Historia de la suerte: un libro de Mario Ramos Méndez
Una introducción
La modernización de la suerte (2020), obra del historiador Mario Ramos Méndez publicada por Editorial Las Marías es uno de esos libros que, como tantos otros, ha pasado bajo el radar. Se trata de una elucidación ágil alrededor de un tema poco trabajado y sugerente: la legalización de las máquinas tragamonedas en 1974 en Puerto Rico bajo la administración de Rafael Hernández Colón (1936-2019). La aprobación de la ley del 30 de julio de aquel año representó un giro radical al enmendar en un sentido liberalizador la Ley 221 del 15 de mayo de 1948.
Si bien, como anota el prologuista Carmelo Delgado Cintrón, el 1948 fue una fecha “determinante y simbólica”, nada menos se puede decir del 1974. A mediados de la década de 1970 el proyecto industrializador articulado alrededor de la Sección 931 del Código de Rentas Internas estadounidense, el cual había dado aire a Operación Manos a la Obra (1947-1976) colapsaba. Paralelamente se preparaba el terreno para la aprobación de un recurso que sustituyese a aquel alrededor de la Sección 936 (1976-2005) del mismo código. El Informe Tobin de 1976, en particular sus observaciones en torno a la deuda pública y los gastos gubernamentales, representó una sentencia de muerte para aquel diseño tan ligado a la figura del gobernador Luis Muñoz Marín (1898-1980)
La muerte de una forma de capitalismo liberal animado por los valores keynesianos de la segunda posguerra el cual respondía a un tipo peculiar de Estado, abría paso a mediados de la década de 1970, acorde con el historiador David Harvey, a una nueva fase de desarrollo del capital que acabó por conocerse como neoliberalismo. El propósito de poner “freno al poder del trabajo” guiaba aquel esfuerzo. En el caso particular de Puerto Rico el giro se dio en el marco de la persistente dependencia colonial.
En aquel emblemático año 1974, en el cual las expresiones del capitalismo global y el capitalismo dependiente local se torcían, Ramos Méndez narra cómo los juegos de azar entraron con fuerza a formar parte del mercado y de la vida cotidiana puertorriqueña. Había algo de paradójico en ello: una jurisdicción como esta había resistido y condenado consistentemente aquella tentación por cuestiones culturales y morales. La frase del autor, esa “modernización de la suerte” (que bien podría nombrarse “postmodernización”) recoge aquel momento de transición de modo lúcido.
En torno a un libro
“Alea iacta est”, una expresión que podría traducirse como “la suerte está echada” que sirve de título al breve prólogo Delgado Cintrón, es un sugestivo convite a la lectura. Debo recordar que Ramos Méndez es un experto en el tema y ya había entregado en el año 2012 el volumen Sin los dados cargados. Breve genealogía de la ley de juegos de azar. El autor nacido en Yauco fungió como Director de la División de Juegos de Azar de la Compañía de Turismo de Puerto Rico. En Ramos Méndez la experiencia concreta alrededor del ámbito de estudio y la formación historiográfica se unen a la hora de formular su reflexión sobre el asunto tratado. Me parece que si se precisa una imagen de conjunto del tema propuesto, uno y otro volumen deben ser leídos en conjunto.
En el texto “Introducción” se dispone el esquivo tema y se contextualizan las políticas de 1948 y 1974 realzando los contrastes entre la una y la otra. Tal vez sin proponérselo, el autor hace una velada invitación a que se module una mirada cultural a la actitud del Estado ante los juegos de azar y los casinos a lo largo del tiempo. A través del texto el autor aclara la situación de Puerto Rico en la historia de la introducción de la industria del juego y los casinos en el conjunto de los Estados de la Unión, ámbito en el cual se le introduce no empecé su condición de territorio no incorporado. Lo cierto es que en 1974 el Estado Libre Asociado de Puerto Rico fue la segunda jurisdicción después de Las Vegas Nevada en 1931, en tener una legislación de casinos. Aquella autorización precedió la que se dio a Nueva Jersey, jurisdicción que obtuvo la autorización legal para Atlantic City, en 1978. Las circunstancias de ello no deben pasar inadvertidas. Todo sugiere cierta resistencia del Gobierno Federal a admitir ese tipo de prácticas en el territorio continental. El hecho de que Las Vegas sea conocida como la “ciudad del pecado” es un indicador cultural interesante respecto a la impresión que generaba la industria en el estadounidense común.
