Francisco I y la jerarquía vaticana
La gestión pontifical de Jorge Mario Bergolio, quien se desempeña ante el mundo como el papa Francisco I, se torna cada vez más interesante. Debe tener preocupados a muchos católicos que no se esperaban la apertura que ha mostrado hasta hoy sobre algunos asuntos. A otros les parecerá que su selección al más alto cargo de la Iglesia Católica le hace algo de justicia a la misión de la institución tras décadas de indiferencia oficial frente a los asuntos más retadores de la época.
No se trata de que el sacerdote jesuita italo-argentino haya tomado decisiones heroicas, similares a las de aquel prelado ficticio que en medio de la llamada Guerra Fría interpretara Anthony Quinn hace más o menos medio siglo en la película “Las sandalias del pescador”. El film, que se basó en la novela homónima escrita por el australiano Morris West, proponía atrevidamente virar patas arriba una institución que en aquella década había dejado atrás el compromiso con su transformación que protagonizara Angelo Roncalli (Juan XXIII) convocando al Segundo Concilio Vaticano, y cuya jerarquía se había afincado en el burocratismo descolorido de su sucesor Giovanni Montini (Pablo VI). En el largometraje el papa imaginario, Kiril Pavlovich Lakota, le ponía fin a la posibilidad de un conflicto armado entre una hambrienta China comunista y una temerosa Unión Soviética al vender el valioso tesoro artístico de la Iglesia Católica para alimentar a la primera. Dejando atrás las caricaturas y los lugares comunes de la época que se repetían en la trama, de aquel modo Morris West y los realizadores de la película lograban atender los sueños de millones de seguidores católicos, sobre todo provenientes de los países latinoamericanos, en los que una nueva teología comenzaba a desarrollarse. Se vivía un ambiente en el que parecía echar raíz el convencimiento de que solo rechazando la riqueza y abrazando la solidaridad con los menos afortunados era como el catolicismo estaba llamado a asumir su cristianismo.
Jorge Mario Bergolio no ha amenazado a la curia con tal medida, ni tampoco se ha identificado con la Teología de la Liberación, pero en sus primeros tiempos ha mostrado cierta valentía e igual sensibilidad a la hora de expresarse sobre algunos temas. Sus expresiones deben haber generado sorpresa e inseguridad en las filas católicas, específicamente en aquellos que en los últimos treinta años se han sentido a gusto con el liderato de la vetusta institución. Igualmente, determinaciones más bien inocuas como las de no dormir en el palacio que usualmente habita quien reine en la Iglesia, habrán supuesto para muchos de sus colegas incómodos baños de agua fría, como lo debía haber sido para otros funcionarios más pretensiosos en Buenos Aires… y en Roma, la utilización que hacía del tren urbano para llegar a diario a sus oficinas.
Las sugerencias que él les ha hecho a cuerpos del gobierno de la institución dos veces milenaria para que se tomen en consideración realidades evidentes, han supuesto un reto para los hombres más bien mayores que constituyen las muy exclusivas instancias decisionales de la Iglesia Católica. Sus gestiones privadas con líderes políticos a través del mundo, desde el Mediano Oriente hasta el Caribe, por el talante de estas y no por meramente haber tomado el teléfono, deben haber requerido de ellos más disciplina de la que están acostumbrados a asumir. La misma selección de su nombre, Francisco, el cual remite a quien podría ser el “santo” más conocido del globo, un personaje simpático que en los tiempos de reclamos ambientalistas se muestra más que pertinente, fue el anticipo de una estrategia que debe incomodarles profundamente .
Bergolio puede ser visto como la respuesta más apropiada a otro pontífice que también se distinguió por sus intervenciones públicas, el polaco Karol Jósef Wojtyla. Este, quien se conocería como Juan Pablo II, ocuparía la posición entre el 1978 y el 2005. Su pontificado seguiría al de treinta y tres días del primer papa Juan Pablo (Albino Luciani), y se caracterizaría por una ortodoxia que se podría decir que recibió muy poca atención crítica debido a la utilización astuta que haría el Vaticano de los medios de comunicación. El llamado Papa viajero visitó más países que ningún otro prelado católico en la historia, fue visto por más gente que ninguno otro antes y por esta misma movilidad que le permitió lo anterior, debió haber conversado con más líderes políticos mundiales que sus antecesores.
