Hiroshima y Nagasaki
El pasado mes de agosto se conmemoraron 70 años de la destrucción atómica y el genocidio de Hiroshima y Nagasaki. Es este un momento oportuno para recordar que lo que estaba en juego y se lleva a cabo entonces ha sido determinante para lo que nos ha tocado vivir hoy. Antes de entrar de lleno en ello, me parece importante distinguir la experiencia histórica de la Historia como narrativa y disciplina. Esta puede entenderse como la investigación (ιστορία: istoría) de lo que se vive y experimenta para dar cuenta por medio de la escritura del vigor y de la pertinencia de su significación. Así entendida la narrativa o escritura histórica implica una recuperación activa y transformadora de la memoria, a tono con el esfuerzo del pensamiento por seguir las huellas o los vestigios de lo que en momento dado se experimenta. Sin embargo, ni la escritura ni la experiencia histórica serían posibles sin la dimensión ontológica del devenir. En pocas palabras: sin el horizonte de la temporalidad no habría experiencia histórica, y sin esta experiencia la Historia no sería posible. La experiencia histórica puede ser más o menos consciente o inconsciente del todo, pero de cualquier manera está inscrita en el cuerpo mental y en la mente corpórea que constituyen la condición humana.
Podemos ignorar y renegar de la Historia, identificando frívolamente, y muy a la moda, su escritura con un género de ficción (sin llegar nunca a comprender el complejo vínculo mítico y conceptual de la ficción con la verdad). Se puede imponer la desmemoria, denegar de lo ocurrido o refugiarse en el olvido. Sin embargo no es posible eludir la inmemorial danza del tiempo por la que se inscribe y conforma la experiencia histórica de un pueblo, una cultura o un individuo. Nada ni nadie puede hacer que lo que ha sucedido no haya sucedido; o para decirlo con los sabios versos de Píndaro: «Lo que ha sucedido, justa o injustamente, no es posible que el padre Tiempo haga que no haya sucedido».
La experiencia histórica es uno de los aspectos de la experiencia radical de lo común, pues es indisociable del animal humano en tanto que animal hablante. Ella da lugar a la escritura de un discurso que, ya sea como mythos o como lógos, genera entre los antiguos griegos, la historia, la poesía, la música, el teatro y la filosofía. Tomada en este sentido radical, la experiencia histórica puede también servir de referente para la configuración de lo sagrado como ocurre con las más antiguas culturas que subordinan el tiempo a la eternidad: Egipto, la India, Mesopotamia, Judea; o las culturas primigenias de África, América y Oceanía. Tenemos entonces que como experiencia humana de la temporalidad, la experiencia histórica es parte también de aquellos pueblos o culturas sin Historia ni escritura, pero con el enorme caudal de la memoria y de la tradición oral.
A su vez, la experiencia histórica en tanto que experiencia de la temporalidad ha dado lugar a una reivindicación del puro devenir, es decir, de la fluidez y fugacidad de lo que se experimenta. Este es el caso de la China, Corea o Japón, así como en general de las culturas del extremo oriente. Hay en estas culturas, y de manera muy particular en Japón, una exaltación estética de la vida y del pensamiento que corre paralela a una profunda sensibilidad hacia la muerte o, mejor dicho, para con el momento de morir y la desaparición de lo que aparece. El trasfondo de todo ello es la naturaleza y su más imponente manifestación: el Gran Vacío del Cielo. En este contexto, lo eterno o la eternidad, lejos de trascender el tiempo constituye el ánimo y la fuerza vital del devenir. Escribe Kakuzo Okakura en El libro del té (1906): «Laotsé decía: ‘El cielo y la tierra son implacables’. Kobodashi decía ‘Fluye, fluye, fluye, la corriente de la vida va siempre adelante. Muere, muere, muere, la muerte todo lo alcanza’. La destrucción nos encara, sea cual fuere la dirección que tomemos. Destrucción abajo y destrucción arriba; destrucción antes y después. Lo único eterno es el Cambio –– ¿Por qué no dar entonces la bienvenida tanto a la muerte como a la vida? No son más que la contraparte la una de la otra –– La Noche y el Día de Brahma. A través de la desintegración de lo viejo, la re-creación es posible».
