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Estado universal, historia universal y sumisión

Rafael AragundeRafael Aragunde Publicado: 11 de junio de 2021



Déjalo que suba, déjalo que suba,
déjalo que ponga un pie,
que van a llevar latigazos
hasta los que están por nacer
–Ismael Rivera

1

Nunca se recuerda lo suficiente la dureza con la que se impone la sumisión, cualquiera que esta sea, entre individuos, entre grupos o sectores, o entre naciones o países. Siempre se pretende que lo que se paga por el sometimiento es poco y que a la postre hay más beneficios que sacrificios. Pero no es así.

Recuerdo conferencias en instituciones universitarias del extranjero en las que todavía se hablaba elogiosamente de la gesta histórica de Julio César al mando de sus legiones. En estas se daba por supuesto que las del también militar que supuestamente lo había inspirado en algún momento de su vida, Alejandro de Macedonia, mejor conocido como Alejandro Magno, habían sido igualmente eventos civilizatorios de amplio valor. Al reflexionar sobre ellos no se mencionaba la sangre derramada, sobre todo la proveniente de las venas de los pueblos invadidos. Se pretendía que pensáramos que aquello representaba el generoso y sacrificado esfuerzo de aquellas sociedades por alcanzar la construcción de un gran Estado Universal en el que se viviera la fraternidad global con la que se había soñado en todas las sociedades durante siglos, un estado de situación en el cual conviviríamos como hermanos y en el cual ya no habría más guerras; como si los hermanos no riñeran. No importaba que en el proceso se fueran imponiendo valores y visiones que no correspondían a las realidades de los sometidos, quienes de todos modos se beneficiarían.

¿Qué otra cosa que no fuera el establecimiento de los ideales más excelsos de humanidad podía significar aquella llegada de lo que era definitivamente una cultura superior, de acuerdo a los estudiosos que estaban al servicio de los que realmente se habían beneficiado de ella? ¿Cómo dudar que aquella nueva cultura había abrazado dadivosamente a pueblos que antes habían vivido en la escasez y la ignorancia?

El modelo griego y romano de relacionarse con otros pueblos a través de la rapiña, pues no fue otra cosa, se repetiría infinitamente a través de los tiempos. El esquema sugerido por Alejandro lo implantarían Julio César y César Augusto, y lo perfeccionaría la Iglesia Católica. Inicialmente griego, luego romano, después latino, español, portugués, francés, inglés, aquellos Estados que se han ido sucediendo son el mismo Estado, según lo vio Bossuet, quien propone una Historia Universal que comienza con la creación y en la que sugiere que la monarquía francesa del siglo XVIII era la heredera de Roma. No es de extrañar que no solo Napoleón Bonaparte y Adolfo Hitler hicieran referencia al Sacro Imperio Romano para inspirar a sus huestes. Retomaban la Historia Universal que autorizaba a sociedades como las suyas a eliminar a todo aquel que resistiera su vocación imperial.

Aunque afectados por ello, nosotros no supimos verlo de esta manera por mucho tiempo, pues los textos y las explicaciones que se ofrecían en el caso nuestro para describir el encuentro entre los indígenas de nuestras islas en primer lugar y los africanos esclavizados en segundo lugar, con los peninsulares ibéricos, obviaban el abuso. Los súbditos nos tardaríamos siglos en darnos cuenta de lo que aquel Estado impuesto significaba. Hoy mismo apenas nos percatamos de que el reclamo de que existe una historia universal con sus capitales en Estados coloniales y a partir de Alejandro de Macedonia siempre fue una trampa. Orosio, discípulo de Agustín de Hipona, se basará en la magna obra del obispo africano para insistir en que aquella única historia del mundo sería una historia salvífica. Inserto Dios en ella, no sorprenderá entonces que su tema principal será la confrontación entre bárbaros y cristianos, en la que estos últimos mantendrán su derecho a someter a quienes se encontrarán en el camino[1].