Para no perder de vista elementos que le complican la gestión papal a Bergolio, es imprescindible mencionar que el llamado trono de San Pedro fue ocupado tras Wojtyla por el teólogo alemán Joseph Ratzinger, quien desempeñara roles muy importantes en la Iglesia Católica mientras el primero dirigía la institución, tales como la dirección de la legendaria Congregación para la Doctrina de la Fe. Sus posiciones teóricas, reconocidamente conservadoras a partir de finales de los sesenta, habrían de influir contundentemente en diversas doctrinas eclesiásticas durante el cuarto de siglo en el que Wojtyla regentara. Los ocho años en los que entonces se desempeñara como pontífice con el nombre de Benedicto XVI, le permitirían al germano consolidar la resistencia que en esta ha habido a reivindicaciones sociales que cuesta trabajo no entender.
Desde luego, Bergolio no tiene la edad que le permitiría recorrer el mundo proyectando su imagen simpática, según pudo hacerlo Wojtyla, pero debería sentir que está llamado a hacer lo posible porque la Iglesia Católica tome posiciones más flexibles ante asuntos como el celibato de sus sacerdotes, el divorcio, el aborto, la homosexualidad, el matrimonio entre hombres y entre mujeres y el rol de estas en la jerarquía eclesiástica, temas en torno a los cuales muchos funcionarios de la institución parecen estar obsesionados con revitalizar el pasado, pero en los que la institución, no por mera coincidencia, se juega su futuro. Otras comunidades religiosas cristianas, desde luego no todas, al moverse con mayor gracia en un mundo en el cual el respeto a las diferencias es marca imprescindible, se le harán cada vez más atractivas a sus potenciales seguidores. Por ejemplo, en estos mismos días la Iglesia de Inglaterra ha nombrado a su primera obispa.
Cabe anticipar que aquellas y aquellos que frecuentan el culto católico y que lo han hecho por décadas, no lo abandonarán. Crecieron en él y probablemente no se han sentido muy incómodos con la timidez doctrinal que, según sugeríamos, le ha caracterizado mientras los dos últimos papas la administraban. Saben desde luego que hay cada vez menos misas los sábados y los domingos, que cada vez asisten menos personas a tales servicios, evidentemente muchos menos jóvenes, y que los sacerdotes que los atienden no solo escasean sino que son cada vez mayores. Pero son conscientes sobre todo de que su iglesia ha perdido proyección y que, contrario a otros momentos, en los grandes debates de la época ocupa un lugar secundario.
¿Pero qué podría inspirar a los jóvenes a regresar a la Iglesia Católica si allí no observan un esfuerzo por responder a los asuntos que hemos mencionado? Podrán encontrar alguno que otro sacerdote bien intencionado y generoso que se exprese con la transparencia que corresponde, pero que además de ir envejeciendo, reflejará en sus respuestas que está fundamentalmente reñido con la jerarquía. Los individuos y las comunidades que anden buscando asumir un cristianismo vital, habría que ver cuántos, preferirán entonces identificarse con alguna de las múltiples iglesias protestantes que se han ido fundando a través de los últimos siglos y que les ofrecen una libertad doctrinal ausente en el ámbito católico. Pero apenas se tiene que mencionar que hay iglesias protestantes, las más conocidas siendo las comúnmente descritas como fundamentalistas, en las que tampoco se disfruta de tal libertad doctrinal y que más bien recuerdan la herencia romana, por lo que nuestros planteamientos se pueden hacer extensivos a otras comunidades cristianas.
En estos contextos, las declaraciones y alguna que otra gestión del papa Bergolio resultan, según adelantamos, sobradamente interesantes. Además en el 2013 creó lo que llamó el Consejo de Cardenales, el cual se ha conocido como el Grupo de los Ocho, dirigido a reformar la curia romana. Lo preside un cardenal quien sabe si ajeno a las luchas de poder vaticanas, el arzobispo de Tegucigalpa, Óscar Rodríguez Maradiaga. Hasta ahora el Consejo ha sido más un objeto de curiosidad que otra cosa, aunque le ha servido para atender el escándalo de los sacerdotes pedofílicos ante el cual el pontífice anterior se había mostrado algo indiferente. La poca proyección del Consejo es un bueno ejemplo de que con sólo expresarse no le bastará y que requerirá de mucha astucia si pretende alcanzar alguna reforma. El Papa debe haberse percatado de que tiene que tomar distancia clara de la línea de su predecesor Ratzinger, quien quizás por haberse dedicado durante décadas a consideraciones doctrinales y haberse mantenido distante del trabajo pastoral, se mostrara tan ajeno a la capacidad que proyecta él para definir lo que es propiamente cristiano. Sobre todo en una época en la que se hace más evidente la distancia entre ricos y pobres, si Bergolio no evidencia que está seriamente comprometido con transformar esta ecuación, según parece haberlo estado el primer Francisco, el cristianismo católico continuará perdiendo adeptos.