Cuatro décadas después de haber sido escritas estas palabras, la destrucción más terrible, del todo inimaginable, arrasó con dos ciudades del archipiélago japonés, Hiroshima y Nagasaki. Nunca antes se había concentrado tanto poder de destrucción en una sola demostración de fuerza que significaba, según dijera el presidente Harry S. Truman en su ufano y arrogante discurso, el «triunfo del genio humano». La gravedad del asunto no es solamente el lanzamiento de la bomba atómica y sus perversas justificaciones, todavía hoy a la espera de un tajante e indispensable cuestionamiento. Se trata también del control y la censura que los EE.UU. impusieron sobre los estragos de la población, mediante la formación el 12 de octubre de la Comisión Conjunta de Investigación de los Efectos de la Bomba Atómica, supervisada por el general Douglas MacArthur. El general exigió la colaboración de los expertos japoneses, a partir de lo cual se crea en 1946 la Atomic Bomb Caualities Comission (ABCC), financiado por la Comisión de la Energía Atómica (AEC, en inglés: curioso juego de siglas).
De esa manera Hiroshima y Nagasaki se convirtieron, en medio del atroz sufrimiento, en un campo fértil de investigación médica y científica, donde los hibakusha (nombre japonés de los sobrevivientes), con sus arruinados cuerpos deformes, lacerados y el ánimo destrozado, pasaron a ser auténticos conejillos de india: «Sintiéndose tratados como conejillos de india, muchos hibakusha dejaron de frecuentar los centros de la ABCC. Su amargura fue mayor cuanto que los duros años de la posguerra no se beneficiaron de asistencia médica». Salta a la vista que los investigadores no estaban ahí para mitigar el sufrimiento sino para someter a la población a minuciosos estudios «llevados a cabo por médicos de alto nivel».1 Todo ocurría como si quisiera consolidar el genocidio posando, de manera humillante, la mirada clínica sobre los cuerpos de las víctimas. Narra el renombrado escritor, premio Nóbel de literatura, Kenzaburo Oé que un joven dentista «se suicidó de pura desesperación», luego de preguntar insistentemente, sin recibir nunca respuesta alguna, «¿por qué la gente de Hiroshima tenía que seguir sufriendo hasta ese extremo a pesar de que la guerra había terminado?»2
También hay que recordar que en mayo de 1945 Alemania había sido derrotada por los aliados y sus ciudades bombardeadas sin piedad. Pero, sobre todo, hay que recordar que Japón ya había dado a entender su voluntad de terminar la guerra ante el acorralamiento y el persistente bombardeo de la fuerza aérea de los Estados Unidos sobre sus más importantes ciudades. El incólume orgullo nipón, producto de una cultura milenaria, tan cruel como refinada, daba ya claras señales de agotamiento. Deseaban, eso sí, salvaguardar el honor divino del Emperador. Es muy probable que este reclamo haya sido considerado como una razón de peso para arrasar con una cultura arcaica frente a la portentosa modernidad (y, hay que decirlo, frente un sentido de «superioridad racial» anglo-sajón, más sutil pero no menos convencido que el de la Alemania nazi). En todo caso, al que llegaría a ser presidente de ese país, Dwight Eisenhower se le adjudican estas palabras: «Los japoneses estaban listos para rendirse y no hacía falta golpearlos con esa cosa horrible».
En un número extraordinario la revista mexicana Proceso se describe con justa precisión lo acontecido: «A las 8:15 de la mañana del 6 de agosto de 1945 Washington lanzó sobre la ciudad japonesa de Hiroshima la bomba atómica Little Boy. Tres días después hizo estallar sobre Nagasaki una segunda bomba: Fat Man. A partir de ello el fin de la Segunda Guerra Mundial fue un trámite, Estados Unidos se consolidó como superpotencia mundial y – a lomos de la amenaza nuclear – el planeta se deslizó hacia la Guerra Fría. Tras los ataques, los países aliados se vanagloriaron de la proeza científica y tecnológica y escamotearon la tragedia humana: 246 mil muertos en ambas ciudades, la mitad en los días del bombardeo, los restantes en el transcurso del año debido a heridas y enfermedades derivadas de la radiación».
