Francia y Puerto Rico: oficialismo y convivencia (siglos XVI-XIX)

Para el decenio de 1820 se estima que vivían en Puerto Rico entre mil y dos mil franceses, sin contar esposas e hijos. Esto llevó a que el Gobierno de Francia decidiese establecer un consulado en San Juan, que abrió sus puertas en 1824.
Tradicionalmente, el tema de los franceses (y corsos) establecidos en Puerto Rico durante el siglo XIX ha sido tratado de forma más descriptiva que crítica. El acento se ha solido colocar en las “grandes contribuciones” realizadas por el grupo, tanto en términos económicos como en el aspecto sociocultural. Apenas se incursiona en temas problemáticos, como la explotación de trabajadores (o esclavos) por parte de hacendados franceses, o su lealtad al régimen español. Entre los ensayos históricos dedicados al tema destacan los de Carmen Dolores Luque de Sánchez, Ricardo R. Camuñas, Enrique Vivoni Farage, Silvia Álvarez Curbelo y Mary Frances Gallart, entre otros.[1] Los mismos se canalizan a través de dos prismas principales: el económico, que pondera la importancia que tuvieron los franceses como grandes hacendados en el mundo del azúcar y del café, y el social, que destaca la influencia que pudieron ejercer en distintos ámbitos materiales e inmateriales. Esa influencia, sin embargo, a veces se confunde con la ejercida por la cultura francesa, que no necesariamente dependía de los residentes franceses para desplegar su poder de atracción, pues la misma se encontraba engarzada dentro de la multiplicidad de saberes que caracterizaban eso que conocemos como ‘civilización occidental’. En otras palabras, si Ramón Emeterio Betances decidió estudiar en Francia, o si José de Diego se hizo construir una residencia de estilo francés, eso no necesariamente respondió a la influencia de la comunidad francesa en Puerto Rico, sino a lo que Vivoni y Álvarez han denominado “ilusión de Francia”: gestos que en el contexto de la época reflejaban sofisticación, elegancia o autoridad.[2] Señalo esto de entrada, pues me parece que la influencia ejercida por la cultura francesa a nivel mundial ha servido a veces para distorsionar percepciones sobre el papel jugado por las comunidades de franceses en distintos lugares, incluyendo Puerto Rico.
Hasta cierto punto, la relación entre Puerto Rico y Francia se inició en 1516, cuando Carlos I de Habsburgo se convirtió en soberano de Castilla y de las Indias. Unos pocos años después, en 1520, se convirtió también en emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, con el nombre de Carlos V.[3] Si hay algo que definió la política exterior de Carlos fue su relación con Francia. La Corona francesa, dirigida desde 1515 por Francisco I, representaba la principal rival de los Habsburgo en su objetivo de consolidar su hegemonía sobre Europa (desde sus bases en España, Alemania, Flandes e Italia). De hecho, desde 1516 el Reino de Francia estaba casi rodeado por los territorios de la Casa de Habsburgo, de modo que el objetivo inicial de Francisco era el de romper ese cerco, tratando de dominar Italia o Flandes. La lucha se extendió durante 23 años, casi sin tregua alguna. La paz solo se alcanzó en 1544 con el tratado de Crépy, pero la guerra se reanudó en 1551, por iniciativa de Enrique II, hijo y sucesor de Francisco.[4]
Es importante visualizar estas pugnas como estrictamente dinásticas, y no como conflictos nacionales. En realidad, no existía una antipatía histórica entre Castilla y Francia. Todo lo contrario: la relación franco-castellana había sido excelente desde 1369, cuando se produjo la subida al trono –con ayuda francesa– de Enrique II de Trastámara.[5] Si la relación se deterioró, se debió a la creciente asociación entre Castilla y la Corona de Aragón, enemistada con Francia desde finales del siglo XII debido a la política transpirenaica del rey aragonés Pedro II.[6] Como Aragón no renunció a una hipotética absorción de Occitania (actual sur de Francia), la asociación entre Castilla y Aragón, impulsada por Fernando e Isabel durante el último tercio del siglo XV, creó las condiciones para el eventual choque entre los intereses de las Coronas de Castilla y de Francia. Esto, como queda dicho, se agravó con la llegada de los Habsburgo a España.