En la sección “Breve historia de las tragamonedas” se muestra al lector la figura del mecánico californiano Charles Fey (1862-1944) quien en 1895 inventó la primera “slot machine”. Su modelo más famoso fue la Liberty Bell, signo que no necesita presentación alguna. En 1925 y como resultado del pleito State vs. Ellis, se dispuso que aquella máquina no era otra cosa que un “gambling device” y que su uso recreativo reunía los rasgos de un “juego de azar”. Una historia llena de tropiezos culminó en la década de 1930 cuando las “fruit machines”, como se les denominaba en Inglaterra por los iconos que utilizaba, o la “one-armed bandit” como se les identificaba en Estados Unidos por la palanca que había que halar para hacerla correr, se convirtieron en un objeto común en las salas de juego de los casinos en medio de la Gran Depresión en el marco concreto de la invención de la “Sin City”: Las Vegas.
Llama la atención el hecho de que los momentos de inflexión más relevantes de la historia de este artefacto de la industria de las apuestas coincidan, una y otra vez, con momentos de crisis económicas generales: la había en 1895 cuando se les inventó, crisis que sirvió para legitimar los eventos del 1898, y también en 1930, preámbulo de la Segunda Guerra Mundial, cuando vivieron su época de oro. La actitud del “volver la cara hacia la suerte” ha sido recurrente y parece ligada al reconocimiento de la irracionalidad del mercado capitalista y, claro está, a la disolución del prejuicio teórico inventado por el economista escocés Adam Smith (1723-1790) respecto a la “mano invisible”, otra metáfora de la “mano de Dios”, que tanta relevancia simbólica tuvo para el desarrollo del capitalismo emergente durante los siglos 18 y 19. A mi modo de ver, era como si la cognición de la irracionalidad del mercado, con los efectos sociales que generaba cada crisis, legitimara la necesidad de “echar a correr los dados” o apostar, tal y como sugiere la frase latina citada por el prologuista Delgado Cintrón.
La sección titulada “La Ley” contiene la tesis fundamental del volumen. El capítulo gira en torno a la Ley Núm. 2 del 30 de julio de 1974, anota sus antecedentes y apunta los parámetros del debate que generó su aprobación en un Puerto Rico distinto tanto al de 1948 como al del presente. Ramos Méndez se cuida de detallar los sectores que se opusieron y los que favorecieron la implementación de una ley que resultaba innovadora y necesaria para algunos y, disruptiva respecto a la tradición para otros. Dos retóricas entraron en conflicto en aquel momento, asunto que valdría la pena trabajar con más detalle. En el recuento no olvida señalar las fidelidades político-ideológicas y partidistas de uno y otro bando, así como tampoco la forma en que aquellas incidieron en la toma de posición ante el proyecto. Esta parte de la discusión ilustra al lector sobre otro registro de discrepancias en cuanto a la representación de lo “puertorriqueño” y su “futuro” que han marcado a los defensores de cada proyecto de estatus con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial.
En alguna medida la discusión de esta sección demuestra que el Puerto Rico moderno y económicamente exitoso que soñaban restituir los ideólogos populares en la década de 1970, precisaba recurrir al azar, a la suerte o a la Diosa Fortuna, a fin de asegurar su supervivencia. La racionalidad a la que se había apelado desde los primeros momentos del proyecto desarrollista asociado al novotratismo ya no era suficientes para los fines propuestos. El proceder también ratificaba que el liderato popular de 1974, el cual se había formado en medio de la crisis iniciada en 1971, había recalibrado los lentes con los cuales oteaba un mañana para el Estado Libre Asociado. La representación de la meta hacia la que conducía el camino “jalda arriba” era por completo distinta a la forma en que el liderato popular había imaginado las posibilidades del país en 1948 cuando se podían depositar todas las esperanzas de crecimiento material y espiritual en el mito de la “planificación” sostenido sobre la idea de la racionalidad. La clase política vinculada al PPD no estaba dispuesta a aceptar que el “jalda arriba” se había transformado en un “cuesta abajo”. Todavía hoy hay quienes no son capaces de verlo.
En la “Conclusión” Ramos Méndez contextualiza la situación de las tragamonedas o traganíqueles y los casinos en el marco de la revolución tecnológica que irrumpió en el mercado desde la década de 1990 en adelante.
