¿Hacia dónde vamos en tiempos de impagos?
Tampoco la creación de esta Junta mediante la legislación conocida como PROMESA parece habernos sacado de la modorra que nos caracteriza. Hace algunos años nos hubiéramos atrevido a apostar que tal afrenta habría de ser resistida con firmeza. Pero la misma reacción tímida ha merecido la incapacidad que hemos mostrado de superar la crisis económica que nos ha agobiado en los últimos años.
Se trata de asuntos que no son poca cosa y que si no lo estuviéramos viviendo tan de cerca estaríamos definiéndolo como “the perfect storm”. ¿Pero y qué? Todo esto se está dando a nuestro alrededor, pero permanecemos impávidos. Actuamos como si no fuera con nosotros. Y de nosotros es que se trata, aunque no lo queramos aceptar.
Esa incapacidad para tomar acción firme sobre asuntos que inciden en nuestra convivencia se da en el contexto que nos caracteriza como país. Puerto Rico ha vivido y continúa viviendo en un tranque o encerrona de la que parece que no puede liberarse. Aunque se generaliza cada vez más el convencimiento de que los EE.UU. nos tienen amarrados y hacen de nosotros lo que les viene en gana, continúa siendo problemáticamente minoritario el reclamo de que nos tenemos que zafar de ellos. La vaguedad y hasta ausencia de alternativas concretas, como el tono de privilegio moral que ha caracterizado el discurso del independentismo, lo ha hecho irrelevante. Y el dinero que los EE.UU. han invertido en la Isla, para bien o para mal, nos ha cegado. En fin, es como si no pudiéramos imaginarnos ser algo distinto a lo que hemos sido ya durante un siglo y continuamos siendo ahora mismo, un territorio en el que todavía nos regimos fundamentalmente por las cláusulas impuestas de la Ley Jones de 1917, cuando no por los caprichos del régimen militar que en el 1898 substituyó otro régimen que apenas comenzaba a entendernos.
Pero si el reclamo de labrarnos un destino propio como nación soberana muy comprensiblemente no ha prosperado, el reclamo “estadista” de mayor integración a los EE.UU. sí ha crecido. Sí, ha crecido, ¿pero cómo lo ha hecho? Liderado por políticos que solo piensan en términos de ayudas federales y respaldado por una población que en su mayoría desconoce las obligaciones que acompañarían la estadidad, es muy posible que nadie en los EE.UU. los tome jamás en serio.
El letargo en el que andamos sumidos es lo que hace imposible asumir las responsabilidades que nos corresponderían en lo que respecta a ambas alternativas. No hemos planificado para una soberanía que a la vez que trascienda los lugares comunes de la supuesta libertad que abrazaríamos con ella, nos garantice mejorar nuestra calidad de vida. Tampoco nos hemos propuesto un diálogo franco sobre lo que implica incorporar la nación puertorriqueña en el ordenamiento político estadounidense. ¿Incorporarían los EE.UU. a Costa Rica o a México (sin muralla)? No olvidemos que los puertorriqueños nos parecemos mucho más a los habitantes de estos dos países que a los estadounidenses.
Nos falta pepa, pero no la pepa vulgar sino la generosa, la dispuesta a aceptar diferencias, a convivir con diferencias. No la hemos tenido y parece que no la tendremos para hacer lo que tendríamos que hacer para superar el tranque. Pero sin que la interrogante suponga que son indiferentes a sus intereses económicos en la isla, ¿no son los mismos EE.UU. parte de la encerrona? No pueden deshacerse de la Isla ni parecen quererla más cerca de lo que está. Si han intervenido recientemente mediante la creación de la Junta de Control Fiscal es por el temor a una debacle económica que afectaría sus finanzas. La Junta, según se ha repetido tantas veces, viene a asegurar que paguemos lo que debemos. Es el resultado del impago, no de una sensibilidad filantrópica o altruista. Si desde acá nosotros no nos aseguramos de exigir valientemente que se atienda la recuperación nuestra, nos debemos comenzar a preparar para el injusto empobrecimiento que experimentaremos en las próximas décadas.
Ese empobrecimiento por venir no nos lo despinta nada ni nadie. No es culpa de los EE.UU., ni de los políticos, según nos lo queremos creer. Los políticos nos dicen lo que queremos escuchar; nosotros los autorizamos a expresarse como se expresan y, por cierto, también a tomar préstamos sin fuentes de repago. Y los EE.UU., cuando pueden, nos tratan como tratan a todo el mundo, como clientes (a los que se les puede sacar algún dinero). Pero hemos sido nosotros quienes endeudamos al país. Así de claro es que se debe decir, aunque no nos agrade.