En efecto, dicha vanagloria justificaría la necia gracia con que se nombran las bombas y cuya carga eufemística deja ver hasta qué punto la embriaguez del poder ciega la inteligencia y embrutece la sensibilidad. Todo ocurre como si con la banalidad de la expresión se intentara encubrir lo que se manifiesta: el más profundo desprecio por la vida humana en nombre del supuesto humanismo del régimen liberal y democrático. Así, por ejemplo, editorializaba El Universal de México sin pizca de ironía: «Hay que dar las gracias a Dios que el diabólico invento correspondió a los yankis, el pueblo menos bárbaro de la tierra, el más piadoso, el menos capaz de abusar de esa fuerza apenas concebible». Por su parte el Washington Post publicaba en su portada: «Una sola bomba atómica sacude una base militar [¡vaya metonimia!] con una superpoderosa fuerza de 20 mil toneladas de dinamita, para abrir una nueva era de poder que beneficiará al mundo». El británico Daily Express editorializaba en su portada: «La bomba atómica que cambió el mundo: japoneses, están informados, ahora ríndanse». Y el prestigioso Le Monde, en su primera plana, escribía: «Los estadounidenses [americains] lanzan su primera bomba atómica sobre Japón. Una revolución científica».
En marcado contraste con la estulticia de esa patética unanimidad, el gran Albert Camus escribía el 8 de agosto de 1945: «Mientras tanto, es lícito pensar que hay cierta indecencia en celebrar así un descubrimiento [la bomba atómica] que se pone al servicio de la más formidable furia destructora de que el hombre haya dado prueba desde hace siglos. Nadie, sin duda, a menos que sea un idealista impenitente, se asombrará de que, en un mundo entregado a todos los desgarramientos de la violencia, incapaz de ningún control, indiferente a la justicia y la sencilla felicidad de los hombres, la ciencia se consagre al crimen organizado».
Las expresiones del físico Robert Oppenheimer, director del célebre Proyecto Manhattan, luego de la exitosa prueba en el desierto de Nuevo México, no pueden ser más elocuentes: It works, it works! (¡Funciona!, funciona!). Cuenta también en sus memorias el eminente físico Richard Feyman, con un tanto desconcertado sentido de culpa, que al momento del lanzamiento de las bombas sobre Japón, lo único que se le ocurrió fue tocar los bongos, como buen percusionista aficionado.
Si se tuvo la ocasión de observar la reciente programación de canal de televisión Military History Channel, se podrá comprobar que al día de hoy la propaganda más estúpida y servil a favor del lanzamiento de la bomba atómica en Japón sigue animando y divirtiendo al gran público estadounidense. Resumo en mis propias palabras un planteamiento del mencionado canal (sábado 29 de agosto) que pretendía justificar el ataque nuclear: «Se lanzó la bomba atómica para cumplir con lo que el propio enemigo japonés quería: que no quedara ni uno solo japonés vivo con tal de no rendirse». Un argumento más sutil, pero en la misma línea que esta burda justificación podría ser, como la concibe Kenzaburo Oé, la de un «humanismo» que pondría a prueba y comprobaría la capacidad del ser humano de recuperación, y «trasformar ese infierno nuclear en algo lo más humano posible…» (P. 125) Argumento que evoca la célebre frase en la entrada del Auschwitz: Arbeit macht frei («El trabajo te hace libre»).
A lo largo del pasado siglo XX, quizá el más violento y destructor de la Historia, se despliega en medio del más frío ejercicio de la racionalidad tecnológica y científica, una auténtica lógica del exterminio que da lugar al genocidio como estrategia bélica. Podríamos enumerar algunos: el genocidio turco contra el pueblo armenio, el genocidio japonés en China y en Corea, el genocidio nazi contra los judíos, el genocidio de los EE.UU. contra las poblaciones de Laos y Vietnam, el genocidio en Camboya por los parte del régimen de Pol Pot y los Jemeres Rojos contra su propia población, el genocidio serbio contra Bosnia, el genocidio en Ruanda. Esto para no decir nada de las viles práctica de exterminio de las dictaduras que han descollado en el mundo como producto de sangrientas guerras civiles del pasado siglo. Todo ello, en mayor o menor grado, ha sido denunciado por la comunidad internacional con los respectivos reconocimientos, disculpas oficiales, tribunales internacionales o leyes de «memoria histórica».
