Estética de la protesta, inercia y la obligación de desobedecer
Puesto que la mayoría obedece,
y obedece hasta dejarse imponer
el sufrimiento y la muerte, mientras
que la minoría manda, esto indica
que no es cierto que el número sea
una fuerza. El número, por más que
la imaginación nos lleve a creer otra
cosa, es una debilidad.
–Simone Weil (1937)
A través de nuestra historia hemos sido testigos de incontables actos de protesta que han provocado cambios importantes en nuestra manera de relacionarnos, de pensarnos y de ser en el mundo. La tragedia griega es un exponente paradigmático de cómo la desobediencia a la norma, como modalidad de protesta, puede generar cambios trascendentales en el orden de convivencia. La codificación y normativización de derechos fundamentales, tanto civiles como humanos, suele ser otro ejemplo notable de esto en la Modernidad. Estas garantías no han sido concedidas graciosamente, sino reconocidas luego de incontables luchas y diferencias que se han impuesto en la relación de poder entre seres humanos. De ordinario, no han sido los sectores dominantes de los diversos periodos históricos quienes han concedido la mayoría de derechos que hoy se encuentran al menos plasmados en nuestras normas legales. Han sido, sin embargo, los efectos de las tensiones de poder generadas por sectores inconformes con el statu quo los que han impuesto nuevos escenarios más justos y equitativos. Para esto, la protesta ha sido una herramienta imprescindible tanto para la democracia como para la política misma.
Sin desacuerdo no hay democracia posible, como advierte un tópico muy relevante de Rancière, y sin diferencias no hay algo por construir. La existencia de consensos en política es tan necesaria como peligrosa. Por un lado, sin consenso la política no podría funcionar formalmente, y por otro, la perpetuación de consensos puede erradicar la posibilidad de ese desacuerdo que funge como vórtice de creación. Los consensos, por tanto, deben revisarse constantemente para percibir su adecuacidad a las necesidades de la realidad en cada momento. Una forma de enfrentar la falta de adecuacidad de estos consensos es la protesta. Mientras el sector conservador, de ordinario, pretende perpetuar ciertos consensos que sirven útilmente a sus intereses particulares, otros sectores menos privilegiados utilizan la protesta como oportunidad de retarlos y abrir la posibilidad de construir unos nuevos. Por tal razón, no es descabellada la idea, tan difundida en Latinoamérica por Gargarella, de que la protesta es el primer derecho.
Sin embargo, la protesta como herramienta política no está exenta de perpetuarse como consenso ella misma. Es decir, en tanto manifestación de inconformidad también puede ser parte de una narrativa que se retroalimente y se autosatisfaga como fin en sí misma. Esto convierte su técnica en un fin en sí, obviando su carácter mediático, lo que puede encapsularla en una especie de carrusel simbólico de lo ya conocido y aceptado, si no venerado. Con la conversión de algunos modos de protesta en fines en sí mismos, esta pierde la oportunidad de fungir como negatividad ante el objeto o situación protestada. Se convierte, entonces, en cierta positividad que legitima y valida la interacción que resguarda la relación que se pretendía protestar. Se funde, de esta manera, con la relación humana que vertebra la producción de lo que se pretendía protestar en principio. Este es el efecto que peligrosamente puede emerger cuando la potencial negatividad de la protesta es neutralizada por múltiples causas políticas, económicas, sociales y culturales.
