Transgresiones teológicas en la literatura latinoamericana
Despierto en cada sueño con el sueño con que Alguien sueña el mundo.
Es víspera de Dios.
Está uniendo en nosotros sus pedazos.
-Olga Orozco, Los juegos peligrosos (1962)
Extraño la escasez de interés, por parte de la teología latinoamericana, en la literatura del continente. Lo extraño por la simultaneidad de su auge y renombre internacionales, por la pertinencia, para las preocupaciones religiosas y eclesiásticas, de sus temas y asuntos y, finalmente, por la audacia de la literatura latinoamericana en hacer afirmaciones desafiantemente heterodoxas y teológicamente transgresoras.
Ambas expresiones de nuestra creatividad simbólica, la literaria y la teológica, cobran auge y renombre mundiales casi simultáneamente. Con el apogeo del compromiso social de las comunidades eclesiales de base y las primicias del pensamiento liberacionista, en la década de los sesenta, la teología latinoamericana deja de ser una réplica traducida de la europea y norteamericana y comienza a ser sujeto original de su propia historia intelectual. Por otro lado, obras publicadas durante los sesenta, como El siglo de las luces (1961), de Alejo Carpentier, La muerte de Artemio Cruz (1962), de Carlos Fuentes, La ciudad y los perros (1962), de Mario Vargas Llosa, Oficio de tinieblas (1962), de Rosario Castellanos, Rayuela (1963), de Julio Cortázar, Todas las sangres (1964), de José María Arguedas, Paradiso (1966), de José Lezama Lima, y Cien años de soledad (1967), de Gabriel García Márquez, entre otras, abonan sentimientos y perspectivas no muy disímiles a las que albergarán, pocos años después, los escritos teológicos de Gustavo Gutiérrez, Juan Luis Segundo, Hugo Assmann, José Míguez Bonino y Porfirio Miranda, igual que los exegéticos y hermenéuticos de Jorge Pixley, Severino Croatto y Milton Schwantes. Todavía no hay, sin embargo, para América Latina, una obra crítica que se asemeje al excelente análisis que Alfred Kazin ha hecho sobre la religiosidad y la teología en la literatura estadounidense (God and the American Writer, 1997).
La producción literaria latinoamericana tiene tan evidentes tangencias y resonancias religiosas que despierta mi perplejidad la falta de atención por parte de la comunidad teológica. Sobre todo por la presencia abundante de asertos heterodoxos y audaces transgresiones doctrinales que no pueden sino incitar a la reflexión y al cuestionamiento teológico. ¿No invitan acaso de manera en extremo provocadora e inquietante a tal diálogo innumerables textos literarios, como la siguiente gema de Jorge Luis Borges, tallada en el contexto de una reflexión sobre los afanes del escritor, y que desemboca en una poco ortodoxa interpretación de la doctrina teológica de la encarnación: «Hay un santísimo derecho en el mundo: nuestro derecho de fracasar y andar solos y de poder sufrir. No sin misterio me ha salido lo de santísimo, pues hasta Dios nos envidió la flaqueza y, haciéndose hombre, se añadió el sufrimiento y brilló como un cartel en la cruz» (El tamaño de mi esperanza, 1993)?
Es sorprendente que los teólogos no hayan prestado atención a lo que sus colegas literatos escribían acerca de los dilemas y enigmas de los hombres y mujeres del continente. De haberlo hecho habrían descubierto tangencias y pertinencias notables. Demos un ejemplo distinguido. Son pocos los teólogos que han percibido, en el famoso soliloquio del sacerdote Rentería, en Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo, un anticipo genial de las turbulencias anímicas en el interior de las iglesias latinoamericanas en el proceso de incubación de la teología de la liberación.
“El padre Rentería se revolcaba en su cama sin poder dormir.
Todo esto que sucede es por mi culpa – se dijo -. El temor de ofender a quienes me sostienen. Porque ésta es la verdad; ellos me dan mi mantenimiento. De los pobres no consigo nada; las oraciones no llenan el estómago. Así ha sido hasta ahora. Y éstas son las consecuencias. Mi culpa. He traicionado a aquellos que me quieren y que me han dado su fe y me buscan para que yo interceda por ellos para con Dios. ¿Pero qué han logrado con su fe? ¿La ganancia del cielo? ¿O la purificación de sus almas? Y para qué purifican su alma, si…”
La confrontación entre el sacerdote Rentería y el párroco de Contla sobre la sumisión del primero al implacable caudillo de Comala da pie a un diálogo sobre el papel de la iglesia ante el pueblo pobre y desposeído, por un lado, y los poderosos dueños de haciendas y vidas, descendentes espirituales de los conquistadores, por el otro. Comala es la metáfora de un México dominado por terratenientes y alejado de la misericordia divina.