No obstante, lo que caracteriza al genocidio de Hiroshima y Nagasaki es el extraño y sórdido mutismo que prevalece a pesar de las anuales conmemoraciones y actos de recordación. De una parte, los japoneses han necesitado olvidar para poder rehacer sus vidas; o incluso defender un uso pacífico de la energía nuclear, a pesar de la reciente desgracia de Fukushima. De otra, los estadounidenses han decidido, más que recordar lo sucedido, justificar la prepotencia de su decisión una y otra vez, para así denegar de su terrible responsabilidad histórica. El olvido de los japoneses tiene un claro sesgo traumático, pero también un fuerte componente cultural que permitió la inmediata tarea de reconstrucción. En una interesante entrevista al sacerdote jesuita Pedro Arrupe, quien era médico y fue testigo de la devastación en Hiroshima, cuando desempeñaba el cargo de rector de noviciado de la Compañía de Jesús, Gabriel García Márquez, cierra su artículo con estas palabras: «En la actualidad, y en virtud de una ley japonesa que ordena que sea construida en concreto toda casa con más de dos plantas, la ciudad está completamente modernizada, y tiene la calle más ancha del mundo: más de cien metros. Pero para transitar por esa calle hacen falta 240 mil personas que murieron en la explosión».
Hay que tener en mente que estamos ante una catástrofe nunca antes vivida por la condición humana. Por esta razón, la política oficial de los Estados Unidos de no sentir la obligación de una disculpa y de perpetuar la infamia de una justificación que persiste en su ignorancia merece ser denunciada.3 Pero más allá de la denuncia, hay que esforzarse por entender no solamente esta actitud sino también la de buena parte de los Estados del mundo, renuentes a confrontar a la «superpotencia mundial», y menos aún decidida a acabar de plano con las armas nucleares. Recordemos que la embriaguez del poder ciega la inteligencia y embrutece la sensibilidad. Esta frase puede reforzarse con las siguientes palabras: «Es obvio que los defensores de las armas atómicas fundamentan sus opiniones en su inmenso poder. Ese es el pensamiento dominante y el sentido común del mundo de nuestros días. Por tanto, ¿quién quiere recordar a Hiroshima [o Nagasaki] como uno de los extremos del sufrimiento humano?»4
La caricatura de Superman, paladín de la cultura mediática de lo superhéroes estadounidenses, se publica por primera vez en el Action Comics I de 1938. Ello sucede en pleno auge del nacional socialismo en Alemania y en los albores de la II Guerra Mundial. La caricatura del Pato Donald y su familia es también de la misma década (1934-1938); la de Rico MacPato es de 1947. (¿No habría que buscar ahí la genealogía e ideología de un Donald Trump?). El auge internacional de estas caricaturas corresponde a la consolidación de los EE.UU. como superpotencia mundial. Pero no hay que perder de vista que esta consolidación tiene como eje fundante el genocidio contra Hiroshima y Nagasaki. Recientemente ha salido a la luz pública el hecho de que el anterior presidente George Washington Bush se planteó seriamente utilizar la bomba atómica contra Afganistán luego de los atentados del 11 de septiembre de 2001.5
El actual predominio económico, militar, político de los EE.UU. y su mediática hegemonía cultural se fortalecen a raíz del colapso de la Unión Soviética. Téngase en cuenta también que el Internet y las grandes compañías cibernéticas de origen estadounidense que se organizan a raíz de esa gran invención tecnológica (Apple, Microsoft, Facebook, Twiter, Google, Youtube…) se inscriben en dicha coyuntura. Los grandes magnates – y no el proletariado – han pasado a ser los nuevos héroes de un estilo de vida que se monta básicamente sobre la chata subordinación que el capitalismo lleva a cabo de la propia cultura burguesa que hizo posible su formación histórica, despojándola de distinción y riqueza intelectual.
El gran peligro de la primera civilización mundial que se ha venido imponiendo desde el pasado siglo consiste precisamente, no ya solo en la amenaza atómica, sino además en la confección de una humanidad uniforme, aséptica, técnicamente depurada.Eso fue lo que se ensayó con las atrocidades del tercer Reich alemán en Europa. Y eso es lo que se está promoviendo a escala mundial con el dulce despotismo del American Way of Life, gestor de la llamada «globalización» y de la llamarada neo-liberal. En términos de la experiencia histórica, la democracia moderna ha fracasado, tanto en su vertiente liberal y parlamentaria como en la vertiente socialista y proletaria. En cuanto a lo primero basta por ahora con sacar a relucir que la célebre frase the chief business of the American people is business, que pronunciara en 1925 – hace justamente 100 años – el entonces presidente de los EE.UU. Calvin Cooldige, habría que modificarla para que diga: the whole world is nowdays just a matter of Big Business. En cuanto a lo segundo, basta con constatar que la República (antes Popular) de China y el Partido Comunista que la rige han pasado ha ser los más despiadados administradores de la plusvalía del capitalismo. De esta manera puede afirmarse que vivimos en plena apoteosis de la dictadura planetaria del Capital.