Sin duda, el Papa actual, muy consciente de lo anterior, se ha mostrado distante de lujos y privilegios, pero esto no será suficiente. Hay dos temas que debería atender urgentemente. No puede ignorar la ausencia de participación real de las mujeres en la Iglesia Católica y ante le revelación de tanta sexualidad mal orientada entre sacerdotes, la tradición del celibato le debería merecer una reflexión amplia e inmediata y no únicamente excusarse. Era importante que se ofrecieran excusas, pero la situación amerita que vaya mucho más lejos y se le permita a los sacerdotes determinar por su cuenta si prefieren mantenerse célibes o compartir su vida personal con otra persona. Bergolio tiene que además garantizar, como lo han tenido que hacer organizaciones de todo tipo a través del mundo, la participación equitativa de las mujeres en todos los ámbitos institucionales.
Naturalmente, cuesta trabajo imaginarse un colegio cardenalicio con participación, en iguales condiciones, de mujeres y no debe sorprender que Francisco I ande muy lejos de permitir sacerdotisas en la comunidad católica. El mismo término debe causar pavor en los pasillos vaticanos. La colegiatura púrpura continuará siendo asunto de “hombres” y “príncipes”, que no de seres humanos, a menos que él asuma valientemente la posibilidad de que un porcentaje alto de su feligresía lo condene por hereje. Con ello no solo trastocaría las obsoletas convicciones que sostiene el cristianismo versión romana; también podría establecer las bases para otro cisma en la cristiandad.
Más creíble, o más posible de ser enmendado, es el llamado celibato. Es probablemente el único de los temas mencionados en el que Bergolio podría reivindicarse como un pontífice que está al tanto de los afanes de la época. ¿Qué lo impide? El celibato es un invento, en el peor sentido de la palabra, de la oficialidad católica, cuando todavía la iglesia que ha continuado insistiendo en la importancia de la centralidad del Vaticano no solo controlaba el cristianismo occidental, más bien europeo, sino que tenía pretensiones de controlar políticamente las naciones que comenzaban a desarrollarse a su alrededor. También se debe recordar que en el cristianismo que se afianzó en la parte oriental del Imperio Romano y que en la actualidad identificamos con la que conocemos como la Iglesia Ortodoxa Griega, el celibato no se impuso y hasta el día de hoy sus sacerdotes pueden casarse si así lo desean. Insistir en esto no lo eximiría de la batalla que tendría que dar para impulsar este cambio, pero le proveería algunos de los argumentos que necesitaría para la inevitable confrontación que tendría lugar.
Hace algunos meses Bergolio expresó en la Academia Pontificia de las Ciencias que no hay ninguna contradicción entre la teoría del llamado “Big Bang” y el dogma cristiano sobre la creación del universo mediante gestión divina. El Papa inauguraba un busto del todavía vivo Benedicto XVI ante colegas que en su mayoría, si no en su totalidad, habían sido nombrados por este. Francisco I pudo haber querido recordarles que no debían perder de vista lo que hoy se acepta en el campo de las ciencias naturales con el fin de evitarle a la Iglesia Católica el bochorno de tener que excusarse trescientos cincuenta años más tarde, según ocurrió con Galileo Galilei. O, como se ha interpretado, creo que ingenuamente, Bergolio solo habría querido reiterar lo que el hoy jubilado y enclaustrado en el mismo Vaticano Benedicto XVI, había afirmado de cara a desarrollos científicos cada vez más explícitos sobre el origen del universo. Pero en las expresiones de este último se percibía una apología de la fe a como diera lugar, mientras que en las de Bergolio el tono apuntaba a un reconocimiento de que las ciencias y la religión no tienen por qué percibirse reñidas. Y aún más importante, Bergolio plantearía, tomando un rumbo muy distinto del que se le atribuye a Ratzinger, que las explicaciones que la Biblia judeo-cristiana ofrece sobre temas como el de la creación no debían ser vistas como caricaturas. La divinidad no es, señaló, ni un demiurgo, ni un mago con varita mágica. Se debe indicar, no obstante, que las declaraciones que Bergolio haría días después sobre la evolución darwiniana, en las que también insistía en que no está reñida con la fe cristiana, están en sintonía con expresiones formales de estudiosos católicos en torno al asunto que Ratzinger había avalado. Sea como fuera, Bergolio lo afirmó frente a las cámaras, escuetamente, según suele expresarse en torno a los temas más escabrosos.