De este modo, cuando Carlos I ordenó la construcción de las primeras fortificaciones en San Juan, incluyendo el fortín del Morro, lo hizo en el contexto de dos conflictos: el que desde 1511 libraban los vecinos de Puerto Rico contra los indígenas taínos, y el que libraba la Corona contra Francia. En Puerto Rico existía plena consciencia de las guerras que se desarrollaban en Europa. De hecho, la victoria de Carlos en Pavía fue celebrada en San Juan, “festejándola con gran regocijo los colonos, bien agenos [sic] de sospechar el peligro que para ellos envolvían aquellos empeños belicosos de su augusto rey y señor”.[7] Efectivamente, tres años después de Pavía, en 1528, unos corsarios franceses destruyeron la villa de San Germán, establecida en 1512 en la zona de Añasco. Los franceses volverían a atacarla en 1538, aunque en esa ocasión los vecinos de la villa lograron rechazarlos. Pero los ataques continuaron, repitiéndose en 1540, en 1543, en 1544, en 1553, en 1554 y en 1565. Ante tal asedio, la villa de San Germán tuvo que ser trasladada a la región de la bahía de Guayanilla, donde también fue atacada, en 1569 y en 1571. Si la villa sangermeña terminó siendo trasladada tierra adentro fue debido al constante hostigamiento francés. Incluso hubo un último ataque contra la villa, en 1578.[8]
La amenaza se fortaleció considerablemente durante el siglo XVII, cuando los franceses se apoderaron de las islas de Guadalupe, Martinica y la Tortuga. Desde esas bases, desarrollaron un lucrativo comercio ilegal con muchos de los habitantes del Caribe hispánico, a la vez que planificaron ataques piratas contra poblaciones y flotas. Para la segunda mitad del siglo XVII, la Tortuga era el principal centro de piratería francesa, y desde esa isla, situada al noroeste de La Española, se efectuaron o planificaron ataques contra Cuba (1652), Santiago de los Caballeros (1667), Puerto Rico (1673), Veracruz (1683) y Campeche (1686).[9]
Ahora bien, todo esto comenzó a cambiar en 1700, cuando murió sin descendencia el último rey de la Casa de Habsburgo en España, Carlos II, siendo sucedido por Felipe V de Borbón, nieto del monarca francés Luis XIV. Este nuevo rey, nacido en Versalles, fue el fundador de la Casa de Borbón en España. La subida al trono español de Felipe supuso un cambio de orientación importante en la política exterior de España, pues, durante el resto del siglo (a excepción del período 1793-96), Francia se convertiría en la principal aliada de España. Ante esa nueva realidad, los franceses ganaron presencia en Puerto Rico. Esto se agilizó mediante la Real Cédula de 1778, que permitió la entrada en la isla de “operarios inteligentes en todas sus maniobras y beneficios”, con la condición de que fueran católicos y le rindieran homenaje de fidelidad a la Corona.[10]
Cuando los británicos intentaron conquistar San Juan en abril de 1797, algunos franceses ofrecieron sus servicios para ayudar en la defensa de la plaza. Entre ellos se encontraba Frédéric de Saint-Just, capitán del Regimiento Fijo de Infantería, quien tuvo bajo su mando la batería de San Francisco de Paula.[11] También estaba el capitán Antoine Daubon y Dupuy, cuya tripulación defendió el castillo de San Gerónimo. Se han identificado más de 400 franceses (tanto residentes como personas que estaban de paso) entre los defensores de la plaza de San Juan.[12]
Sin embargo, esta cordialidad hispanofrancesa estaba revestida de cierta tensión. No olvidemos que en 1789 había ocurrido la Revolución francesa, y que la misma había atravesado fases de radicalización. De este modo, los funcionarios españoles en Puerto Rico, encabezados por el gobernador Ramón de Castro, eran aristócratas que servían a una monarquía, mientras que los franceses respondían a un régimen republicano que desdeñaba los valores del antiguo régimen. Existen testimonios del gobernador expresando preocupación por el impacto que los franceses pudiesen tener sobre la juventud de Puerto Rico y sobre los esclavos (no olvidemos que para entonces la esclavitud había sido abolida tanto en Saint-Domingue como en Guadalupe).[13]
La tensión se acrecentó durante el período napoleónico y culminó trágicamente con la invasión y ocupación francesa de España (1808-14), que a su vez provocó el derrocamiento de los Borbones, la guerra de independencia española y la celebración de las Cortes de Cádiz. A partir de entonces, Francia volvió a ser el enemigo. Esto tuvo repercusiones inmediatas en Puerto Rico, pues, según las actas del cabildo de San Juan, se exigió la expulsión de los franceses residentes y la confiscación de sus bienes. No está claro si estas disposiciones fueron cumplidas. Ricardo Camuñas menciona que la población de Mayagüez pidió que los hacendados franceses no fuesen expulsados, debido a la riqueza que aportaban a las arcas municipales.[14] Quizás algunos fueron expulsados, pero la inmensa mayoría se quedó en la isla, presumiblemente porque manifestó fidelidad a la causa del cautivo Fernando VII.
