Hacer, con Ivelisse Jiménez
…though one cannot know truth as something given and disclosed,
man can at least know what he makes himself.
-Hannah Arendt
Nuestra realidad circundante es que Puerto Rico no parece interesado en el drama puertorriqueño: es un espectador que asiste impasible a su propio drama, que arrincona como inútiles bambalinas aquellas ideas históricas, tradicionales y ambientales por cuya conservación los pueblos luchan desesperadamente. Los que seguimos de cerca su tragedia nos hemos dado cuenta que la razón de esta actitud es que nuestro pueblo no se reconoce a sí mismo en el drama que se desarrolla alrededor; que su actitud obedece a una desvinculación cautelosa de ideas y sentimientos que no le dicen nada a su propia vida; que entre esa falta de dualidad entre la cultura, gran espejo donde se copia la vida de un pueblo y el actor incorregible que siempre pretende actuar en esa vida, que es el hombre, nuestro pueblo ha hecho el disparate genial de despreciarlo todo. [123]
Belaval escribe esas letras, tan acres, en 1940. (Como quien dice, en 2020.) Supongamos entonces que, tras ochenta años, la actitud denunciada por el dramaturgo y cuentista sin par sigue siendo la nuestra y que, en efecto, el desinterés, la ceguera, la desvinculación y el desprecio son el signo de nuestra actitud ante la propia vida. De ser esto cierto, lo mínimo que a cada artista nuestro le corresponde hacer es crear herramientas para la videncia. Un arte plástico que inicie a sus espectadores en el arte imprescindible de observar. Que, a fin de cuentas, no es otra cosa que asumir la responsabilidad de pensar.
De sobra, nuestros artistas han sabido esto, pues quien hace arte en la colonia, enfrenta todas las carencias e impedimentos: el primero, la marginación de su quehacer. Y ocioso sería discutir a cuál de las artes le va peor, si a la literatura o a la escultura o a la danza. En un país en el que su Equipo Nacional de Béisbol gana los Juegos Centroamericanos y del Caribe de 2018, la Serie del Caribe de 2018 y los Juegos Panamericanos de 2019, vistiendo en cada ocasión los mismos uniformes de segundas manos –son de 2007 y todavía siguen en uso–, a nadie debería sorprender la falta de apoyo de la que aquí “gozan” tanto la sonata como el soneto.
Y precisamente porque todo va contra ello, es que en Puerto Rico se hace arte de excelencia. Uno de nuestros más sobresalientes, el abstracto. Tradición tenemos, pues era el arte que nuestros primeros habitantes practicaron y con refinado virtuosismo –véanse esas cerámicas pintadas o esas excepcionales tallas en piedra, envidia de cualquier otro lugar. Lamentable resulta, no obstante, que los practicantes contemporáneos de este arte hayan sido tan ninguneados entre nosotros, particularmente los pintores. Tras los pioneros saladoides y huecoides, la pintura abstracta se ha practicado aquí desde los años cuarenta por artistas de gran envergadura, tales como (en orden de nacimiento) Julio Rosado del Valle, Olga Albizu, Noemí Ruiz y Luis Hernández Cruz, por mencionar cuatro esenciales. Quien se tome la molestia de investigar a fondo la producción abstracta puertorriqueña, no dejará de celebrar la singular diversidad de artistas que ostentamos, que va desde la práctica sostenida por décadas de un maestro tal como Jaime Romano, hasta la práctica ocasional, pero no menos necesaria, de Delta de Picó.
Escasas han sido las oportunidades de ver muestras de nuestra pintura abstracta, un proyecto que por demasiado tiempo ha sido soslayado por nuestros museos. Fuera de algunas excepciones –Ruiz, Romano y Oscar Mestey Villamil en el Museo de Arte Contemporáneo; Rosado del Valle y Hernández Cruz en el Museo de Arte de Puerto Rico; Albizu en la Galería del Sagrado Corazón; Zilia Sánchez en el Museo de Arte de Ponce–, pocas han sido las retrospectivas dedicadas a pintores abstractos y pocos de éstos han sido incluidos en muestras itinerantes de arte puertorriqueño, siempre cargadas del lado de la figuración. La reciente exposición conmemorativa del Cincuentenario de la Liga de Estudiantes de Arte (2019), curada por José David Miranda, demostró fuera de toda duda la vitalidad de la abstracción entre nosotros, a pesar de su arrinconamiento en instituciones y estudios críticos.
A tan augusta tradición pertenece el arte de Ivelisse Jiménez. Ha practicado su pintura por las pasadas dos décadas y ha desarrollado un vocabulario propio manejado con consistencia. Si fuéramos a describir su trabajo, diríamos que, sobre todas las cosas, hace una pintura difícil. Difícil de apreciar, de aprehender; difícil de conceptualizar, de ejecutar. Justo la pintura que necesitamos.