Frente a esta desnaturalización de la protesta como negatividad de lo vigente, lo que caracterizaría la protesta inocua sería su mero performance, su interpretación fenoménica y, por lo tanto, su estética benigna. Dicho de otro modo, mientras que a los sectores dominantes y dirigentes esas formas de protesta no les provocan cambios importantes en sus privilegios económicos, políticos y sociales, a ciertos sectores menos favorecidos socialmente se les suele ver justificar esas mismas protestas con relatos que van desde lo melancólico a lo bello. Pese a su carácter inicuo, y con ello no se quiere decir que toda modalidad de protesta sea ineficiente, aunque sí un gran cúmulo de ella, su justificación suele enmarcarse en narrativas que expresan un consenso de lucha social anclado en escenarios y tiempos muy diferentes a los contemporáneos. El aprendizaje interno de los procesos de protesta, que pueden ser agentes catalíticos para la politización en sociedades cada vez más despolitizadas, también suele ahondar en la justificación de la modalidad de protesta que sea, por más inefectiva que haya resultado en la búsqueda de sus objetivos. Estos aspectos positivos, si bien deben ser reconocidos, no deben suplantar la reflexión sobre la inefectividad de las modalidades de protesta que usualmente adoptamos y reproducimos de forma acrítica y mecánica.
Esto último es lo que debe ser evitado si partimos de la razón crítica. La protesta no debe ser la bisagra caliente de un engranaje sistémico que la utiliza para justificarse y, de esa manera, contribuir a fundamentar su inequitativa repartición de beneficios, recursos y oportunidades. La actitud de lo sectores conservadores es precisamente esta. Una protesta que realmente amedrente la situación de sus privilegios será repelida de forma voraz, quizá con niveles de violencia como no conocemos en nuestros tiempos. Debemos preocuparnos, sin embargo, si adoptamos formas de protesta con las que esos mismos sectores coincidan como tolerantes y hasta auspiciadores de estas. La típica felicitación de algún líder legislativo por alguna protesta bien vista, pese a que no influya en lo más mínimo en sus decisiones políticas sobre lo protestado, es un caso paradigmático de cómo algunas protestas suelen complementar positivamente el sistema que en teoría pretendió ser cuestionado, rechazado o enmendado.
Otra forma de desnaturalizar la negatividad de la protesta es su normativización en exceso. Restringir mediante reglamentos, órdenes, leyes u ordenanzas las actividades de protesta por parte de quienes suelen representar el statu quo es, de por sí, extremadamente sospechoso. Ser suspicaz ante este hecho no significa caer dentro del simplismo dicotómico orden y desorden; ya una gran cantidad de conductas atribuidas al supuesto desorden están (excesivamente) tipificadas en nuestras normas penales. Sin embargo, cada vez más se percibe cómo desde el Estado se reglamentan formas típicas de protesta que alejan la espontaneidad ciudadana del protocolo predecible de nuestras instituciones de poder. Más aún, como efectivamente hemos visto en años recientes, acciones paradigmáticas de ciertas modalidades de protestas ya no sólo se han restringido, sino que se han penalizado directamente. Las más recientes enmiendas al Código Penal a estos efectos son un ejemplo claro de ello. Entre los mensajes que ello conlleva, hay uno que resalta sobre el tópico aquí discutido. El Estado, a grandes rasgos, permitirá aquella protesta que se aleje lo más posible de alguna desestabilización del orden que pretende ser protestado. Es, en definitiva, la consumación de la protesta como positividad de un sistema que pretende blindarse contra la negatividad absorbiéndola.
Ante este intento de erradicación de la protesta como otro medio ciudadano de hacer política, particularmente en modelos de democracias representativas en crisis, es imperativo reflexionar críticamente sobre dos asuntos específicamente. Primero, la efectividad o inefectividad, que evidentemente es gradual, de los modelos de protesta utilizados hasta ahora en la contemporaneidad. En segundo lugar, la reacción y postura de los sectores disidentes que realizan o participan de la protesta en relación a esa posible falta de efectividad. Es necesaria esta autocrítica por parte, principalmente, de los agentes que se encuentran en peor posición estratégica en la ecuación de poder político, económico y social. Dilatar esa radiografía sobre la inefectividad y positividad de la protesta en nuestro contexto crítico, sería decisivo para afrontar críticamente los retos institucionales que hoy nos acechan.