En todo caso, la estrella de Napoleón comenzó a descender en 1812, lo que permitió que Fernando VII recuperara el trono español. Poco después, en 1815, el monarca le concedió a Puerto Rico la Real Cédula de Gracias, mediante la cual se les concederían tierras a todos los súbditos españoles y extranjeros que se comprometiesen a cultivar caña de azúcar, café y otros productos que disfrutaran de demanda en el mercado internacional. Se les entregaría seis cuerdas por cabeza, y tres cuerdas adicionales por cada esclavo que introdujeran, hasta determinado número. Además, podrían introducir maquinaria y herramientas sin tener que pagar impuestos. A los extranjeros se les permitiría solicitar la naturalización como españoles al cabo de cinco años de residencia.[15]
Estas concesiones atrajeron a un buen número de inmigrantes procedentes de diversos puntos de Europa y de América, destacando los franceses, quienes llegaron desde Francia, Córcega, Guadalupe, Martinica, Luisiana (que ya para entonces era estadounidense) y Santo Domingo. Se establecieron en lugares como Mayagüez, Yauco, Ponce, Guayama, Arroyo, Patillas y la isla de Vieques, donde crearon importantes haciendas cafetaleras y azucareras. Asimismo, franceses que ya residían en Puerto Rico también se acogieron a estas concesiones, como el caso de Frédéric de Saint-Just, quien para 1818 obtuvo numerosas tierras en el barrio Cuevas del municipio de Trujillo Alto.[16]
Cabe mencionar que estos franceses se convirtieron en baluartes del oficialismo y del establishment. Aceptar las prebendas de la Corona implicaba jurar lealtad a la misma y comprometerse a defender sus intereses. En algunos casos, recibieron nombramientos que los validaron como representantes de la autoridad. Un buen ejemplo lo constituye Théophile-Joseph Le Guillou, quien en 1824 se estableció en Vieques, procedente de Guadalupe. Tras adquirir tierras y establecer la hacienda azucarera La Patience, fue nombrado comandante militar de Vieques, puesto que desempeñó entre 1832 y 1843. Como administrador de la isla, desarrolló un plan para su desarrollo, que incluyó la fundación del municipio viequense y la atracción de colonos franceses desde Guadalupe y Martinica (los Mouraille, Martineau, Le Brun y Bonnet), que establecieron plantaciones azucareras e introdujeron numerosos esclavos. Con estas acciones, quedaba reafirmada la soberanía española sobre Vieques, luego de siglos de disputa y de rivalidades imperiales.[17]
Para el decenio de 1820 se estima que vivían en Puerto Rico entre mil y dos mil franceses, sin contar esposas e hijos.[18] Esto llevó a que el Gobierno de Francia decidiese establecer un consulado en San Juan, que abrió sus puertas en 1824.[19] El primer cónsul, Auguste Mahelin, se dedicó a destacar el potencial económico de Puerto Rico, señalando la gran cantidad de ríos y puertos naturales, la calidad de sus productos agrícolas, y el papel que jugaban los súbditos franceses (especialmente los establecidos en el sur y en el oeste) en el contexto del desarrollo económico y comercial. Ciertamente, los informes de los cónsules son una extraordinaria fuente para indagar sobre la importancia económica de los franceses en el Puerto Rico del siglo XIX, si bien desde la perspectiva prejuiciada de funcionarios que pretendían defender los intereses y el prestigio de lo francés.