El actual papa parece estar empeñado en sacudir las estructuras eclesiásticas y ofrecerle esperanzas a ciertos sectores que tradicionalmente no son atendidos como quisieran. Recientemente hizo otras declaraciones muy significativas ante la Comisión Teológica Internacional, organismo eclesiástico también controlado por Joseph Ratzinger y teólogos afines a sus concepciones como Gehard Müller, su discípulo, quien preside esta y la Congregación para la Doctrina de la Fe. A principios de diciembre, dirigiéndose a la Comisión, Bergolio les pidió a los teólogos católicos que escucharan a los creyentes y tomaran en consideración las condiciones o dinámicas reales que estos viven. De este modo volvía a insistir en lo que él mismo ha llamado la “teología de rodillas”, un acercamiento que suponemos, aunque es muy poco lo que se ha dicho en torno a la propuesta ante la Comisión del teólogo y cardenal Walter Kasper que la motivó, que debe partir de tales consideraciones. La posibilidad de que ciertos divorciados que hayan vuelto a casarse civilmente puedan comulgar, aparente eje de la propuesta, parece haber entusiasmado al pontífice. Este también felicitó a Kasper por el modo en que argumentó su propuesta y volvió a elogiar su teología, en esta última ocasión como teología serena o de la serenidad.
Las entusiastas expresiones de Bergolio sobre Kasper contrastan con la crítica que ha recibido éste por el modo en que ha confrontado obispos africanos reacios a que se atienda el tema de la homosexualidad. Pero lo que ha sido visto por algunos como desaire es por otro lado prueba al canto de lo que piensan algunas importantísimas figuras de la Iglesia Católica que se identifican con las movidas del papa latinoamericano. No se debe perder de vista que en sus inicios como profesor Kasper fue colaborador estrecho del también importantísimo teólogo alemán Hans Küng, conocido desde hace muchas décadas como crítico de la inamovilidad de la curia romana y quien en más de una ocasión ha sido catalogado de hereje. Bergolio sí tiene aliados liberales que estarían dispuestos a hamaquear la Iglesia Católica.
Es evidente que la Iglesia Católica enfrente retos muy serios en la actualidad. Estos pretenden ser invisibilizados por sectores que postulan que su longevidad precisamente consiste en haberse mantenido firme ante los llamados que se le han hecho a través de los tiempos para que modifique sus doctrinas a fin de atender las exigencias de nuevas situaciones, o a lo sumo, generando doctrinas sociales advertidamente oficiales siempre tardías. En su día se verá si este siglo veintiuno le plantea cambios más radicales que nunca antes o si enfrenta dinámicas muy parecidas a las que ha vivido ya y que la institución ha sido capaz de remontar maniobrando astutamente. Nada sugiere ahora mismo que confrontará cismas parecidos al de la Reforma en el siglo dieciséis o al que condujo a la separación definitiva de la Iglesia Ortodoxa en el siglo once. El sector más liberal con el que Bergolio tendría que aliarse para una confrontación significativa no tiene el peso que tenían los que estuvieron dispuestos a dividir la Iglesia Católica de entonces. Lo previsible es que, rechazados los cambios que el Papa, demasiado tímidamente, sugiere, la Iglesia Católica continúe perdiendo feligresía y las iglesias protestantes se beneficien de ello. Jorge Mario Bergolio es consciente de este peligro y, dentro de un marco muy estrecho que le ofrece su visión un tanto conservadora y el conservadurismo más radical de la mayoría de sus colegas, tendrá que maniobrar con mucho cuidado si decide impulsar algunos cambios.
La mayoría de sus expresiones apuntan a un reconocimiento de que la institución que dirige tiene que tomar conciencia de la transformación histórico-social que comenzó a darse en la segunda mitad del siglo veinte y se continúa dando en este. Pero si en la Iglesia Católica todavía hay resistencia a admitir las aportaciones de la Ilustración y la modernidad, y siguen siendo importante sistemas teológicos que reniegan de ambos, ¿cómo podría prevalecer en tal ambiente? ¿Qué ha hecho el Consejo de Cardenales hasta ahora? De este deberían ya salir importantes proyectos de reforma, pero no ha sido así. Bergolio sigue haciendo expresiones simpáticas, posiblemente ha intervenido de manera astuta en el re-encuentro Cuba-Estados Unidos, en estos días probablemente aporte a la reconciliación de bandos antagónicos en Sri Lanka, pero sus compañeros jerarcas con los que colabora en los distintos organismos eclesiásticos no le facilitarán ni aun los más sencillos cambios que a él le gustaría ver.