2

Entre nosotros, año tras año se nos daba a entender en nuestras instituciones educativas que quienes nos colonizaron habían llegado inspirados en una intuición genial de un individuo, Cristóbal Colón, quien, superando resistencias tercas, había logrado el respaldo sacrificado de una reina generosa que lo había empeñado todo por nosotros, Isabel de Castilla. Nada se nos decía sobre las luchas y conspiraciones en las que había estado involucrada para llegar a ocupar aquel cargo que ostentaba y para mantenerlo posteriormente. Sin embargo, lo que se nos enseñó relacionado a ello apuntaba a la posibilidad de una intervención que había sido querida y dirigida desde las alturas celestiales. ¿Cómo nos íbamos a atrever a poner en entredicho tal avance histórico en el cual “pueblos bárbaros”, según escribía el papa Clemente VII[2], evidentemente ignorantes para ellos, habríamos de ser convertidos a la única religión verdadera? Obviamente, más que como evento histórico caracterizado por la incertidumbre humana, el avance se intentaría concebir como uno religioso.

Nada se decía, pero peor, hoy tampoco se traen a colación como se debieran, las muy importantes obras de Aimé Casaire, Discurso sobre el colonialismo (1950 y 1955); de Albert Memmi, El colonizador y el colonizado (1957); y de Frantz Fanon, Los condenados de la tierra (1961), que le hacían frente al engaño. Se trata de testimonios que contribuían a conocernos como realmente éramos. Era la respuesta correcta que se le daba a la máxima socrática “conócete a ti mismo” en los países que pugnaban valientemente por dejar la pobreza y la ignominia atrás en aquellos años cincuenta y comienzos de los sesenta. Nosotros malinterpretábamos a Platón al desligarlo de nuestras preocupaciones inmediatas, dejándolo estacionado en el librero, como si atender la máxima con una referencia directa a nuestra realidad la desmereciera. Confundidos, creíamos que aquella realidad nuestra no era tan realidad como la de la antigua Grecia. La sumisión parecía ser efectiva.

Tampoco nuestra historia tenía algo que ver con las luchas que en aquellos años se habrían de dar cerca de nosotros en Guatemala, en Cuba y en la República Dominicana, o más lejos, en el norte de África y en el sureste asiático. Todavía concebíamos la historia, desde luego universal, como el desfile glorioso de los grandes hombres, que no de los pueblos ni de las mujeres.

3

Se dice que, en la ciudad de Jena, en la que a la sazón era profesor universitario, el muy importante filósofo alemán Hegel (Georg Wilhelm Friedrich) expresó que al ver a Napoleón había visto a caballo al Espíritu Absoluto, protagonista de su filosofía de la historia. Cierto, chiste, comentario irónico o invento de alguno de sus detractores, o apologetas, reflejaba adecuadamente la resistencia de algunos ilustrados a entender la transformación que se estaba dando en el ámbito de los protagonismos históricos a medida que nos acercábamos a la llamada modernidad. Desde luego, el mismo Hegel probablemente creía que el nuevo Estado prusiano que lo haría profesor en la recién fundada Universidad de Berlín, representaba mejor que la Francia revolucionaria, aquel tercer momento de la evolución del Espíritu Absoluto que él había identificado. La historia universal no se trataba de eventos fortuitos. La libertad avanzaría de oriente a occidente, de una sociedad en la que solo uno era libre, pasando por la libertad de algunos pocos, hasta llegar a la suya en la que tal libertad se compartiría entre ciudadanos aburguesados.

En ciertas ocasiones se identifican a Friedrich Nietzsche y a Thomas Carlyle como estudiosos que ayudaron, aunque desde ángulos teóricos distintos al de Hegel, a perpetuar este acercamiento individualizador a la historia. En el caso de Nietzsche, sin embargo, no se debería perder de vista el planteamiento que hace en una de sus Consideraciones intempestivas. Allí insiste en que los modos de concebir la historia deberían de ser evaluados desde la perspectiva del servicio que le podían ofrecer a la vida.