O, para mencionar otro ejemplo importante, la famosa conclusión, no menos teológica por heterodoxa y sacrílega, en la que resume Martín Santomé, el protagonista principal de La tregua (1994) de Mario Benedetti, su trágica relación amorosa con una joven, prematura e inesperadamente muerta:
“Por primera vez en mi vida, sentí que podía dialogar con Él [Dios]. Pero en el diálogo Dios tuvo una parte floja, vacilante, como si no estuviera muy seguro de sí… Entonces, pasado ese plazo que Él me otorgó… pasado ese amago de vacilación y apocamiento, Dios recuperó finalmente sus fuerzas. Dios volvió a ser la todopoderosa Negación de siempre… Ahora las relaciones entre Dios y yo se han enfriado. Él sabe que yo no soy capaz de convencerlo. Yo sé que Él es una lejana soledad, a la que no tuve ni tendré nunca acceso. Así estamos, cada uno en su orilla, sin odiarnos, sin amarnos, ajenos.”
El título mismo de la obra, una de las más importantes y densas escritas por Benedetti, alude a la pugna ineludible del ser humano con Dios y su soledad. En esa confrontación, que recuerda la terrible batalla de Jacob con el ángel de Dios, existen treguas, pero no tratados de paz permanentes.
Más audaz aún en su disposición a transgredir la ortodoxia dogmática es la culminación de La «Flor de Lis» (1988), la fascinante novela de la mexicana Elena Poniatowska, en la que se traza el itinerario espiritual de Mariana, una joven de familia adinerada cuya fe religiosa tradicional es sacudida por un extraño sacerdote, Jacques Teufel [nombre enigmático, Teufel es la voz alemana para diablo]. El parlamento final de Teufel a la atormentada muchacha es un dechado de transgresión y heterodoxia teológicas, en el que la vida, el pecado y Dios se entrecruzan de manera peculiar que rompe las normas del teísmo y ateísmo clásicos:
“El único compromiso del hombre sobre la tierra, Mariana, es vivir… Hay que vivir y si no pecas, si no te humillas, si no te acercas al pantano, no vives. El pecado es la penitencia, el pecado es el único elemento purificador, si no pecas, ¿cómo vas a poder salvarte?… Estamos solos. Mariana, solos. Todos los hombres estamos solos, hagan lo que hagan, suceda lo que suceda, su historia está trazada de antemano… El único que conoce tu historia es Dios y Dios es un visionario que no puede hablar. Dios conoce tu historia. Mariana, ¿no te das cuenta?, conocer tu historia es condenarte, no darte escapatoria… Dios es el culpable de todos los pecados del mundo…”
Ya en su primer libro, Lilus Kikus, publicado en 1954, Elena Poniatowska, había mostrado interés y audacia al replantearse los más complejos problemas religiosos y teológicos desde una perspectiva literaria femenina, en este caso examinados desde la picardía de una niña excepcional. En medio de la intensa fiebre de una enfermedad infantil, Lilus Kikus mezcla lúdicamente el peculiar milagro vinícola de Jesús («Jesús, Jesusito ¿Por qué fue usted a las bodas de Canaán, a esa fiesta de borrachos? ¿Por qué hizo usted ese milagro tan raro?»), la confrontación evangélica con la mujer adúltera y la María Magdalena que «destapa sus ánforas de perfume…» En su delirio, y en respuesta a su ruptura de los códigos misóginos y ultra-moralistas de santidad, «Lilus Kikus ve pasar hileras de señoras tiesas… que llevan negros letreros en el pecho y en la frente: ‘Prohibido’, ‘Prohibido’, y que la amenazan con expulsarla de la asociación ‘Almas en Flor’.»
Si, en general, la literatura europea de mediados de siglo se adentra en el laberinto filosófico clásico de la lucha entre la fe y el ateísmo, la latinoamericana de las últimas décadas se encamina por senderos de mayor ironía, humor y audacia heterodoxa. Ejemplar es el tratamiento que Gabriel García Márquez, en Cien años de soledad, confiere a los escasos sacerdotes que se atrevieron habitar en Macondo. El padre Nicanor Reyna intenta, sin mucho éxito, imponer la normatividad sacramental en una población hasta entonces sujeta a la ley natural, sin bautizos, matrimonios eclesiásticos o extrema unciones. Pretende evangelizar al alucinado patriarca, José Arcadio Buendía, pero es este quien casi le convence de la inexistencia de Dios y quien proclama finalmente, en latín litúrgico, la victoria de su nihilismo. El sucesor de tan desdichado cura, el padre Antonio Isabel, no tiene mejor suerte y culmina su ministerio en absoluto delirio senil, predicando “que probablemente el diablo había ganado la rebelión contra Dios, y que era aquél quien estaba sentado en el trono celeste, sin revelar su verdadera identidad para atrapar a los incautos.”