El propósito de ese análisis impostergable no es el de convencerse sobre la inviabilidad de la protesta en nuestros tiempos. Todo lo contrario. Mientras el Estado sea tan imperfecto y deficitario como lo es y probablemente sea por mucho (o por siempre), la protesta ciudadana deberá servir como mecanismo plebiscitario ante la ineficiencia y falibilidad de las instituciones en atender determinadas necesidades o intereses. Como bien advertía Habermas en la década de 1980, es de democracias maduras el aceptar la protesta, en su caso la desobediencia civil específicamente, aunque no exclusivamente, como parte de la participación activa de la ciudadanía en el quehacer político de una democracia representativa insuficiente. No puede ser de otra manera si consideramos a la democracia con un mínimo de materialidad y no meramente con su esquema formal de comicios electorales. La protesta, en sus diversas modalidades desde las formas de objeción de conciencia hasta la desobediencia civil, es parte de la cristalización social y política del desacuerdo que justifica que exista la democracia.
Siendo esto así, se hace insostenible que la positivización de la protesta, desde la esfera institucional de poder mediante su normativización, hasta su justificación por parte de quienes la restringen a un marco nostálgico de representación estética, se convierta en un modelo hegemónico en nuestras democracias formales. Bajo ningún concepto esto quiere decir que formas de protesta como las marchas o las huelgas se descalifiquen de por sí como instrumentos inservibles ante los escenarios actuales. Lo que quiere decir es que esas modalidad tradicionales de hacer protestas, desde las marchas multitudinarias hasta los paros institucionales por un tiempo determinado, deben medirse justamente por su efectividad en la consecución progresiva de los fines políticos propuestos, no meramente por la existencia en sí del performance de la protesta. No es suficiente con participar o sentirse complacida con asumir cierto rol en la estética de la protesta, en su exteriorización fenoménica. También hay que ser autocríticos individual y colectivamente sobre la eficiencia del medio que se está utilizando para influir institucionalmente en los poderes públicos. En la protesta usualmente se aprende y se informa, se disfruta y se indigna, se discrepa y se acuerda, pero esos procesos de maduración política no deben ser óbice para la autocrítica sobre la efectividad del medio empleado.
El peligro de no ejercer esta autocrítica es la aparición de una peligrosa inercia ciudadana que tiende a empobrecer el escenario político. Si para las instituciones públicas la protesta de la que formé parte en la mañana no fue realmente relevante para modificar alguna postura institucional (ni directa ni indirectamente, a través, por ejemplo, de la influencia en la opinión pública), hay algo que debe ser enmendado. Conformarse con esa asistencia, por más rica que haya sido como experiencia personal y hasta profesional, no es cónsono con la utilización de medios efectivos para influir en los órganos de poder institucional. Reflexionar sobre cómo influye mi participación en esa protesta es, sin duda, un análisis deseable si pensamos estratégicamente. Pensar colectivamente sobre los resultados de esa protesta, a su vez, es un ejercicio decisivo para el éxito o fracaso político a corto o a largo plazo. Los procesos de lucha son eso, procesos, y cada uno tendrá el ritmo que vaya surgiendo, pero lo que no puede ocurrir es que esa reflexión crítica sobre la eficacia y eficiencia del medio político empleado sea pospuesta o ignorada.
Esta peligrosa modalidad de contribuir a la desnaturalización de la protesta como negatividad ocurre en un escenario tan complejo como peligroso. Antes las fuentes de poder institucionales eran claramente discernibles en términos generales. Los Estados modernos solían reunir un monopolio de poder al cual se le oponían sectores disidentes. Lo mismo con el sector capitalista tradicional, que contaba con sus instalaciones físicas, con sus gerenciales más o menos visibles, con sus intereses lucrativos a flor de piel. No obstante, en nuestro escenario contemporáneo el Estado moderno se ha vaciado de ese monopolio de poder, y quienes ostentan la soberanía, es decir, aquel poder de decidir sobre el estado de excepción, como dilapidó Schmitt hace casi cien años, son agentes prácticamente invisibles, privados, imprecisos y tan volátiles como les permite el sistema normativo y tecnológico que es hegemónico hoy en día. El poder soberano no ha vuelto, en la visión contractualista del materialista Hobbes, a quienes lo legaron al Estado moderno para neutralizar la peligrosidad que les acechaba. El poder soberano hoy lo ostentan agentes sin rostros ni responsabilidades públicas que, como vemos a diario, utilizan gran parte de la maquinaria del Estado como consejo asesor de sus intereses económicos individuales.