Al calificar este arte como “difícil”, no usamos la palabra peyorativamente. La definición de “difícil” de la RAE muy bien define también la pintura de Jiménez: “que presenta obstáculos”. Definamos esos obstáculos. Ante las piezas de Jiménez, solemos recibir eso que Daniel Lind Ramos llama el “primer sorbo de color”. Esto es, ese color que predomina y se convierte en la tónica de toda la pieza, del mismo modo en que, por poner un ejemplo, el mi bemol mayor define la Sinfonia Eroica. Surge ahí el primer obstáculo, cuando descubrimos que esa tónica inicial es negada por la aparición simultánea de otros colores igualmente dominantes, haciéndonos dudar de nuestra impresión inicial. Para complicar más la situación, Jiménez suele utilizar colores brillantes, algunos fluorescentes, tan alejados del mundo natural, tan llamativos en sí mismos, tan en pugna entre ellos, que nos exigen un mayor esfuerzo visual para comprenderlos. Por tanto, aquello que suponíamos obvio queda de entrada en entredicho.
Un segundo escollo es la estructura de sus piezas. (Por estructura aquí entendemos división en partes.) Al inicio, recibimos la impresión de que el vocabulario es simple: líneas y planos rectangulares perpendiculares a los bordes horizontales y verticales del cuadro, pocas diagonales que puedan alterar la serenidad o reposo de los elementos. Esta es una pintura a la cual nada parece perturbarla, cuyas partes se definen por la predominante forma rectángulo. Pero nada más ilusorio. Jiménez coloca sus líneas y planos unos sobre otros, en un juego con la profundidad pictórica que nos deja (felizmente) confundidos en el proceso de entender qué elementos están más cerca o más lejos, cuáles encima, cuáles debajo, confusión que rara vez se resuelve.
Hay mucha actividad en estas imágenes. Es otra de sus acertadas contradicciones. Pues si bien predominan los ángulos rectos y las verticales y horizontales que, como hemos dicho, crean un sentido de sosiego, esta serenidad es negada por la densidad de la imagen, de gran variedad tonal y textural, fondo y figura siempre en controversia. En aquellas piezas con pigmentos sobre materiales de diversas transparencias, nos percatamos de la presencia de otras composiciones que yacen bajo la superficie, como quien observa un cuerpo de agua al que la luz penetra en parte sin iluminar el fondo. O, como explica Pablo: “Ahora vemos por un espejo y obscuramente…”; de modo que cada pieza es promesa de que alguna vez veremos “cara a cara” (Corintios I 13:12). Con aguda pertinencia, Jiménez nos dificulta la identificación precisa del centro de sus composiciones, pues al realizar el ejercicio de encuadrar alguna sección de estas pinturas, rápidamente descubrimos que ésta genera otra composición independiente, autónoma: e unum, pluribus. Estimulante tarea para espectadores activos.
Aún más dificultades se añaden si en el proceso de auscultar estas imágenes optamos por concentrarnos en elementos individuales. A dónde se dirige tal línea, por qué se limita tal plano, qué oculta tal rejilla, cómo se añade tal otro material: preguntas que se quedan sin respuesta. Y si las líneas y los planos invaden el espacio fuera de la pieza, entonces pared, piso y techo se activan y devienen en otra interrogante.
Mientras más estudiamos los trabajos de Jiménez, más se nos dificulta retener lo examinado, menos comprensible resultan. Aquello que de primera intención parecía sencillo y fácil de aprehender, resulta inabordable, inconmensurable. Esta es una de las grandes bellezas del arte de Jiménez, quien así se asegura de que su pintura, si bien ya fija y terminada, se mantiene viva. Viva en las acciones de sus espectadores quienes, en el proceso de observar la obra, se incorporan al proceso creativo de la pintora. Por demasiado tiempo el arte llamado abstracto ha cargado con el estigma de que da la espalda a la realidad para entregarse a inocuos juegos de formas y colores irrelevantes a la sociedad. Jiménez nos entrega otra demostración de la falsedad de tal prejuicio. Con su fusión artista/observadores, nuestra pintora abre un necesario espacio comunal, al confiar su trabajo individual al uso de la colectividad, haciendo, de sus intereses individuales, un interés social y político.
Jiménez no camina sola en tal empresa. Su pintura forma parte esencial de un continuo pictórico puertorriqueño que convive favorablemente con el de sus colegas latinoamericanos. Carga los descubrimientos y aciertos de sus antecesores, aliento vital para la producción futura. En Puerto Rico, pensemos en las abstracciones geométricas de Paul Camacho, cuyas formas desafían la mirada, que no se decide a entender si una forma está al frente, detrás o al lado de otra forma, en un movimiento no muy lejano, aunque en otro tono, de los dibujos de un M. C. Escher. Pensemos también en las abstracciones geométricas de Oscar Mestey Villamil, cuyas estructuras, de aparente simplicidad, sostienen construcciones pictóricas de compleja construcción, ya sea por las composiciones texturales que subyacen sus pinturas, ya sea por su excepcional manejo del color puesto al servicio de un compromiso con ubicarse en el contexto de la cultura latinoamericana.