Son pasajes cruciales para entender a Macondo, metáfora de una América Latina apartada de la gracia divina a pesar de la presencia ubicua de la cristiandad y sus sacramentos. Una América Latina, reinado de Satanás, tierra en la que una iglesia sacramental pinta una ligera capa de ritual obediencia al dogma, pero que no logra evangelizar a profundidad el alma de los pueblos. Es una trágica hipótesis que García Márquez profundiza cinco lustros más tarde, cuando uno de sus personajes claves, el obispo don Toribio de Cáceres y Virtudes sentencia:
“Hemos atravesado el mar océano para imponer la ley de Cristo, y lo hemos logrado en las misas, en las procesiones, en las fiestas patronales, pero no en las almas… Habló del batiburrillo de sangre que habían hecho desde la conquista: sangre de español con sangre de indios, de aquéllos y éstos con negros de toda laya, hasta mandingas musulmanes, y se preguntó si semejante contubernio cabría en el reino de Dios… ¿Qué puede ser todo eso sino trampas del Enemigo?”
Es «el Enemigo» -el Diablo- quien rige el destino espiritual latinoamericano y caribeño. Toda esta otra novela de García Márquez –Del amor y otros demonios (1994)- puede leerse como una reflexión literaria sobre la demonización de la religiosidad de los pueblos americanos marginados y los intentos que hace una iglesia colonial y saturada de arrogancia espiritual por erradicar la cultura y el culto particulares de las comunidades negras esclavas. Es la misma demonización que reflejan muchos textos misioneros del siglo dieciséis respecto a las religiosidades indígenas.
O en el satírico relato de la uruguaya Cristina Peri Rossi, «El juicio final» (1986), en el que un personaje, tras recibir una revelación que parece indicar el apocalíptico fin de la historia, «comenzó a leerle a Dios la lista de cargos que durante cincuenta años había acumulado contra él, de forma imparcial…», alterando drásticamente la concepción tradicional del «juicio final». Es Dios quien, en la instancia final de la historia, ha de rendir cuentas al ser humano, reabriéndose así irónicamente el añejo tema de la teodicea.
La chilena/costarricense Tatiana Lobo ha publicado en los años recientes unas fascinantes novelas y crónicas ficcionalizadas. En Calypso (1996), obra dedicada a exaltar la sensualidad y la belleza, de alma y cuerpo, de las mujeres afrocentroamericanas, un comerciante blanco denuncia ante un obispo católico el contenido poco ortodoxo de un predicador llamado sencillamente «el Africano».
“Dice… que la Biblia no dice que hay que sudar para más que para la comida, y que trabajar en exceso, además de una tontería, es pecado… El negro este asegura que Jesús abandonó el taller de carpintería de San José para largarse a caminar por aquí y por allá, sin trabajo fijo conocido…
Dice que hay que vivir como los lirios del campo, que aquí se dan en la arena sin sudar más que lo justamente necesario… Imagínese, monseñor, que dice que los romanos crucificaron a Jesús por miedo a que su mal ejemplo se propagara y los judíos ya no quisieran trabajar para ellos… Porque el que no hace nada, piensa mucho -dice-, y que a los romanos no les convenía que los judíos pensaran. Que hasta María Magdalena salió de su mala vida para disfrutar de tiempo libre….Y que si las gracias al Señor se hacen con música y con cantos, tanto mejor, que no sólo de pan vive el hombre, que también de risas y de alegría…”
Sugestivo también por su disposición a retar la ortodoxia moral cristiana es uno de los Cuentos de Eva Luna (1990), de Isabel Allende: “Clarisa”. Clarisa, devota de velas y agua bendita, ha sido atribulada por dos hijos minusválidos de cuerpo y mente. Luego tiene otros dos hijos, de excelente salud e inteligencia viva y alerta. Al final del relato, el lector descubre que para procrearlos, esta mujer de mantilla y misa ha recurrido a un hombre, de cualidades que ella hubiese querido ver reproducidas en sus hijos, pero que no era, ante la ley ni ante el altar, su legítimo marido. Su justificación deja al lector boquiabierto, además, de sonriente: «Eso no fue pecado… sólo una ayuda a Dios para equilibrar la balanza del destino. Y ya ves cómo resultó de lo más bien.»