Esto último es más problemático aún. Usualmente solemos dirigir las diversas modalidades de protesta, y razones no faltan, contra instituciones y funcionarios públicos. Es típico hacer piquetes frente a oficinas gubernamentales, interrumpir el flujo vial de cierto edificio público o realizar una manifestación en las gradas de alguna de las cámaras legislativas. Es normal y lógico que esto ocurra. Dentro de los parámetros y categorías tradicionales, esos son espacios donde se suele concentrar el poder soberano –de ser realmente soberano- en una forma de Estado moderno ordinario. Sin embargo, como hemos visto, ya ese Estado moderno no ostenta el poder que se le suele atribuir prima facie, aunque sí podría en algunos casos de haber voluntad política para ello. Una de las consecuencias más nefastas de la progresiva despolitización de las instituciones y de la sociedad, de esa suplantación institucional por consejos de expertos y el dominio de la administración tecnocrática de la res pública, es que el Estado se vuelve más susceptible de ser manejado y dirigido por una minoría de agentes del mercado económico. ¿Qué mejor manera de hacerlo que convencer tanto a constituyentes como a funcionarios de que no hay otra salida que adaptarse a las presuntas leyes del mercado financiero?
¿A quiénes, entonces, se deben dirigir las protestas para que sean realmente efectivas? Si nuestros Estados y sus administraciones se concentran casi exclusivamente en reformular el gasto público y administrar los recaudos con el fin, ya expreso, de satisfacer los intereses de una pequeña minoría económica que suele ser apátrida y cada vez más globalizada, ¿serán las instituciones públicas los objetivos más adecuados para dirigir la disidencia? Que no se malinterprete esto último, por supuesto que las instituciones públicas deben ser objeto de actividad política y de participación ciudadana activa. No obstante, ¿será suficiente esta labor frente a las instituciones públicas de un Estado que cada vez es más servil e impotente? El escenario se complica aún más cuando es en una colonia modélica de posesión territorial de ultramar. Ya no sólo la dictadura de cierta tiranía financiera globalizada es pertinente en la ecuación, sino también una ausencia inverosímil de poder soberano del más básico en un territorio que pretenda ser democrático.
Sobre esto, es pertinente matizar dos cosas. En primer lugar, y aunque difícil, claro que la protesta, si es realmente efectiva a corto, mediano o a largo plazo, puede influir en una politización mayor de nuestras instituciones públicas, lo que podría repercutir en un Estado más fuerte que pudiese hacer frente a ciertos intereses privados que pretenden mediatizarlo. Podría ser parte de aquello que correctamente se ha denominado como democratizar la democracia. En segundo lugar, si el poder soberano se ha trasladado de la esfera pública a la privada, proceso que no ha sido de la noche a la mañana, el objetivo de la protesta debiera ser influir negativamente (lo que no significa violentamente) en esos espacios y sobre esos agentes apátridas que se esconden detrás de las propias normas del Estado. La Junta de Control Fiscal en Puerto Rico, si bien es un claro ejemplo de un atisbo de tiranía rancia, no es más que el vehículo para representar a un sector que aparece invisible en la ecuación que se suele hacer cuando se miden fuerzas en lo político. Probablemente podremos hacer tantas protestas como podamos en contra de ese organismo con más soberanía que nuestro propio gobierno, pero ¿en realidad con ello afectaremos negativamente las relaciones económicas que se esconden detrás del propósito de esa entidad? ¿No convendría dirigir los esfuerzos de disidencia al propio mercado financiero, al propio sector privado?