Consideremos también que la pintura de Jiménez conecta en particular con la producción de Antonio Navia de los años setenta. No vemos esa producción desde el 1985, en ocasión de la muestra de diez años (1975-1985) del artista en el Museo de la UPR. (Si hay alguna obra que pueda catalogarse como invisible y marginada entre nosotros es la de este maestro; que se haya ocultado por los pasados treinta y cinco años no implica que carezca de peso.) La pintura de Navia en la década del setenta, anclada como está en principios científicos y matemáticos inusuales en nuestra plástica, plantea nuevas formas de observar y pensar. Son frecuentes los conflictos entre lo formal geométrico y lo informal expresionista, así como los formatos que contravienen el acostumbrado rectángulo. No es dificultoso reconocer los puentes que existen entre esta obra y la de Jiménez, independientemente de sus evidentes disimilitudes.
La conexión con Navia también nos llega por vía de la elección de materiales de trabajo. Jiménez mezcla lienzo con plástico del mismo modo que Navia combina madera con plástico en sus notables construcciones. Esta mezcla de materiales nobles con materiales industriales es armónica en el caso de Navia; Jiménez, por el contrario, coloca sus materiales en disputa, creando otro obstáculo visual, pues nos obliga a hacer constantes ajustes entre aquello que está pintado sobre el “noble” lienzo con aquello pintado sobre el “vulgar” plástico. Esa confrontación entre lo refinado y lo ordinario queda venturosamente irresuelta. Ya lo comentó Rafael Trelles: “estamos ante una pintura que, a pesar de ser un ente unificado, conserva intacta la individualidad de sus componentes”.
Una de las particularidades más acuciantes de la pintura de Jiménez es el movimiento que les exige a sus espectadores para apreciarla, en específico, cuando incorpora materiales transparentes al lienzo. Las pinturas de Jiménez se observan de frente, pero también lateralmente. (Sucede con las pinturas negras de Ad Reinhardt, por ejemplo.) Acuciante, pues el movimiento ante una obra de arte es imprescindible en el caso de la escultura, pero en la pintura es más bien opcional, cosa que no sucede con Jiménez. Este tráfico del espectador ocurre aún frente a piezas de pequeño formato, que nos exigen desplazarnos para apreciar la riqueza de sus detalles. Con ello, Jiménez incorpora los cuerpos de sus espectadores a su pintura, el ojo no se divorcia de las piernas, cada cuerpo interpelado en su totalidad. La obra se completa en esta interacción entre ese objeto terminado e inalterado colgado sobre una superficie y ese humano que actúa enfrente, agente activo en un proceso comprometido. Esta contradicción es otro de los artilugios de Jiménez para estimular la acción en sus observadores: para renegar la aquiescencia acrítica ante el arte y la vida.
“Nací todo vida y actividad; mi país es todo hielo y negligencia”. Así declara, al inicio de sus memorias, Tapia y Rivera hacia el 1882, año de su muerte. (Como quien dice, hacia 2020.) Para esa misma fecha, el pintor Francisco Oller trabaja con éxito en Madrid. A su regreso a San Juan en 1884, Oller encuentra cerrada la Academia de Dibujo y Pintura; los años subsiguientes los dedica a realizar infructuosos esfuerzos para mantenerla abierta, dada la exitosa negativa de los poderes coloniales. Demos un salto de ciento treinta y seis años. Hoy, los verdugos coloniales, bajo la Junta de Control Fiscal, amenazan de muerte a la Escuela de Artes Plásticas, la Universidad de Puerto Rico y al Conservatorio de Música. Plus ça change… Parecería entonces que en este Puerto Rico “todo hielo y negligencia”, en que el poder colonial se obstina por desaparecernos, la disciplina de creación es una imposibilidad. La totalidad de nuestra producción artística, sin embargo, lo niega. Vigorosamente. Todo fuego y diligencia, nuestros creadores han comprometido su trabajo con la tarea de exiliar de entre nosotros la “desvinculación cautelosa de ideas y sentimientos” denunciada por Belaval y tantos otros de nuestros pensadores. Hacer, para asegurar nuestra existencia. En este proceso de descolonización de la mirada, del pensamiento y de la acción que ha definido lo más valioso del arte puertorriqueño, la pintura de Ivelisse Jiménez afirma su espacio vital.
Obras citadas:
Arendt, Hannah. 1958. The Human Condition. Chicago: The University of Chicago Press.
Belaval, Emilio S. 1940. “Lo que podría ser un teatro puertorriqueño”. Citado en El autor dramático: primer seminario de dramaturgia, San Juan: Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1963.
Tapia y Rivera, Alejandro. [1928] 1989. Mis memorias, o Puerto Rico cómo lo encontré y cómo lo dejo. San Juan: La Biblioteca.
Trelles, Rafael. 2011. La pintura de Ivelisse Jiménez. 80grados, 12 ago. https://www.80grados.net/la-pintura-de-ivelisse-jimenez/