Para terminar, propongo una mirada más crítica al desempeño de los franceses y de otras comunidades extranjeras en el Puerto Rico decimonónico (y de principios del XX). Una mirada que trascienda lo anecdótico y la nostalgia, y que enjuicie con más rigor las acciones de muchos de sus miembros. Asimismo, una mirada que sepa distinguir entre el ámbito de la comunidad francesa y el influjo de la cultura francesa, cuyo despliegue y poder de atracción superaban las posibilidades de los cerca de dos mil franceses residentes en el Puerto Rico de entonces. La historiografía existente es de gran utilidad, pero algún grado de revisión sería refrescante.
[1] Dentro de este conjunto, destaco dos ensayos de Carmen Dolores Luque de Sánchez, titulados “Con pasaporte francés en el Puerto Rico del siglo XIX (1778-1850)” y “Por el cedazo francés: Puerto Rico en la correspondencia de los cónsules de Francia (siglo XIX)”. También merece mención el de Enrique Vivoni Farage y Silvia Álvarez Curbelo (eds.), Ilusión de Francia: arquitectura y afrancesamiento en Puerto Rico. AACUPR, 1997, y otro de Vivoni: Los corsos americanos: ensayos sobre sus arquitecturas, vidas y fortunas en el siglo XIX, UPR, 2002.
[2] Vivoni y Álvarez, op.cit., 75-77.
[3] Joseph Perez, Historia de España. Crítica, 2001, 144-146, 152.
[4] Ibid., 158-161.
[5] Ibid., 82-83.
[6] Ibid., 57-59.
[7] Salvador Brau, La colonización de Puerto Rico, desde el descubrimiento de la isla hasta la reversión a la Corona española de los privilegios de Colón. Tipografía Heraldo Español, 1907, 405.
[8] Sebastián Robiou Lamarche, Piratas y corsarios en Puerto Rico y el Caribe. CreateSpace, 2018, 34-35.
[9] Ibid., 79-80, 93-94.
[10] Luque, “Con pasaporte francés en el Puerto Rico del siglo XIX (1778-1850)”, Revista Op.Cit., año 1987, 101. Otra consecuencia fue la propagación del café por las Antillas españolas. Se dice que un oficial francés llamado Gabriel de Clieu fue quien introdujo el café en el Caribe, al llevar varias plantas a Martinica. Eventualmente, en 1736, la aromática planta llegaría a Puerto Rico. Ver Jorge E. Saldaña, El café en Puerto Rico. Tipografía Real Hermanos, 1935, 3.
[11] Estela Cifre de Loubriel, Catálogo de extranjeros residentes en Puerto Rico en el siglo XIX. UPR, 1962.
[12] André Pierre Ledru, Voyage Aux Les Iles de Tenerife, La Trinite, St. Thomas, St. Croix et Porto Rico, p. 135. Ver también Anne Perotin-Dumon, “Révolutionnaires français et royalistes espagnols dans les Antilles”, Outre-Mers. Revue d’histoire, año 1989, 139-144.
[13] No así en Martinica. Perotin-Dumon, op.cit., 151-153.
[14] Ricardo R. Camuñas, “Los franceses en el oeste de Puerto Rico”, Caravelle. Cahiers du monde hispanique et luso-brésilien, núm. 53, año 1989, 25-26.
[15] Fernando Picó, Historia general de Puerto Rico. Huracán, 1988, 132-133.
[16] Mucho tiempo después, en 1990, la Asamblea Legislativa de Puerto Rico convirtió dicho sector en un barrio que lleva el nombre de Saint-Just.
[17] César Ayala Casás y José Bolívar Fresneda, Battleship Vieques: Puerto Rico from World War II to the Korean War. Markus Wiener/Princeton, 2011, 37. Ver también Juan Amedee Bonnet Benítez, Vieques en la historia de Puerto Rico. P. Ortiz Nieves, 1977.
[18] Luque menciona que para las primeras décadas del siglo XIX por lo menos 2,290 franceses se habían establecido en la isla, de los cuales el 39.3% procedía del Caribe (“Con pasaporte francés…”, 104).
[19] Luque, “Por el cedazo francés: Puerto Rico en la correspondencia de los cónsules de Francia (siglo XIX)”. Revista Op.Cit., año 2015, 45.