A lo largo de este ensayo se ha reflexionado sobre la necesidad de una autocrítica de la disidencia en tanto la efectividad de sus medios de protesta y la percepción que ese sector tiene sobre estos. Esta autocrítica se debe dar en un escenario muy distinto al de siglos pasados, y con instituciones cuya resignificación hoy en día es imperativa para situarnos en la realidad. Ya el Estado moderno no es lo que era ni lo será en un futuro que cada vez se prevé más acelerado e impredecible. Sin embargo, precisamente por esto se hace más relevante el desobedecer como respuesta política ante lo que se va convirtiendo en una especie de bellum omnium contra omnes (guerra de todos contra todos) post Estados modernos. Si cierto sector del ámbito privado ostenta el poder soberano a grandes rasgos, entonces la función pública y democrática del Estado ha cesado gradualmente. Como ya no se necesitan usar tanques de guerra ni armas nucleares para dominar de por sí a mayorías populares (mayormente en los autodenominados Estados desarrollados), este vuelco a un estado natural modificado se experimenta con un sinnúmero de analgésicos y de anestésicos
Decía Simone Weil, de forma muy acertada, que el pueblo no está sometido a pesar de que es la mayoría, sino precisamente porque es la mayoría. Pese al pensamiento lógico que pueda aseverar que una mayoría oprimida se rebelaría efectivamente contra la minoría que la oprime, lo que ocurre en política, por el contrario, es que a esa mayoría se le hace tremendamente difícil encontrar una única voz para articular sus intereses más básicos. Si la mayoría es silenciosa, es que es muy fácil –por su condición de mayoría- que sucumba ante la cacofonía. Por el contrario, para las élites es mucho más fácil llegar a acuerdos y ser solidarias entre sí. No sólo se encuentran en posiciones más cómodas y privilegiadas, sino que la peligrosidad de cacofonías y disidencias se reduce exponencialmente. En lo más básico, esa élite encontrará una sola voz para articular sus intereses más relevantes. Tratar de armonizar, con su intrínseca heterogeneidad y pluralismo, esas voces de la llamada mayoría silente es, sin duda, uno de los retos más imperativos en nuestros días, más aún tratándose de sociedades altamente despolitizadas y transparentes. La capacidad de organización y de actuar en común, como aducía Arendt, es de donde se deriva el poder, y las élites minoritarias son reflejo de ello.
Los retos de hoy son más complejos que los que existían entre el esclavo y el señor. Hoy ni siquiera tenemos claro dónde y quiénes son los agentes cuyos intereses están encontrados con los de las mayorías populares. Pero particularmente por esto es que la desobediencia, y por lo tanto la protesta, deben tener un papel clave en nuestras endebles democracias liberales. Como advierte Frédéric Gros en su más reciente trabajo, debemos plantear la desobediencia a partir de la obediencia. Es decir, ante la irracionalidad que abunda en nuestras relaciones humanas, las cuales destruyen tejido humano, social y medioambiental, desobedecer es lo más lógico racionalmente. Ante la barbarie inmaculada por la estética publicitaria, desobedecer es la reacción política más cónsona con un pensamiento basado en la razón crítica. Para esto, sin duda, hay que hacer autocrítica, hay que politizar y hay, como consecuencia, que actuar ante lo que ocurre en nuestro entorno. La inercia que produce la neutralización de la negatividad de la protesta no tiene cabida en un mundo que necesita cada vez más de criterios que hagan frente a la deshumanización y a la destrucción planetaria. Protestar no debe ser una excepción cuando nos gobierna lo excepcional, sino la norma.
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Referencias
Daniel Innerarity, Política para perplejos (2018).
Frédéric Gros, Desobedecer (2018).
Simone Weil, Reflexiones sobre la causa de la libertad y de la opresión social (2014).
Carl Schmitt, Teología Política (2013).
Jacques Rancière, El desacuerdo. Política y Filosofía (2007).
Roberto Gargarella, El derecho a la protesta (2005).
Hanah Arendt, ¿Qué es la Política? (1998).
Jürgen Habermas, Ensayos Políticos (1988).