Se debe añadir, para colmo de las ironías, que nos endeudamos con buenas intenciones, para que tuviéramos mejores salarios (sin fuentes o fondos recurrentes), para que hubiera mejores servicios médicos, para tener mejor transportación, para entretenernos mejor… Se tenían esperanzas de que la economía mejorara y no se previó que aún cuando EE.UU. y el mundo se repusieran de las crisis del 2008, Puerto Rico no lo haría.
Además, nadie convocó al sacrificio, como se debió haber hecho en algún momento, porque le hubiera tenido que poner fin a su carrera política. Las madres y padres de familia hacen esto, pero no los políticos. “Que pague el que viene detrás”, escuchamos decir en Puerto Rico demasiado a menudo… y soltamos par de carcajadas. La responsabilidad de la deuda es nuestra y deberíamos admitirlo lo más pronto posible porque si no lo aceptamos no lograremos insertarnos en el camino de una recuperación más importante que la económica.
Pero lo que más nos debería dar que pensar es lo que viene por ahí y no se atendió antes, no se atiende ahora y no estamos planificando atenderlo. Confusos como estamos y viviendo más intensamente que nunca el letargo que nos lleva a responsabilizar a otros y a eximirnos a nosotros mismos, le hemos dado la espalda al envejecimiento progresivo de la población, al calentamiento global, a la contaminación ambiental, a la cada vez mayor cantidad de basura, a un sistema escolar y universitario que necesitan inversiones serias. Para todos estos retos de mañana y pasado mañana necesitamos billones de dólares. ¿Cómo atenderemos la infinidad de pacientes de Alzheimer que llegaremos a tener? ¿Qué haremos cuando los mares de las costas comiencen a subir? ¿Cómo nos insertaremos en la economía global sin centros de investigación de calidad? ¿Con fondos federales provenientes de los EE.UU.? ¿Con los dos o tres euros provenientes de agencias internacionales? Vivimos de espalda a la realidad, pero no porque los EE.UU. nos maltratan o porque nuestros políticos son unos irresponsables.
No siempre las cosas les salen bien a los pueblos. Es más, la mayoría de las veces a los pueblos no les va bien. A veces, cuando no todo sale mal, se viven periodos que oscilan entre la insatisfacción y la frustración. Pero frecuentemente es mucho peor y la historia se tiñe de miseria, de una miseria desesperada que solo parece reproducirse y niega toda posibilidad de superación. Entonces todo empeora y nada parece apuntar a un desenlace feliz. Transcurren los años, las décadas, las generaciones y se continúa empantanado en ella y nada ofrece posibilidades de sacudirse y dejarla atrás. Ya pasamos por esto alguna vez. ¿Volvemos a dirigirnos hacia ello?
Nos hemos acostumbrado a pensar que situaciones como las que se viven a diario en el vecino Haití, en la más lejana Palestina y en tantos otros lugares del mundo moderno no se podría dar entre nosotros. Aún en estos tiempos de impago y de Juntas de Control Fiscal tenemos demasiados automóviles nuevos en nuestras carreteras que nos sugieren que jamás experimentaremos tal situación. Hay demasiados televisores y computadoras en nuestros hogares, demasiados aires acondicionados en nuestras oficinas, y demasiada tecnología en los coloridos conciertos a los que se asiste con cierta frecuencia para que a nosotros nos ocurra algo similar a lo que se vive en aquellos países. Imposible que todo esto desaparezca y que el país se nos parta en pedazos, con calles carentes de asfalto que no conduzcan a ningún lado, con casas y edificios cuando no a medio construir entonces arruinados, a fin de cuentas que lleguemos a convertirnos en algo muy similar a esos países tristes que parecen estar destinados a una inestabilidad apocalíptica. ¿Qué impide que esto suceda? ¿Cómo podemos estar tan seguros que no es hacia allá hacia donde nos dirigimos?
¿No puede la historia o la convivencia social convertirse en una pesadilla sin que nadie lo autorice? ¿A cuenta de qué nos creemos que lo que nos ocurre es voluntad sin más de nosotros, que si no vivimos tan mal como en Haití o Palestina es porque nosotros lo deseamos? Como si ellos no quisieran superar la tragedia de su inestabilidad y pobreza extrema.