra forma de mirar, de escuchar, en fin: de percibir el mundo, tan lastimado y vulnerable. Esta otra manera es la que proponen los responsables de “Antes que cante el gallo”, como si estas revelaciones de alguna forma nos sanaran.
- Para este artículo me refiero a las declaraciones de Kisha Tikina Burgos para “En Fila” de Bonita Radio, el 19 de octubre de 2016. URL: https://www.youtube.com/watch?
v=MBclOZjmam8 [↩] - Citas de la entrevista para Punto RED News, 29 de agosto de 2016. URL: https://www.youtube.com/watch?
v=HczxlMbvHn8 [↩]