Inquietante y heterodoxa es la conclusión de la novela Desencanto al amanecer (1995), de la nicaragüense Milagros Palma. La poeta Fernanda Rosales Cantero ha muerto en medio de las batallas que sacuden a un país revolucionario latinoamericano y su alma, tras un vagabundeo repleto de incidentes interesantes, llega al cielo, «pero las puertas no se abrieron como ella se lo había imaginado por su vida ejemplar. Nadie la estaba esperando… Una voz se oyó como en los aeropuertos… ‘El martirio ya no es una práctica de salvación. De aquí en adelante el placer tiene que primar y será condenado a la nada el que no cumpla con el deber sagrado de gozar’.» Palma continua así, en un relato novelístico, sus lecturas rebeldes de los mitos patriarcales que han servido para reprimir el disfrute y el gozo corporal de las mujeres.
Carlos Fuentes, en un importante texto en el que encara frontalmente la polifonía étnica y cultural de la identidad nacional «(Los hijos del conquistador», en El naranjo, o los círculos del tiempo, 1993), aborda audazmente y con un lenguaje procaz el laberíntico sincretismo religioso mexicano.
“[E]l hijo y el nieto de Cuauhtémoc entraban de rodillas a la misma catedral, con las cabezas gachas y los escapularios como cadenas arrastradas por la mano invisible de los tres dioses del cristianismo, padre, hijo y espíritu santo, jefe, chamaco, súcubo, ¿con cuál de ellos te quedas, mexicanito nuevo, indio y castellano como yo, con el papacito, el escuincle o el espanto?… ¿cuál Dios, espejo de humo o espíritu santo, serpiente emplumada o Cristo crucificado, dios que exige mi muerte o dios que me da la suya, padre sacrificador o padre sacrificado, pedernal o cruz? ¿cuál Madre de Dios, Tonantzín o Guadalupe?… Cabrón Jesús, rey de putos, tú conquistaste al pueblo de mi madre con el goce pervertido de tus clavos fálicos, tu semen avinagrado… ¿cómo reconquistarte a ti?”
El uruguayo Eduardo Galeano no tiene reparo alguno en embrollar a Dios en heterodoxias y transgresiones teológicas. En el tono de humor irónico que caracteriza sus escritos se compadece del casto e inhibido Dios cristiano:
“El dios de los cristianos, Dios de mi infancia, no hace el amor. Quizás es el único dios que nunca ha hecho el amor, entre todos los dioses de todas las religiones de la historia humana. Cada vez que lo pienso, siento pena por él. Y entonces le perdono que haya sido mi superpapá castigador, jefe de policía del universo, y pienso que al fin y al cabo Dios también supo ser mi amigo en aquellos viejos tiempos, cuando yo creía en Él y creía que Él creía en mí. Entonces paro la oreja, entre la caída del sol y la caída de la noche, y me parece escuchar sus melancólicas confidencias.”
En otro de los relatos de Galeano se manifiesta el dolor que se oculta detrás de la sonrisa: el sufrimiento de tantos hombres y mujeres, víctimas de la crueldad y la violencia que definió el proceder de algunos regímenes militares sudamericanos, entre los sesenta y los ochenta. Y ese dolor se transmuta nuevamente en la pregunta clásica de la teodicea, pero de manera muy novedosa.
“El poeta Juan Gelman escribe alzándose sobre sus propias ruinas, sobre su polvo y su basura.
Los militares argentinos, cuyas atrocidades hubieran provocado a Hitler un incurable complejo de inferioridad, le pegaron donde más duele. En 1976, le secuestraron a los hijos. Se los llevaron en lugar de él. A la hija, Nora, la torturaron y la soltaron. Al hijo Marcelo, y a su compañera, que estaba embarazada, los asesinaron y los desaparecieron…
¿Cómo se hace para sobrevivir una tragedia así? Digo: para sobrevivir sin que se te apague el alma… Y me he preguntado: si Dios existe, ¿por qué pasa de largo? ¿No será ateo Dios?”
Rosario Ferré ha escrito una novela repleta de ironía y de humor, La batalla de las vírgenes (1993), en la que, tras relatar literariamente los conflictos y disputas entre los adoradores puertorriqueños de distintas tradiciones de apariciones marianas, se llega a la conclusión de que la única virgen que merece la adhesión plena es la Virgen de la Cueva, una no muy velada alusión a la liberación erótica. «La Virgen de la Cueva es la única que vale, es a ella a la que hay que rezarle… es la única que existe, es la única que vale. Por la cueva de la Virgen es que nos hacemos peregrinos por primera vez, es que pasamos al espacio real del ser…”
“Alguien construye a Dios en la penumbra….
Es un judío
De tristes ojos y piel cetrina….
Desde su enfermedad, desde su nada,
Sigue erigiendo a Dios con la palabra.”
“Baruch Spinoza” (1976)
-Jorge Luis Borges