Game over
Antes iba al sicólogo semanalmente, pero los malestares seguían. Dormía poco, comía mal, bebía y fumaba demasiado. Un desquicie torturándome física y emocionalmente. Pero un día me vi atendiendo un problema de mosquitos en casa y descubrí que matarlos resultaba entretenido y muy tranquilizante. Sonará estúpido pero funcionó. Y es gratis, mejor.
Para tales fines tengo una raqueta de tenis electrificada que me recomendó uno de los enfermeros del hospital. Antes tenía una pequeñita de baterías, no tan buena, pero la de ahora es más grande y recargable. Funciona mil veces mejor.
Nada más llegar a casa tiro mis cosas y me sirvo un vaso de iced tea con hielo triturado. Agarro la raqueta y me siento en la butaca del balcón. A oscuras mastico pedacitos de hielo para relajarme. Usualmente a la mitad del vaso ya estoy bastante sereno y listo para la terapia.
Esto es como uno de esos juegos de guerra que tanto le gustan a la gente. En vez de una raqueta electrificada pienso que voy al mando de un helicóptero de combate patrullando zonas enemigas. Imito el sonido de las hélices con mi boca (tchku, tchku, tchku, tchku, tchku, tchku, tchku) trazando el desplazamiento de la nave por toda la casa. No solo me queda bien sino que relajo la mandíbula y el cuello, las partes más afectadas por la tensión.
Soy experto en operativos de rastreo y exterminio. La raqueta tiene una luz integrada y cuando me acerco a los lugares idóneos (parte trasera de las puertas) la prendo para saber exactamente dónde están. Ubicado el target hago silencio. Mi nave tiene un dispositivo que acalla el sonido de las hélices y el motor. Tecnología punta para exterminar al enemigo. Entonces, comienza la cacería.
Algunos mosquitos caen fulminados apenas con un toquecito eléctrico. Son los más débiles de la especie y ni huelen cuando los achicharras porque son flaquitos. Hay otros en los que no basta un toque eléctrico y caen heridos, moviendo sus alas y patitas desesperadamente. Para ellos fue un fogonazo que vino y los derribó, como a esa gente que de súbito vuelan en pedazos porque les cayó una bomba desde un drone. ¡Bum! Game over.
No tomo rehenes. A los heridos toca rematarlos inmisericordemente. Limpieza total es lo mío. Entonces busco una pinza y los agarro por una patita para no aplastarlos. Los observo y si están muy enérgicos —luchando por sobrevivir— agarro un rociador de agua y los empapo. Una rociadita. Luego los suelto sobre la raqueta. Al mero contacto se quedan pegados. El ruido de electrocución es bárbaro. Los más gorditos explotan. La verdad es que se siente cabrón, se ve cabrón y huele cabrón. A veces les hablo antes de ejecutarlos. Les digo cosas crueles, como sicópata de película. Sabrás que en esta guerra no aplica esa ñoñería de los rules of engagement.
Es cómico, lo sé. Si me ven haciéndolo quizás pensarán que soy anormal. Allá ustedes. No voy a limitarme. Es parte esencial de mi terapia. La que me da la paz mental para poder atender los pacientes que tanto me necesitan.