En aquel mismo escrito Nietzsche planteará entonces que, desde un punto de vista monumental, se le acercan a la historia aquellos que están activos y aspiran a la construcción de un orden. Pero desde un punto de vista que describe como anticuario, van en busca de ella los que desean conservar y venerar lo que hay. Y desde un punto de vista que cualifica como crítico, los que sufren y tienen necesidad de consuelo. Si bien Nietzsche es capaz de llamarnos la atención en esta especulación, más o menos críticamente, sobre la necesidad de que evaluemos cómo es que el estudio la historia puede ser abordado, también plantea en alguna ocasión, habría que ver si un tanto livianamente, que el ser humano poderoso ideal sería “el césar romano con el alma de Cristo”[3]. De este modo nos remite a la concepción de una Historia Universal que postula la importancia y exclusividad del procerato, tal y como lo hará al referirse a figuras como Cesare Borgia y Mahoma. “Ninguna de las cosas grandes, ninguna de las cosas bellas puede ser jamás bien común: pulchrum est paucorum hominum (lo bello es cosa de pocos hombres), escribe en una de sus obras[4].

Así parece entender también la historia el inglés Thomas Carlyle. En su texto más conocido, escribe que en el fondo la Historia Universal no es sino la historia de los grandes hombres. Estos naturalmente son los “conductores de muchedumbres, forjadores, modelos y, en cierto aspecto, creadores de cuanto intentó efectuar o lograr la humanidad”[5].

4

Cuando se camina por algunas de las capitales europeas, Roma, Madrid, Berlín, Viena, Lisboa, París, un visitante consciente se confronta con el dilema que plantea la innegable presencia de la belleza en lo que se observa. Interesado también en sus orígenes se preguntará también de dónde viene toda aquella riqueza. ¿Cómo fue que llegó hasta allí? ¿Por qué no hay algo de ella en aquellas tierras en la que la respectiva metrópolis sometió a la población, pretendiendo civilizar? Se siente indignación al pensar que se tendría que reclamar gran parte de ello, si no todo, a nombre de quienes trabajaron, sometidos y sometidas, para hacerla realidad.

Lo mismo ocurre al entrar a sus museos, igualmente al observar documentos de todo tipo en sus bibliotecas. Uno se debate entonces entre la admiración que se siente por la obra y la indignación por el abuso que ella intenta esconder. No hay en esa indecisión nada que deba mortificarnos, pero la incomodidad es innegable. ¿Cómo se puede celebrar lo que costó maltratos de toda índole, frecuentemente vidas y mucho descontento? En Las venas abiertas, Eduardo Galeano presenta, como correspondía que alguien lo hiciera, las extraordinarias riquezas que se han extraído de las tierras americanas, continentales e isleñas[6]. Igualmente, los trabajos de Edward Said evidencian muchas injusticias, pero sobre todo muestran cómo inclusive los modos de concebirse a sí mismos de los habitantes de sociedades sometidas tienen más que ver con los prejuicios con los que nos miran los que nos han sometido a su orden, que con los esfuerzos que hacemos por conocernos a nosotros mismos.

Los versos que cita Miguel León Portilla, descritos como la profecía de Chilam Balam de Chumayel, profeta, lo expresan mejor: “Nos cristianizaron, pero nos hacen pasar de unos a otros como animales”[7]. Quizás lo peor ha sido que el mismo cristianismo, una vez se institucionaliza y desarrolla un acercamiento geopolítico, primero en el continente europeo, pero después a través del globo, asumió la herencia grecorromana. El Papa Clemente VII, nos dice Luis Rivera Pagán en su valioso texto ya citado, “escribe a Carlos V, el 8 de mayo de 1529: Confiamos en que todo el tiempo en que estéis sobre la tierra, obligaréis y emplearéis todo vuestro celo en hacer que los pueblos bárbaros lleguen al conocimiento de Dios… no solo mediante edictos y amonestaciones, sino también por la fuerza y las armas si fuese necesario para que sus almas puedan compartir el reino de los cielos”[8].

En aquel mundo, en el que un Papa le escribía de esta forma a quien era probablemente al monarca más poderoso del globo en aquella época, se continuaba pensando que se tenía el derecho a imponer cultura y religión a quienes se sometía. ¿No lo había autorizado, mucho antes de Clemente, Agustín de Hipona, al declararse “en favor de la persecución sangrienta de los donatistas más de mil años antes[9]? Por otro lado, Bartolomé de las Casas y otros habrán defendido a los indígenas sometidos, pero no plantearon permitirles a estos continuar practicando sus religiones porque constituyeran modos legítimos de llegar a la divinidad, o eran de gran valor. Esto nos llevaría siglos todavía.