Se trata, sin duda, de una extraña y excéntrica dictadura, pues es acéfala y sin dictador.6 En efecto lo que efectivamente gobierna el mundo es un capitalismo decapitado, basado en la idolatría de las «fuerzas libres del mercado» y la estricta gestión empresarial de la cultura. De esta manera se lleva a cabo la vertiginosa transformación de todos los aspectos de la vida en flujos de capital. Todo ocurre como si el planeta no fuese más ni menos que un autómata «cuerpo sin órganos», rellenado con el delirio especulativo de la Bolsa, el endeudamiento, el consumo y, sobre todo, el entretenimiento (amusing ourselves to death…).7 ¿Acaso Disneylandia, Las Vegas y el futuro gran parque de Star Wars no pueden considerarse, con todo rigor, los lugares idóneos de peregrinación, meca de los consumidores – ya no cabe hablar de «ciudadanos» – del mundo? Es claro que dicha dictadura cumple una función religiosa, pues allí donde se ha llevado a cabo la ruptura del lazo social (la expresión, como se sabe, es del Dr. Jacques Lacan), se religa el afán de enriquecimiento con el anhelo imaginario de auto-promoción y mercadeo de la imagen de sí. (En buena medida esa es la función de las llamadas «redes sociales».) No es casual la gran prosperidad de los carismáticos y mediáticos predicadores evangélicos de turno, con la que intenta en vano competir la trasnochada iglesia de Roma. Pienso que es correcto afirmar que la embriaguez de poder que condujo a lanzar las bombas atómicas no ha hecho más que volatizarse y persistir para seguir celebrando su autocomplacencia por vía de la idolatría del dinero.
Para concluir, como homenaje al gran legado cultural de Japón, comparto este poema que intenta recordar que el sufrimiento, humano y no humano, merece más reconocimiento, comprensión y atención que cualquier ansia o anhelo de poder.
Hiroshima: Nagasaki
El tiempo vuelve
como un archipiélago
de islas memorables:
El ruiseñor
al filo de una hoja
La nube alta
repleta
del vacío
inmemorial
El templo
de un sueño
en el remoto rincón
de un buda que se inclina
abandonado
El sol
con sus edades
suficientes
para dar a luz
A tanta vida
tanta
Un pequeño
árbol
La tenue
lombriz
Que la gallina
busca
Y dar al fin
la calma del hambre
Al pollito inerme
que suspira
Y nace
Flor
de luna
al regreso
de los mares
O la destrucción
por la avaricia
del átomo
En la indescriptible
devastación
del silencio.
- Ann Marie Mergier, Semanario Proceso, edición especial 50, México, julio de 2015, p. 59. A menos que se indique lo contrario, las citas y referencias están tomadas de este número de la distinguida revista mexicana. [↩]
- Cuadernos de Hiroshima, Barcelona, Anagrama, 2011, p. 135. El libro de Herbert Marcuse El hombre unidimensional (1968), se abre con esta pregunta:«¿La amenaza de una catástrofe atómica que puede borrar a la raza humana no sirve también para proteger las mismas fuerzas que perpetúan ese peligro?» [↩]
- Léase al respecto el destacado artículo de Joaquín G. Chévere Rivera en el Nuevo Día, publicado el 15 de agosto del año en curso. [↩]
- Oé, op.cit., p. 118. [↩]
- Léase al respecto la revista alemana Der Spiegel (29 de agosto de 2015). [↩]
- Véase al respecto el interesante libro de Viviane Forrester, Una extraña dictadura, Barcelona, Editorial Anagrama, 2001. [↩]
- Estas palabras sirven de título a curioso libro de Neil Postman que lleva el subtítulo de Public Discourse in the Age of Show Business, N.Y., Pinguin, 1985. [↩]