Una lectura cultural
Este breve trabajo de Ramos Méndez ilustra al investigador en torno a aspectos poco problematizados que formaron parte del proyecto modernizador impuesto durante la segunda parte del siglo 20 en Puerto Rico. En torno al juego y la industria de los casinos y otros temas relacionados, el lector apenas cuenta con algún trabajo del doctor Luis López Rojas en torno a la mafia y la industria del turismo durante el dominio del PPD, y a algún trabajo esclarecedor de la doctora Mayra Rosario Urrutia en relación con el popular juego de la bolita. Se trata de aproximaciones y ámbitos distintos pero los autores citados convergen en la intención de aclarar el lugar de esta práctica polémica a la hora de mirar el largo periodo de control del PPD sobre el gobierno de Puerto Rico. En su conjunto el interés señalado parece ser un elemento propio de un puñado de investigadores de los últimos 20 años. Valdría la pena mirar en esa dirección y estimular una revisión más sistemática y detallada del fenómeno y su impacto en la transición de la modernidad a la posmodernidad en el país, en especial por el hecho de que el turismo se fue convirtiendo después de 1976 en uno de los nichos económicos en el que más esperanzas se depositaron en el marco de la era de las industrias 936.
Los juegos de azar poseen un pasado nebuloso documentable en las fuentes más diversas, asunto que ningún investigador se ha propuesto aclarar todavía. En general se les proyecta como una serie de prácticas caracterizadas por su pasado “cuestionable”. El desinterés puede deberse a la complejidad ínsita de la práctica, pero tampoco se puede descartar la ambigüedad moral que siempre genera su ejecución en un entorno cultural, histórico, social y moral como el puertorriqueño. Esta observación me parece aplicable tanto para la evolución cultural del país antes del 1898 cómo después de esa fecha. El sentido que se le ha dado a ese pasado “cuestionable” no ha sido formulado de manera apropiada. Las pistas sin embargo están allí, como se verá de inmediato. El ejercicio no es exhaustivo. Se trata a lo sumo de un muestreo con la intención de sugerir pistas respecto a la percepción cambiante de esta práctica en el imaginario puertorriqueño moderno a ambos lados de 1898.
El juego fue condenado por la moral católica y la jurisprudencia civil como un nicho de subversión propio de gente inconveniente al orden público. Por un lado, fue en medio de un juego de naipes celebrado en San Juan en 1795 donde se identificó la que ha sido considerada la primera conjura señalada como separatista en la historia de Puerto Rico. Los hallazgos hablaban por sí solos: la efigie de un rey en una moneda mutilada con letras diminutas a la altura del cuello del monarca recordaba la amenazante guillotina. El detalle fue suficiente para que se levantara una investigación e interrogatorio a la gente que ocupaba la mesa. En el proceso investigativo el pintor José Campeche actuó como perito ilustrando el hecho subversivo en un dibujo.
Por otro lado, una de las acusaciones que con más intensidad esgrimió el periodista José Pérez Moris en su Historia de la Insurrección de Lares (1872) a la hora de representar las personalidades de Ramón E. Betances Alacán y el licenciado segundo Ruiz Belvis tenía que ver con su propensión a la bebida, las mujeres y al juego en garitos propios para conjurarse contra el orden establecido. El hecho de que en otra parte del volumen equiparaba el separatismo a un virus ofrece al historiador cultural una imagen precisa de la idea que se tenía de aquellos espacios.
Todo sugiere que la condena del juego y el azar fue esgrimida lo mismo por el poder instituido y las fuerzas conservadoras como por la oposición crítica y educada de los liberales. Para ambos extremos se trataba de una práctica degradante y deshumanizadora indigna. El conservadurismo moral integrista y el liberalismo racionalista recurrieron a la censura del juego como una práctica impropia de la condición moderna. Uno de los textos narrativos autobiográficos del joven Eugenio María de Hostos escrito en 1859, el relato “La última carta de un jugador”, presenta una imagen atroz del jugador compulsivo. Hostos describía un comportamiento rayano en lo antisocial y la locura. El registro de citas podría ampliarse a numeras observaciones de la intelectualidad criolla desde las estampas de Manuel Alonso Pacheco hasta la observación social de Salvador Brau Asencio.
En términos generales el juego, la fortuna, el azar, se percibían como un atentado contra cualquier presunción de “orden” ya fuese teológico, natural o social. La idea de un “orden universal” era puesta en entredicho cada vez que se tiraban los dados o se repartían los naipes. Aquellos actos proyectaban una discursividad que llamaba la atención sobre la contingencia, el acaso y la casualidad: de allí su carácter subversivo. En aquel escenario sin “orden” solo quedaba lugar para la veleidad y la inconstancia. La feminización de la suerte parece haber jugado un papel en todo ello. Nicolás Maquiavelo, al discutir la Rueda de la Fortuna, identificaba aquel fenómeno con el culto a la popular Diosa Fortuna de origen latino, entidad que chocaba con el estricto ordenamiento patriarcal y masculino dominante. En cierto modo, el patriarcalismo del culto al orden estaba agazapado detrás de todo ataque o censura al juego. Resultaba innegable que el poder subversivo y desordenador estaba siendo asociado al femenino azar.