No hay modo de justificar el sometimiento con el cual se culminó el encuentro entre tantas sociedades distintas. Sin embargo, cuando se observa en los Estados Unidos la posibilidad de un regreso a un sistema como el del apartheid surafricano, tenemos que concluir que no hemos avanzado mucho.

5

Específicamente en Roma, después de caminar un rato entre el Coliseo y el Foro, entre el monumento de Vittorio Emmanuelle y el Vaticano, quien tome conciencia de lo que la llamada civilización se ha valido para plasmar talento y belleza en sus creaciones, prefiere coger otra ruta y acercarse a lugares menos impresionantes, pero por lo mismo quizás más reveladores. ¿Por qué entonces no caminar hacia el Campo de Fiori y después continuar hacia el Trastevere, barrio romano conocido de tal forma porque desde el centro de la ciudad queda más allá del río Tíber (Tevere en italiano)? Se trata de dos espacios que inspiran mucha más confianza en la humanidad que el despliegue imperialista del resto de la ciudad.

El Campo de Fiori nunca conoció la majestuosidad porque allí no se construyó ningún monumento y se mantuvo durante más de dos milenios como un campo baldío en el que crecían flores silvestres. No sería hasta el siglo XIX cuando se iría transformando en el mercado mayormente de comestibles que es hoy durante el día, aunque también se consiguen algunas flores, y en el conjunto de restaurantes que abren en la noche. Hay algo que sin embargo es indiferente a las horas que acabo de mencionar. Y es que en el centro de la piazza, imponente y adusto, agarrando un libro y con la vista elevada en dirección al Vaticano, se encuentra una escultura que representa al filósofo, científico y religioso Giordano Bruno. Este fue quemado allí mismo en el año 1600 por no someterse.

Después se puede continuar por aquellas pequeñas y sobrepobladas calles que conducen al Trastevere, barrio también de abundantes calles estrechas y callejones que tampoco ha conocido la monumentalidad del resto de la ciudad. Allí impacta menos el recuerdo de la sumisión que, así a muy grandes rasgos, ha caracterizado aquella búsqueda de un Estado Universal que se dice comenzó con la Historia Universal que inaugurara Alejandro de Macedonia, hijo de Filipo.

________

[1] Löwith, Karl, El sentido de la historia, Implicaciones teológicas de la filosofía de la historia, Madrid: Aguilar, 1968, pp. 250 y 251.

[2] Cita tomada del valiosísimo libro de Luis Rivera Pagán, Evangelización y violencia, La conquista de América, San Juan: Editorial CEMI, 1990, p. 367.

[3] Ver aforismo 976 de la traducción al español del texto organizado por otros tras la muerte de Nietzsche, La voluntad de poder, Madrid: Edaf, 2008.

[4] Nietzsche, F., Crepúsculo de los ídolos, Madrid: Alianza, 1973, p. 82.

[5] Carlyle, Thomas, Los héroes, Buenos Aires: Espasa Calpe, 1950, p. 9.

[6] Galeano, E., Las venas abiertas de América Latina, México: Siglo XXI, 1980.

[7] León Portilla, M. El reverso de la conquista, México: Joaquín Mortiz, 1990, p. 85.

[8] Rivera Pagán, L., Op. Cit., p.367.

[9] BurcKhardt, Jacob, Reflexiones sobre historia universal, México: FCE, 1983, p. 99

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Rafael Aragunde
Autores

Rafael Aragunde

Por su libro El desconsuelo de la filosofía, Rafael Aragunde fue distinguido en el 2018 por el Instituto de Literatura Puertorriqueña con el Primer Premio de Literatura en la Categoría de Investigación y Crítica. Entre otras publicaciones a su haber están los siguientes libros: Sobre lo universitario y la Universidad de Puerto Rico, Hostos, ideólogo inofensivo, moralista problemático y La educación como salvación, ¿en tiempos de disolución? Fue Rector entre el 2002 y el 2005 de la UPR en Cayey y Secretario de Educación de Puerto Rico entre el 2005 y el 2008. Actualmente es profesor de filosofía en el Recinto Metro de la Universidad Interamericana de Puerto Rico.

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