El juego también fue un entorno cuya praxis generó opiniones discordantes durante el siglo 20 en el marco de la presencia estadounidense. La situación se hizo más tensa en el contexto de la Gran Depresión desde 1929, condiciones que pusieron a prueba la relación entre las elites puertorriqueñas y el poder colonial. Los argumentos morales tradicionales y los económicos modernizadores pujaban en direcciones opuestas. Los primeros pugnaban para, con el fin de proteger una tradición y herencia comprendida de modo peculiar, oponerse a su legitimación. Los segundos para, con el fin de respaldar una modernidad comprendida de modo peculiar, favorecer su legitimación.
Aquella ambigüedad explica por qué en 1930 Muñoz Marín, un activista que se movía entre las izquierdas y el nacionalismo moderado, se opusiese a las tragamonedas o traganíqueles. Permite también comprender por qué mediante la Ley 11 del 22 de agosto de 1933 se ilegalizó aquellos artefactos hasta el punto de que, en un simbólico espectáculo, las máquinas existentes confiscadas fueron “destruidas y lanzadas al mar frente al Morro”. Era como si la tradición se hubiese impuesto ante un signo modernizador que se despreciaba: la presunción de que Puerto Rico podía ser moderno sin apelar a la “suerte”, es decir, dependiendo sólo de la razón instrumental, estaba allí. Las posturas reflejaban valores culturales distintos.
La legitimación del juego de azar en 1948 puso frente a frente el conjunto de los valores tradicionales y modernos. El dualismo maniqueo de la oposición no me sorprende. Puerto Rico se encontraba entre dos aguas, al garete quizá, si pienso en la metáfora de Antonio S. Pedreira. El país se movía por las aguas inseguras de su modernización material y espiritual dependiente. En aquel momento daba sus primeros pasos dentro del proceso de industrialización por invitación conocido como Operación Manos a la Obra (1947-1976). Los opositores al juego se apoyaban en los parámetros de un idealismo abstracto y en el culto a la limpieza moral y al valor del trabajo propios de la ética burguesa. Los defensores del juego se apoyaban en los parámetros de un realismo pragmático y en el culto a la necesidad de un hipotético acceso a los bienes materiales a cualquier costo.
A nadie debería extrañar que la revisión del estatuto de 1948 se diese en 1974, momento en que la crisis del proyecto económico de 1947 era evidente y se cuajaba su reformulación en el marco de Era de las Empresas 936 (1976- 2005). La garantía de que los juegos de azar no desembocaran en la disolución moral correspondía el Estado. Estatalizadas las traganíqueles se presumía que cumplirían una función sanadora en un mercado que se asomaba al colapso. De igual manera los avatares del mercado, revisión que debe hacerse con sumo cuidado, justificaron la privatización del recurso y estimularon su multiplicación en el año 1996 bajo una administración PNP, la de Pedro Rosselló González (1944- ).
Este libro de Ramos Méndez ratifica la importancia de la historia de las tragamonedas o traganíqueles y la industria de los casinos como un indicador más de la evolución de un mercado dependiente y anómalo desde el periodo entreguerras y la Gran Depresión hasta la fractura del orden de posguerra y la intrusión del neoliberalismo colonial. El autor hace un esfuerzo loable por comprender el papel de aquel giro, la intolerancia o la tolerancia a los juegos de azar por cuenta de las fuerzas del Estado, en el contexto mayor de la transición de una economía liberal moderna desarrollada en medio de la segunda posguerra mundial, a una economía neoliberal posmoderna en medio de la transición al fin de la guerra fría y el inicio de la posguerra fría, siempre en el marco de la dependencia colonial. Tampoco pasa por alto las transformaciones del productor directo y el ciudadano de consumidores moderados a consumidores neuróticos o gente que “vive para consumir” como sugería el sociólogo Zygmund Bauman. La transición de un estadio a otro, fases siempre superpuestas e imposibles de separar, requería acorde con este volumen, una mayor confianza en la alea o la suerte y el liderato del PPD estuvo dispuesto a negociar en esa dirección.
*Notas en torno al libro de Mario Ramos Méndez (2020) La modernización de la suerte: la legalización de las máquinas tragamonedas en 1974. (San Juan): Editorial Las Marías. 87 págs.